La granja de cuerpos (29 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—¿Se cita con un hombre? —pregunté.

—¿Cómo dices?

—¿El propietario de la tienda es un hombre?

—Sí.

—¿Quién ha dicho que sea su novio?

—Según parece, ella lo declaró cuando fue interrogada después de que la vieran en la tienda.

—¿Puedes decirme más de esa pareja?

—De momento no mucho, pero tengo la dirección de la tienda, si quieres esperar un momento. Déjame buscarla...

—¿Y la de su casa, o la del novio?

—Me temo que ninguna de las dos.

—Agradeceré toda la información que puedas conseguirme, Frank.

Tomé nota con un bolígrafo mientras los pensamientos se me disparaban. La tienda se llamaba «Yo soy espía» y estaba en las galerías comerciales Springfield, junto a la 1—95. Si salía enseguida, podía estar allí a media mañana y regresar a tiempo de ir a buscar a Lucy al hospital.

—Para que lo sepas —decía el senador—, Carrie Grethen ha sido despedida de la ERF por su relación con la tienda de espías, que, evidentemente, olvidó mencionar durante los trámites de admisión. Pero hasta el momento no hay ninguna prueba de que la relacione con la fuga de datos.

—Desde luego, tenía motivos —apunté, conteniendo la irritación—. La ERF es como el almacén de Papá Noel para alguien que vende equipo de espionaje —Hice una pausa, pensativa, y añadí—: ¿Sabes cuándo fue contratada y si solicitó el empleo o la reclutó la propia ERF?

—Veamos... Lo tengo en mis notas. Aquí está. Sólo dice que rellenó una solicitud en abril pasado y que empezó a mediados de agosto.

—Más o menos, la misma época en que empezó Lucy. ¿Qué hizo Carrie anteriormente?

—Parece que se ha dedicado en exclusiva a la informática. Hardware, software, programación... E ingeniería, que fue en parte la razón de que el FBI se interesara por ella. Es muy creativa y ambiciosa y, por desgracia, falta de honradez. Vanas personas entrevistadas recientemente han empezado a dibujar el retrato secreto de una mujer que lleva años escalando posiciones a base de mentiras y engaños.

—Está claro, Frank: presentó la solicitud de empleo en la ERF para poder espiar para esa tienda —sentencié—. Tal vez sea también una de esas personas que odian al FBI.

—Ambas cosas son posibles —asintió el senador—. La cuestión es encontrar pruebas. A menos que consigamos demostrar que sustrajo algo, no podremos llevarla a juicio.

—Antes de que sucediese todo esto, Lucy me contó que estaba trabajando en una investigación acerca del sistema biométrico de cerraduras del ERF. ¿Sabes algo de eso?

—No tengo noticia de ningún proyecto de tal naturaleza.

—¿Pero lo sabrías, necesariamente, si lo hubiera?

—Es muy probable que sí. Me han facilitado mucha información, muy detallada, sobre los proyectos reservados que se desarrollan en Quantico. Es por causa de la ley anticrimen; por el dinero que he defendido que se debía asignar al FBI.

—Bueno, es extraño que Lucy dijera que estaba trabajando en un proyecto que parece no existir —comenté.

—Por desgracia, eso sólo hace más comprometida su posición.

Pensé que Frank tenía razón. Por sospechosa que pareciese Carrie Grethen, las pruebas contra Lucy eran mucho más concluyentes.

—Frank —continué—, ¿sabes por casualidad qué tipos de coches llevan Carrie Grethen y su novio?

—Me temo que no. Desde luego, podemos enterarnos. ¿Por qué te interesa?

—Tengo motivos para creer que el accidente de Lucy no fue casual y que quizá sigue en grave peligro. El senador se quedó callado.

—¿Sería buena idea tenerla un tiempo en la planta de seguridad de la Academia? —sugirió finalmente.

—En circunstancias normales sería el lugar perfecto —respondí—. Pero no creo conveniente que se acerque a la Academia, por ahora.

—Ya. En fin, es lógico... Si necesitas que intervenga, hay otros lugares.

—Creo que ya tengo dónde llevarla.

—Mañana me marcho a Florida, pero sabes dónde llamarme allí.

—¿Más recolectas de fondos?

Sabía que Frank estaba agotado, pues faltaba poco más de una semana para las elecciones.

—Eso también. Y los pequeños incidentes habituales. Las militantes de NOW montan una protesta y mi oponente está muy ocupado pintándome como un machista con cuernos y rabo.

—Pero si has hecho más por las mujeres que nadie que yo conozca —protesté—. Sobre todo, por esta que habla.

Terminé de vestirme y a las siete y media tomaba la primera taza de té en la carretera a bordo de mi coche de alquiler. El día era frío, el cielo estaba encapotado y apenas me fijé en nada de cuanto había a mi alrededor mientras conducía hacia el norte.

