Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—Sí, bueno, debería haber visto a los demás, doctora —Resonó bruscamente su voz en mis oídos—. ¿Y usted, Benton? ¿Tiene una aspirina?
—¿Mareado?
—Me lo paso demasiado bien como marearme —replicó Marino, que aborrecía volar.
Las condiciones atmosféricas eran favorables mientras taladrábamos la despejada noche a unos ciento cinco nudos. Debajo de nosotros, los coches se deslizaban como chinches de agua de ojos brillantes mientras las luces de la civilización titilaban como pequeños fuegos en los árboles. De no tener los nervios tan a flor de piel, la vibrante oscuridad me habría invitado al sueño, pero mi cabeza no paraba quieta, en un torbellino de imágenes y de interrogantes.
Evoqué el rostro de Lucy, la deliciosa curva de la mandíbula y el pómulo al inclinarse hacia la llama que su amiga le ofrecía en el hueco de sus manos. Sonaron en mi recuerdo sus voces apasionadas y no entendí el motivo de mi turbación. No vi por qué había de importar. Me pregunté si Wesley estaría al corriente. Mi sobrina llevaba interna en Quántico desde el inicio del semestre de otoño y él había tenido muchas más ocasiones de verla que yo.
No hubo una brizna de viento hasta que llegamos a las montañas y, durante un rato, la tierra fue una extensión negra como la brea.
—Subimos a cuatro mil quinientos pies —anunció la voz del piloto por los auriculares—. ¿Todo el mundo bien por ahí atrás?
—Supongo que aquí no se puede fumar... —murmuró Marino.
A las nueve y diez, el cielo negro como la tinta estaba salpicado de estrellas y las cumbres de la Blue Ridge eran un océano de oscuridad que se hinchaba sin movimiento ni sonido alguno. Seguimos las profundas sombras de los bosques y giramos suavemente con una inclinación de las aspas hacia un edificio de ladrillo que debía de ser, me dije, una escuela.
Tras un recodo descubrimos un campo de fútbol donde los faros y las luces parpadeantes de los coches patrulla proporcionaban una iluminación innecesaria a nuestra zona de aterrizaje. Y el foco de gran potencia instalado en la panza de nuestro helicóptero bañó el suelo con su luz mientras efectuábamos el descenso. Con la suavidad de un pájaro, Whit nos posó en la línea de medio campo.
—«Campo de los War Horses» —leyó Wesley en la pancarta colgada a lo largo de la valla—. Espero que ellos lleven la temporada mejor que nosotros.
Marino echó un vistazo por la ventana mientras los rotores se detenían.
—No he visto un partido de fútbol de instituto desde el último que yo mismo jugué.
—No sabía que hubiera jugado... —comenté.
—Pues sí. Número 12.
—¿En qué puesto?
—Interior de ataque.
—Era de esperar —murmuré.
—En realidad, esto es Swannanoa —anunció Wilt—. Black Mountain queda un poco al este.
Vino a nuestro encuentro una pareja uniformada de la policía de Black Mountain. Los agentes casi parecían demasiado jóvenes para conducir o para portar armas; tenían las facciones muy pálidas y rehuían nuestra mirada con una expresión extraña. Era como si hubiéramos llegado en una nave espacial entre un torbellino de luces giratorias y en un silencio sobrenatural. No sabían cómo tomar nuestra presencia ni qué estaba sucediendo en su pueblo y, mientras nos conducían en su coche, apenas intercambiamos palabra.
Instantes después, aparcábamos en una calle estrecha que vibraba con el ruido de motores y el destello de las luces de emergencia. Conté tres coches patrulla además del nuestro, una ambulancia, dos coches de bomberos, otros dos turismos sin distintivos y un Cadillac.
—Magnífico —murmuró Marino al tiempo que cerraba la portezuela del coche—. Está aquí todo el mundo. ¡Si hasta se han traído a la familia!
La cinta policial que delimitaba la escena del crimen iba desde los postes del porche de entrada hasta los arbustos que crecían a ambos costados de la casa de dos plantas y paredes laminadas de aluminio color café con leche. En el camino particular de la casa había un Ford Bronco, aparcado delante de un Skylark que, también sin distintivos, exhibía focos y antenas policiales.
—¿Esos coches son de Ferguson? —preguntó Wesley mientras subíamos los peldaños de cemento.
—Sí, señor, esos dos del camino —respondió el agente—. La ventana de la esquina, en el piso de arriba, es donde está...
Consternada, vi aparecer de pronto en la puerta principal al teniente Hershel Mote. Evidentemente, no había seguido mis consejos.
—¿Qué tal se siente? —le pregunté.
—Aguanto.
Mote parecía tan aliviado de vernos que pensé que iba a abrazarnos. Pero tenía la tez cenicienta. El sudor orlaba el cuello de su camisa de algodón y le hacía brillar la frente. El teniente apestaba a cigarrillos rancios.
Ya en el vestíbulo, de espaldas a la escalera que conducía a la planta superior, titubeamos un instante.
—¿Qué se ha hecho aquí? —preguntó Wesley.
