Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
Evoqué la imagen de Creed en el colchón, cosiéndose el pulgar. Vi su mirada torcida y su rostro descolorido y no me sorprendió que la niña tuviera miedo de él.
—Todavía queda un montón de preguntas sin respuesta
—apunté.
—Sí, pero otro montón de interrogantes ha quedado aclarado —replicó Marino.
—No tiene sentido pensar que el culpable ha sido Creed Lindsey —insistí.
—Cada día que pasa tiene más.
—Me pregunto si habrá televisor en su casa —dijo Wesley.
—Desde luego —respondí—, la gente, allá arriba, no tiene muchas cosas, pero parece que a nadie le falta el televisor.
—Creed pudo sacar toda la información sobre Eddie Heath de la tele. Varios de esos programas de noticias y crímenes reales divulgaron detalles del caso.
—¡Mierda, el caso se comentó en todo el jodido universo! —asintió Marino.
—Me voy a la cama —anuncié yo.
—Bien, no les molesto más —Marino nos lanzó una mirada ceñuda y se levantó de su asiento—. Por supuesto, no querría entretenerles...
—Oiga, empiezo a estar harta de sus insinuaciones —le atajé, sintiendo hervir la cólera en mi interior.
—De insinuaciones, nada. Sólo hablo de lo que veo.
—No entremos en esas cuestiones —intervino Wesley con calma.
—¡No! ¡Hagámoslo! —exclamé yo. Estaba cansada y tensa y el whisky me daba alas—: Hagámoslo aquí mismo, en esta habitación. Los tres juntos, ya que todo esto nos incumbe a los tres...
—¡A los tres no, doctora! —replicó Marino—. Aquí sólo hay una relación y yo no formo parte de ella. Mi opinión es mi opinión, y tengo derecho a tenerla.
—Una opinión farisaica y terca —proclamé, furiosa—. Se porta usted como un adolescente enamorado.
—¡Es la idea más falsa y ridícula que he oído en mi vida!
—protestó Marino con expresión sombría.
—Es tan posesivo y celoso que me saca de quicio.
—Está soñando.
—Vamos, deje de portarse así, Marino. Está destruyendo nuestra relación.
—¿Ah, sí? Ya le he dicho que no me he dado cuenta ni de que existiera.
—¡Pues claro que sí!
—Es tarde —intervino Wesley—. Todos soportamos mucha tensión. Estamos cansados. Kay, no es buen momento para esto.
—Es el único que tenemos —respondí—. Maldita sea, Marino, usted me importa, pero se empeña en apartarme. Está entrando en un terreno que me produce horror. No creo que sea consciente de lo que hace.
—Escuche, voy a decirle algo —Marino me miró como si me odiara—. Usted no está en posición de juzgar en qué terreno entro. En primer lugar, porque no sabe nada. Y en segundo, porque yo, por lo menos, no me acuesto con alguien que está casado.
—Pete, ya es suficiente —soltó Wesley.
—¡Desde luego que sí!
Marino abandonó la habitación hecho una furia y dio un portazo tan enérgico que su estruendo se oyó, sin duda, en todo el motel.
—Dios santo —murmuré—. Ha sido espantoso.
—Kay, le has menospreciado y por eso ha perdido la cabeza.
—Yo no le he menospreciado.
Wesley daba vueltas por el cuarto, agitado.
—Yo sabía que estaba apegado a ti. Todos estos años he sabido que le importas de veras, pero no tenía idea de que el sentimiento fuera tan profundo. No tenía la menor idea.
No supe qué decir.
—Además, no es estúpido —continuó Benton—. Supongo que era mera cuestión de tiempo que empezara a atar cabos, pero ni por asomo podía suponer que le afectaría así.
—Me voy a la cama —dije otra vez.
Dormí un rato; después, me encontré absolutamente despierta. Con la mirada fija en la oscuridad, pensé en Marino y en mi situación. Estaba liada en una relación amorosa y no me sentía preocupada por ello, lo cual era algo que no entendía. Marino sabía que aquella relación existía y perdía la cabeza de puros celos. Yo nunca me interesaría setimentalmente por él. Tendría que decírselo, pero no alcanzaba a imaginar en qué circunstancias podría producirse semejante conversación.
A las cuatro me levanté y salí a sentarme al fresco. Contemplé el cielo estrellado. La Osa Mayor quedaba casi encima de mi cabeza y recordé a Lucy cuando, de pequeña, la había mirado y fantaseado sobre ella conmigo. Recordé los huesos perfectos de Lucy niña, su piel tersa, sus ojos de un verde increíblemente intenso. Recordé también cómo la había visto el otro día mirar a Carrie Grethen y consideré que aquello era parte de lo que andaba mal.
L
ucy no estaba en una habitación individual y, en un primer momento, pasé junto a ella sin verla porque no se parecía en nada a la chica que yo conocía. Tenía los cabellos, de color rojo oscuro, empapados en sangre coagulada, rígidos y acartonados, y sus ojos eran un antifaz negro y morado. Estaba acostada en la cama, con el tronco ligeramente levantado, y se hallaba en ese estado inducido por la medicación en el que una se siente entre este mundo y el otro. Me acerqué a ella y la cogí de la mano.