El sistema de cerradura biométrica, como cualquier otro, tenía que ser manipulado para que alguien lo eludiera. Con algunas cerraduras, ciertamente, no se necesitaba más que una tarjeta de crédito, mientras que otras se podían desmontar o abrir con diversas herramientas. Pero un sistema que comprobaba las huellas dactilares no podía franquearse con simples medios mecánicos. Mientras meditaba sobre la violación de la seguridad de la ERF y sobre cómo podía alguien haberla conseguido, pasaron por mi mente variados pensamientos.

La huella de Lucy había sido registrada en el sistema a las tres
de
la madrugada, aproximadamente, y la única explicación posible para ello era que el visor había reconocido su dedo... o un facsímil del mismo. Recordé haber oído, en las reuniones de la Asociación Internacional de Identificación a las que asistía desde hacía años, que muchos criminales famosos habían realizado intentos muy creativos de modificar sus impresiones dactilares.

John Dillinger, el despiadado gángster, había vertido ácido sobre sus surcos y sus deltas, mientras que otro delincuente menos conocido, Roscoe Pitts, se extirpó quirúrgicamente las huellas dactilares desde la última falange. Tales métodos y otros parecidos fueron un fracaso y dichos caballeros habrían hecho mejor en ahorrarse tantas molestias y conservar las huellas que Dios les había dado. Sus impresiones modificadas pasaron, simplemente, al archivo de mutilados que tenía el FBI y en el cual, con franqueza, era mucho más sencillo buscar. Y no es preciso decir que unos dedos quemados y mutilados suscitan inmediatos recelos si su dueño es sospechoso de algo.

Pero lo que me venía a la memoria con más insistencia era el caso, años atrás, de un ladrón de casas especialmente ingenioso cuyo hermano trabajaba en una funeraria. Dicho ladrón, que había pasado por la cárcel muchas veces, intentó hacerse un par de guantes que dejaran las huellas de otro. Para ello, procedió a sumergir repetidas veces las manos de un difunto en caucho líquido, formando una capa tras otra hasta que los «guantes» tuvieron consistencia suficiente para sacarlos de la mano del cadáver y darles la vuelta.

El plan no dio resultado por dos razones, como mínimo. En primer lugar, el ladrón había descuidado eliminar las burbujas de aire entre capa y capa de caucho, lo cual generó unas huellas bastante extrañas, que se tomaron en la casa donde dio su siguiente golpe. Por otra parte, el individuo no se había preocupado de investigar quién era el difunto de cuyas huellas se había apropiado. De haberlo hecho, habría descubierto que se trataba de un ladrón fichado y condenado que había fallecido mientras se encontraba en libertad provisional.

Evoqué mi visita al ERF una tarde soleada que ya parecía estar a años de distancia. Había percibido que a Carrie Grethen no le complacía encontrarnos a Wesley y a mí en su despacho cuando entró removiendo una sustancia viscosa que, bien pensado, podía ser silicona o goma líquida. También había sido durante aquella visita cuando Lucy mencionó la investigación sobre la cerradura biométrica que «tenía entre manos». Y quizá tal expresión era cierta al pie de la letra. Quizá Carrie, en aquel preciso instante, se disponía a sacar un molde del pulgar de Lucy.

Si mi teoría de lo que había hecho Carrie era correcta, sabía que podría demostrarse. Me pregunté por qué no se nos había ocurrido a ninguno hacer una pregunta muy simple: ¿había comprobado alguien que la huella registrada por el sistema de cerradura biométrica correspondía físicamente a la de Lucy, o nos habíamos limitado a aceptar la palabra del ordenador?

—Bueno, supongo que sí —respondió Benton Wesley al respecto cuando lo llamé por el teléfono del coche.

—Claro que lo supones. Todo el mundo lo supondría. Pero si alguien sacó un molde del pulgar de Lucy y lo registró en el sistema, la huella debería ser la inversa de la que consta en el registro de las diez huellas dactilares que tomó el FBI. En otras palabras, sería una imagen especular, un reflejo.

Wesley guardó silencio. Cuando volvió a hablar, su voz reveló sorpresa:

—¡Maldita sea! De todos modos, ¿no habría detectado el sistema que la huella estaba del revés y la habría rechazado?

—Muy pocos escáneres podrían distinguir entre una huella y esa misma huella invertida. En cambio, un experto en examinar huellas, sí —continué—. La huella registrada por el sistema aquella noche debería seguir almacenada digitalmente en la base de datos.

—Si todo esto es cosa de Carrie Grethen, ¿no te parece que habrá borrado cualquier rastro que quedara en la base?

—Lo dudo —respondí—. Grethen no es experta en examinar huellas. No es probable que haya caído en la cuenta de que cada vez que se deja una huella latente, ésta está invertida. Y que si concuerda con la ficha de los archivos es sólo porque ésta también es un negativo. Pero si alguien saca un molde de una imprenta digital y deja una huella latente con él, lo que deja en realidad es un negativo de un negativo.

—De modo que la huella dejada por ese pulgar de goma sería un negativo de la que dejaría ese mismo pulgar, ¿no es eso?

—Exactamente.

—Cielos, nunca acabo de entender estas cosas.