—El doctor Jenrette ha sacado fotos, muchas fotos, pero no ha tocado nada, como usted dijo. Si le necesita, está fuera hablando con la patrulla.
—Ahí fuera hay muchos coches ——intervino Marino—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Un par de muchachos en la cocina, y otro par anda husmeando por el patio trasero y por la arboleda del fondo.
—Pero no han estado arriba.
Mote dejó escapar un profundo suspiro.
—Bueno, no voy a mentirles en eso: han subido y han echado un vistazo. Pero nadie ha revuelto nada, se lo prometo. El único que se ha acercado lo suficiente ha sido el doctor —Empezó a subir la escalera—. Max está... Está... En fin, maldita sea...
Se detuvo y se volvió a mirarnos con los ojos brillantes, al borde de las lágrimas.
—Aún no sabemos con detalle cómo le ha encontrado usted —dijo Marino.
Continuamos el ascenso mientras Mote pugnaba por recobrar el dominio de sí mismo. El suelo estaba cubierto de la misma alfombra granate que había visto abajo y los paneles de pino de las paredes aparecían protegidos por una gruesa capa de barniz del color de la miel. Por fin, el teniente carraspeó:
—Hacia las seis de esta tarde me he acercado a ver si Max quería salir a cenar algo. Al ver que no acudía a abrir, he pensado que estaba en la ducha o algo así, y he entrado.
—¿Sabía usted algo que pudiera indicar que Ferguson tenía propensión a este tipo de actividades? —preguntó Wesley con delicadeza.
—No, señor —fue la enérgica respuesta de Mote—. Ni por asomo. Le aseguro que no entiendo... En fin, he oído que hay gente que se lo monta de maneras raras, pero no se me ocurre para qué habría Max de...
—El propósito de utilizar un lazo corredizo o un dogal durante la masturbación es comprimir las carótidas —expliqué—. Esto dificulta el flujo de sangre y de oxígeno al cerebro, lo cual se supone que intensifica el orgasmo.
—Es lo que se llama la corrida de la muerte —apuntó Marino con su habitual sutileza.
Mote no nos acompañó cuando proseguimos el avance hacia una habitación iluminada, al fondo del pasillo.
El agente Max Ferguson, del SBI, tenía un sencillo dormitorio de soltero, amueblado con una cómoda de múltiples cajones y un armero lleno de fusiles y escopetas sobre un escritorio de tapa corrediza. En la mesilla, junto a la cama cubierta con una colcha, se veían la pistola reglamentaria, la cartera, las credenciales y una caja de condones Rough Rider. El traje que yo le había visto llevar en Quántico por la mañana estaba colgado pulcramente en una silla, y cerca de ésta, los zapatos y los calcetines.
Entre el baño y el armario, a pocos centímetros de donde yacía el cuerpo tapado con un cobertor de ganchillo multicolor, había un taburete de bar, de madera. Encima de él pendía una cuerda de nylon que pasaba por un gancho atornillado a las tablas del techo. Saqué un par de guantes y un termómetro de mi maletín. Marino masculló un juramento cuando retiré el cobertor de la que debía de haber sido la peor pesadilla de Ferguson. Creo que una bala no le habría espantado ni la mitad.
Max Ferguson yacía boca arriba, ataviado con unos sostenes negros de talla grande cuyas voluminosas copas habían sido rellenadas con calcetines que olían ligeramente a rancio. Las bragas de nylon, negras también, que se había puesto antes de morir habían descendido hasta sus rodillas velludas, y de su pene todavía colgaba fláccidamente un preservativo. Unas revistas, junto al cuerpo, revelaban su predilección por las mujeres de pechos espectacularmente aumentados y pezones del tamaño de platillos, fotografiadas en actitudes sadomasoquistas.
Examiné el nudo de nylon, doblado en un ángulo forzado en torno a la toalla con la que el muerto se acolchaba el cuello. La cuerda, vieja y gastada, fue cortada justo por encima de la octava vuelta de un perfecto nudo de horca. Los ojos del cadáver estaban casi cerrados y la lengua le sobresalía.
—¿Esto concuerda con que el tipo estuviera sentado en el taburete?
Marino levantó la vista al segmento de cuerda que colgaba del techo.
—Sí —respondí.
—De modo que estaba en plena faena y resbaló, ¿no?
—Eso, o se quedó inconsciente y entonces resbaló —asentí. Marino se desplazó hasta la ventana y se inclinó sobre un vaso que, en el alféizar, contenía un líquido amarillento.
—Bourbon —anunció—. Puro, o casi.
La temperatura rectal era de 22,6 grados, acorde con la que cabía esperar de un cuerpo que llevaba unas cinco horas en la habitación, cubierto con la colcha. Ya se había iniciado el
rigor monis
en los músculos menores. El condón era un artilugio moldeado con un gran depósito, que estaba seco, y di la vuelta a la cama para echar un vistazo a la caja. Sólo faltaba uno y, cuando entré en el baño, descubrí el envoltorio de papel de estaño color púrpura en la cesta de mimbre de los desperdicios.
—Esto es interesante —comenté, mientras Marino abría los cajones de la cómoda.