—¿Lucy?
Apenas entreabrió los ojos. Con voz ausente, murmuró un saludo:
—Hola.
—¿Cómo te encuentras?
—No muy mal. Lo siento, tía Kay. ¿Cómo has llegado aquí?
—He alquilado un coche.
—¿De qué marca?
—Un Lincoln.
Lucy ensayó una débil sonrisa.
—Apuesto a que lo has elegido con airbag en ambos asientos.
—¿Qué sucedió, Lucy?
—Lo único que recuerdo es que fui al restaurante. Lo siguiente es que alguien intentaba coserme la cabeza en la sala de urgencias.
—Tienes conmoción cerebral.
—Dicen que me golpeé la cabeza contra el techo cuando el coche dio las vueltas de campana. Por cierto, lamento mucho lo del coche...
—No te preocupes por eso. El coche no tiene importancia. ¿Recuerdas algo del accidente?
Lucy dijo que no con la cabeza y alargó la mano para coger un pañuelo de papel.
—¿Recuerdas algo de la cena en The Outback o de la visita a la armería Green Top?
—¿Cómo has averiguado eso? Ah, bien... Fui al restaurante hacia las cuatro.
A Lucy le pesaban los párpados; durante unos momentos pareció que volvía a adormilarse.
—¿A quién viste allí? —le pregunté.
—Sólo me encontré con un amigo. Me marché a las siete para volver aquí.
—Bebiste mucho.
—No me pareció que fuera tanto. No sé por qué me salí de la calzada, pero creo que sucedió algo raro.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. No logro recordarlo, pero me parece que algo pasó...
—¿Qué hay de la armería? ¿Recuerdas haberte detenido allí?
—Lo que no recuerdo es cuándo me marché.
—Compraste una pistola semiautomática del 9 largo, Lucy. ¿Recuerdas eso?
—Sé que entré en la tienda con esa intención.
—De modo que entraste en una armería después de haber estado bebiendo. ¿Puedes decirme qué te proponías?
—No quería quedarme en tu casa sin protección. Pete me recomendó el arma.
—¿Marino? —exclamé, perpleja.
—Le llamé el otro día. Me dijo que comprara una Sig y añadió que él siempre acude a la Green Top de Hanover.
—Marino está en Carolina del Norte —apunté.
—No tengo idea de dónde está. Le dejé un mensaje en el contestador y él me llamó más tarde.
—Yo tengo armas. ¿Por qué no me pediste alguna?
—Quería tener una mía. Y ya tengo edad suficiente.
Lucy no podía mantener los ojos abiertos mucho rato más.
Encontré a su médico en la planta y hablé un momento con él antes de marcharme. Era un hombre muy joven y me habló como si tratara con una madre o una tía preocupada que ignorase la diferencia entre un riñón y un bazo. Cuando me explicó, con bastante tosquedad, que una conmoción era, en pocas palabras, una lesión del cerebro a consecuencia de un golpe fuerte, no dije palabra ni cambié de expresión. El médico se sonrojó cuando un estudiante de medicina, de quien casualmente yo era tutora académica, se cruzó con nosotros por el pasillo y me saludó por mi apellido y título.
Dejé el hospital y me dirigí a mi despacho, del cual llevaba ausente más de una semana. El escritorio estaba como había temido que lo encontraría y pasé las horas siguientes intentando poner orden, al tiempo que trataba de localizar al agente de la policía estatal que se ocupaba del accidente de Lucy. Le dejé un mensaje y, a continuación, llamé a Gloria Loving, del Registro de Identidades.
—¿Ha habido suerte? —quise saber.
—No puedo creer que estés hablando contigo por segunda vez en una semana. ¿Vuelves a estar al otro lado de la calle?
—En efecto —asentí, y no pude reprimir una sonrisa.
—De momento, no ha habido suerte, Kay —continuó Gloria—. No hemos encontrado ningún dato sobre una Mary Jo Steiner que muriese del síndrome de muerte súbita infantil en California. Ahora intentamos averiguar si la muerte pudo atribuirse a alguna otra causa. ¿Podrías facilitarme una fecha y un lugar del óbito?
—Veré qué puedo conseguir —contesté.
Se me ocurrió llamar a Denesa Steiner y me encontré mirando el teléfono. Me disponía a marcar el número cuando Reed, el agente estatal al que trataba de localizar, se puso por fin en contacto conmigo.
—¿Podría enviarme su informe por fax? —le pregunté.
—Sí, creo que hay bastantes de esos aparatos en Hanover.
—Tenía entendido que el accidente ocurrió en la 95 —apunté, pues la carretera interestatal era jurisdicción de la policía del Estado, pero también de la local.
—El agente Sinclair apareció casi al mismo tiempo que yo, de modo que me echó una mano. Al comprobar la matrícula y ver que el coche le pertenecía a usted, creí importante comprobarlo.