—No te preocupes, Benton. Sé que resulta algo confuso, pero confía en lo que te digo.

—Siempre lo hago. Y me parece que necesitamos una copia impresa de la huella en cuestión.

—Exacto. E inmediatamente. Hay otra cosa que quiero preguntarte. ¿Estás al corriente de un proyecto de investigación relacionado con el sistema de cerradura biométrica del ERF?

—¿Un proyecto de investigación desarrollado por el FBI?

—Sí.

—Desconozco que exista ningún proyecto parecido.

—Es lo que imaginaba. Gracias, Benton.

Los dos guardamos silencio, a la espera de un comentario personal del otro; pero yo no supe qué más decir, pese a lo mucho que había en mi mente.

—Ten cuidado —me dijo él, y nos despedimos.

Media hora después localicé la «tienda de espías» en un enorme centro comercial rebosante de coches y de gente. «Yo soy espía» estaba entre las tiendas de Ralph Lauren y de Crabtree & Evelyn. Era un local pequeño con un escaparate que exhibía lo mejor que ofrecía el mercado legal del espionaje. Aguardé a prudente distancia hasta que el cliente de la caja se apartó un poco y me permitió ver al hombre que estaba tras el mostrador. Un tipo de mediana edad, sobrado de peso, tomaba nota del pedido. Viéndole, resultaba increíble que pudiera ser el novio de Carrie Grethen. Sin duda, aquel detalle era una más de sus mentiras.

Cuando el cliente se hubo marchado, sólo quedó otro en la tienda, un joven con chaqueta de cuero que inspeccionaba una vitrina de grabadoras activadas por la voz y analizadores acústicos portátiles. El gordo de detrás del mostrador llevaba gafas gruesas, lucía cadenas de oro y daba la impresión de tener siempre una buena oferta que hacer a cualquiera.

—Disculpe —dije con toda la discreción de que fui capaz—. Busco a Carrie Grethen.

—Ha salido a por un café, pero volverá enseguida —El hombre estudió mi rostro—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Echaré en vistazo mientras la espero —respondí. .

—Desde luego.

Acababa de llamarme la atención un maletín especial que incluía una grabadora oculta, alertas de control de comunicaciones, moduladores telefónicos y aparatos de visión nocturna, cuando Carrie Grethen cruzó la puerta. Tan pronto me vio, se detuvo y, por un instante, creí que me arrojaría la taza de café a la cara. Sus ojos taladraron los míos como dos clavos de acero.

—Tengo que hablar con usted —le dije.

—Me temo que no es buen momento. Trataba de sonreír y parecer amable, pues ahora había tres clientes más en el reducidísimo local.

—Claro que es buen momento —insistí, sosteniendo su mirada.

—¿Jerry? —Se volvió hacia el gordo—: ¿Puedes ocuparte de la tienda unos minutos?

El tipo me miró con rencor, como un perro a punto de saltar.

—Te prometo que no tardaré mucho —lo tranquilizó la mujer.

—Sí, claro —masculló él, con el recelo de quien no es honrado.

Salí de la tienda tras ella y encontramos un banco vacío cerca de una fuente.

—He sabido lo del accidente de Lucy y lo siento mucho. Espero que ya esté bien —dijo Carrie con frialdad mientras apuraba el café.

—A usted le trae sin cuidado cómo esté Lucy —repliqué a sus palabras—. Y es inútil que malgaste su encanto conmigo porque lo he descubierto todo. Sé qué hizo en el ERF, Grethen.

—Usted no sabe nada.

Repitió su sonrisa gélida y el aire entre nosotras se llenó del rumor del agua.

—Sé que sacó un molde en goma del pulgar de Lucy. Y averiguar el número de identificación debió ser muy sencillo, ya "que estaban las dos tan unidas. Lo único que necesitó fue ser observadora y tomar nota del código que Lucy marcaba. Así fue como burló usted el sistema de cerradura biométrica la madrugada que violó la seguridad del ERF.

—Caramba, tiene usted una imaginación desatada, desde luego... —Soltó una breve carcajada y su mirada se hizo aún más dura—. Debo aconsejarle que tenga mucho cuidado y no lance acusaciones de este tipo.

—No me interesan sus consejos, Grethen. Sólo me interesa hacerle una advertencia. Pronto se demostrará que no fue Lucy quien irrumpió indebidamente en el ERF. Es usted astuta, pero no lo suficiente, y cometió un error fatal.

Mi interlocutora se quedó callada, pero advertí que, tras su máscara imperturbable, su mente trabajaba a presión. Era incapaz de reprimir la curiosidad.

—No sé de qué me habla —replicó por fin, mientras su confianza en sí misma empezaba a resquebrajarse.

—Puede que sea usted experta en ordenadores —le espeté—, pero no lo es en medicina forense. Los indicios contra usted son evidentes —añadí, y aventuré mi teoría con la firmeza de una buena abogada que sabe jugar sus cartas—: Pidió a Lucy que la ayudara en un presunto proyecto de investigación relacionado con el sistema de cerradura biométrica del ERF.

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