—¿De qué se trata?
—Yo habría dado por sentado que Ferguson se había puesto el preservativo cuando ya estaba con la cuerda al cuello.
—Me parece lo más lógico.
—Entonces, ¿no habría aparecido el envoltorio cerca del cuerpo? —Lo recuperé de la cesta, tocándolo lo menos posible, y lo guardé en una bolsa de plástico. Al comprobar que Marino no respondía, continué—: Bueno, supongo que todo depende de cuándo se bajó las bragas. Quizá lo hizo antes de colocarse el nudo corredizo.
Volví al dormitorio. Marino estaba agachado junto a la cómoda y observaba el cuerpo con una mezcla de incredulidad y disgusto en el rostro.
—Y yo que siempre había pensado que lo peor que le podía suceder a uno era diñarla en el retrete —comentó.
Levanté la vista hacia el gancho del techo. No había modo de saber cuánto tiempo llevaba allí. Me disponía a preguntar a Marino si había encontrado más material pornográfico cuando nos sobresaltó un fuerte golpe en el pasillo.
—¿Qué demonios...? —exclamó Marino. Corrió a la puerta y yo me asomé tras él. El teniente Mote se había desplomado cerca de la escalera.
Le vi caído boca abajo e inmóvil sobre la moqueta. Cuando me arrodillé a su lado y le di la vuelta, ya estaba amoratado.
—¡Tiene un paro cardíaco! ¡Llame a la patrulla!
Tiré de la mandíbula de Mote hacia delante para asegurarme de que las vías respiratorias estaban libres de obstáculos y, mientras Marino bajaba los peldaños al trote, con estruendo, coloqué los dedos sobre la carótida del teniente y no le encontré el pulso. Empecé las maniobras de recuperación cardiaca comprimiéndole el pecho una, dos, tres, cuatro veces; luego eché su cabeza hacia atrás y le insuflé aire por la boca. El pecho de Mote se alzó... y uno, dos, tres, cuatro, vuelta a soplar.
Mantuve un ritmo de sesenta compresiones por minuto mientras el sudor me resbalaba por las sienes y el pulso se me disparaba. Los brazos me dolían y ya los notaba duros como la piedra cuando entré en el tercer minuto y escuché por fin el ruido de los sanitarios y policías que subían por la escalera. Alguien me tomó por el codo y me apartó del caído, al tiempo que numerosas manos enguantadas lo aseguraban con correas sobre una camilla, le colocaban una botella de suero intravenoso y procedían a la evacuación. Unas voces profirieron órdenes y anunciaron cada actividad con el audible desapasionamiento de las tareas de rescate y de las salas de urgencias.
Mientras intentaba recuperar el aliento, apoyada en la pared, advertí la presencia de un joven rubio, de baja estatura y vestido incongruentemente con ropa de golfista, que observaba la actividad desde el rellano. Tras dirigirme varias miradas, se acercó con aire tímido.
—¿Doctora Scarpetta?
Su rostro, de expresión grave, estaba tostado por el sol, salvo la frente, que sin duda acostumbraba proteger con una visera. Se me ocurrió que el tipo debía de ser el propietario del Cadillac aparcado fuera.
—¿sí
?
—James Jenrette —se presentó, confirmando mis suposiciones—. ¿Se encuentra bien?
Sacó un pañuelo perfectamente doblado y me lo ofreció.
—Ya me voy recuperando, y me alegro mucho de que esté usted aquí —dije de corazón, pues no podía abandonar a mi último paciente en manos de alguien que no fuera médico—. ¿Puedo confiarle el cuidado del teniente Moe?
Cuando me sequé el sudor del rostro y del cuello, los brazos me temblaban.
—Desde luego. Iré con él hasta el hospital —Jenrette me ofreció su tarjeta—. Si quiere preguntar algo más esta noche, llámeme.
—¿Realizará la autopsia a Ferguson por la mañana? —quise saber.
—Sí. Está invitada a asistir. Entonces hablaremos de todo esto...
Dirigió la mirada hacia el fondo del pasillo. Yo logré dedicarle una sonrisa.
—Allí me tendrá. Gracias.
Jenrette salió en pos de la camilla y yo regresé al dormitorio del fondo del pasillo. Desde la ventana, observé el parpadeo rojo sangre de las luces en la calle mientras introducían a Mote en la ambulancia. Me pregunté si viviría. Percibí la presencia de Ferguson con su condón fláccido y su sostén, y nada de aquello me pareció real.
La portezuela posterior de la ambulancia se cerró con estrépito. Las sirenas emitieron unos gemidos, como si protestaran, antes de ponerse a ulular. No me di cuenta de que Marino había entrado en la habitación hasta que me tocó el brazo.
—Katz está abajo —me comunicó. Me di la vuelta despacio.
—Necesitaremos otra patrulla —murmuré.
D
esde hacía mucho tiempo, se aceptaba como posibilidad teórica que podían quedar huellas dactilares latentes en la piel humana. Sin embargo, las probabilidades de recuperarlas eran tan remotas que la mayoría de nosotros había desistido de intentarlo.