Hasta aquel momento, curiosamente, no había pasado por mi mente la idea de que la aparición de mi nombre pudiera causar algún revuelo.
—¿Cuál es el nombre del agente Sinclair? —pregunté.
—Creo que las iniciales eran A. D.
Cuando le llamé, acto seguido, tuve la suerte de localizar al agente Andrew D. Sinclair en su despacho. Según él, Lucy se vio involucrada en un accidente de tráfico de un solo vehículo que se produjo cuando conducía a gran velocidad en dirección sur por la carretera 95, justo al norte del límite del condado de Henrico.
—Esa velocidad, ¿de cuánto era? —le pregunté.
—Ciento diez por hora.
—¿Qué hay de las marcas de frenazos?
—Encontramos una de diez metros en el punto donde, al parecer, pisó el freno antes de salirse de la calzada.
—¿Por qué había de tocar el freno?
—Porque viajaba a velocidad excesiva y bajo los efectos del alcohol, señora. Puede que se durmiera un momento y, de repente, se encontrase con el parachoques de otro coche.
—Agente Sinclair, para calcular que alguien conducía a la velocidad que dice, tendría que haber una marca de cien metros. Aquí, la única huella de frenazo apenas mide diez. No entiendo cómo puede usted determinar que iba a ciento diez por hora.
—En ese punto la velocidad está limitada a cien —fue su única respuesta.
—¿Qué tasa de alcohol en sangre le encontraron?
—¿Qué tasa? Un 1,2.
—¿Querrá usted enviarme sus diagramas y su informe lo antes posible? ¿Y podría decirme dónde han llevado mi coche?
—Está en Hanover, en la estación de servicio Covey's Texaco. Junto a la Ruta 1. Siniestro total, señora. Si me da su número de fax, le haré llegar esos informes de inmediato.
Los recibí al cabo de una hora y, con la ayuda de una plantilla para interpretar los códigos, determiné que, en resumen, Sinclair daba por hecho que Lucy estaba ebria y se había dormido al volante. Al despertar de pronto y pisar el freno, el coche había patinado y la conductora había perdido el control, se salió de la calzada y corrigió en exceso la dirección. Como consecuencia de ello, había vuelto a la calzada y había cruzado dos carriles de tráfico antes de volcar y estrellarse contra un árbol.
Todas aquellas suposiciones me infundieron serias dudas. Había un detalle importante: mi Mercedes tenía frenos antibloqueo. Cuando Lucy hubo presionado el pedal, el coche no debió haber patinado como describía el agente Sinclair.
Dejé el despacho y bajé al depósito. Fielding, mi ayudante jefe, y las dos jóvenes patólogas forenses a las que había contratado el año anterior tenían sendos casos sobre las tres mesas de acero inoxidable. El sonido agudo del acero contra el acero se elevaba sobre el rumor de fondo del agua que goteaba en los sumideros, el susurro de la ventilación y el zumbido de los generadores. La puerta de acero inoxidable de la enorme cámara frigorífica se abrió con un sonoro jadeo y uno de los ayudantes del depósito extrajo otro cadáver en su camilla.
—¿Puede echar un vistazo a esto, doctora Scarpetta?
Los inteligentes ojos grises de la doctora Wheat, de Topeka, me miraron tras una máscara de plástico salpicada de sangre. Me acerqué a su mesa.
—Eso de la herida parece hollín, ¿no? El dedo del guante ensangrentado señaló un agujero de bala en la nuca del cadáver. Me incliné para examinarlo mejor.
—Tiene los bordes quemados, de modo que tal vez está cauterizado. ¿Y la ropa?
—No llevaba. Sucedió en su domicilio.
—Bueno, el indicio resulta ambiguo. Tendremos que hacer un examen microscópico.
—¿Entrada o salida? —preguntó Fielding mientras estudiaba una herida del caso que tenía en su mesa—. Ya que está aquí, aproveche y emita su voto.
—Entrada —dije.
—Yo también lo creo. ¿Va a quedarse por aquí?
—Voy a entrar y salir.
—¿Entrar y salir de la ciudad o entrar y salir de aquí?
—Las dos cosas. Tengo el teléfono móvil.
—¿Funciona bien? —preguntó mi ayudante, y me fijé en cómo se hinchaba su bíceps formidable cuando cortaba las costillas del cadáver.
—Es una pesadilla, de veras —respondí.
Tardé media hora en llegar a la gasolinera Texaco y ponerme en contacto con la compañía de grúas de servicio permanente que se había ocupado de mi coche. Distinguí el Mercedes en un rincón junto a una valla de alambre y la visión de su destrucción me hizo un nudo en el estómago. Me flojearon las rodillas.
La parte frontal estaba aplastada contra el parabrisas y el lado del conductor parecía una boca desdentada, pues había sido preciso recurrir a las herramientas hidráulicas para abrir las puertas, las cuales habían sido retiradas después junto con la barra entre las delanteras y las traseras. El corazón se me aceleró cuando me acerqué, y di un respingo al oír una voz ronca que gruñía a mi espalda: