La granja de cuerpos (24 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—Ahora mismo no sé lo que voy a necesitar —respondió Benton.

13

E
l detective Mote había sido trasladado a una habitación individual y su condición era estable, pero aún bajo vigilancia, cuando fui a verle aquella tarde. Como no conocía demasiado la ciudad, recurrí a la tienda de regalos del hospital, donde tenían una mínima selección de ramos de flores a elegir de detrás de una vitrina refrigerada.

—¿Detective Mote? —pregunté desde la puerta, sin atreverme a cruzar el umbral.

El policía dormitaba en la cama, con el televisor a medio volumen.

—Hola —insistí, un poco más alto.

Abrió los ojos y, durante unos instantes, no tuvo la menor idea de quién era yo. Por fin lo recordó, y sonrió como si llevara días soñando conmigo.

—¡Vaya, Dios tenga piedad! Doctora Scarpetta, adelante. Nunca habría imaginado que todavía rondaba por aquí.

—Discúlpeme por las flores. En la tienda de abajo no había mucho donde escoger —Le mostré el lastimoso ramo de crisantemos y margaritas, encajado en un tosco jarrón verde—. ¿Qué le parece si las pongo ahí?

Deposité el jarro sobre una mesilla y me apenó observar que en la habitación sólo había otro ramo de flores, aún más patético que el mío.

—Si quiere sentarse un minuto, ahí tiene una silla.

—¿Qué tal va eso? —le pregunté.

Estaba pálido y más delgado. Con mirada débil contemplaba el delicioso día de otoño que se veía por la ventana.

—Bueno, procuro dejarme llevar por la corriente, como dicen —respondió—. Resulta difícil saber qué nos espera a la vuelta de la esquina, pero estoy pensando en dedicarme a la pesca y en trabajar la madera, que es lo que me gusta. ¿Sabe?, llevo años deseando construir una pequeña cabaña de troncos en alguna parte. Y me entusiasma tallar bastones de madera de tilo.

—Detective Mote —le interrumpí. No quería perturbarlo y, por ello, titubeé antes de decidirme a hacer la pregunta—: ¿Ha venido a visitarlo alguien de su departamento?

—Claro que sí —respondió, sin dejar de contemplar el límpido cielo azul—. Un par de muchachos ha pasado por aquí, o ha llamado.

—¿Qué opinión le merece el modo en que se está llevando la investigación del caso Steiner?

—No muy buena.

—¿Por qué?

—Bueno, en primer lugar, porque yo no participo. También, porque parece que cada cual va por su lado. Eso me preocupa un poco.

—Usted ha estado en el caso desde el principio —apunté—. Debe de haber conocido a Max Ferguson bastante bien.

—Supongo que no tanto como creía.

—¿Sabe que Ferguson es sospechoso?

—Lo sé. Lo sé todo al respecto.

El sol que entraba en la habitación daba un tono tan claro a sus ojos azules que éstos parecían hechos de agua. Mote parpadeó varias veces y se enjugó unas lágrimas causadas por el exceso de luz o por la emoción.

Después añadió:

—También sé que sospechan de Creed Lindsey y, créame, es una vergüenza lo que hacen con ambos.

—¿Por qué dice eso?

—¡Vamos, doctora Scarpetta! ¡Max no está exactamente aquí para defenderse!

—No, es cierto —reconocí.

—Y Creed no sabría por dónde empezar a hacerlo, aunque estuviera aquí.

—¿Y dónde está?

—He oído que ha escapado a alguna parte. No es la primera vez que lo hace. Ya se largó cuando aquel muchacho murió atropellado. Entonces todo el mundo señaló a Creed como culpable indiscutible, de modo que desapareció, aunque volvió a aparecer como la moneda falsa. De vez en cuando se va a lo que antes llamábamos el Barrio de Color, y allí bebe y se mezcla en algún sarao.

—¿Dónde vive?

—En Rainbow Mountain, por la carretera de Montreat.

—Me temo que no sé dónde está eso.

—Cuando se llega al cruce de Montreat, se toma la carretera de la derecha, la que sube hacia la montaña. Antes, allí sólo vivían campesinos, gente rústica. Pero durante los últimos veinte años, muchos de ellos se han marchado a otra parte o han muerto y se han instalado tipos como ese Creed —Hizo una breve pausa, con una expresión distante y pensativa. Luego continuó—: La casa se ve desde abajo, yendo por la carretera. Tiene una lavadora vieja en el porche y tira la mayor parte de la basura al bosque por la puerta trasera. La verdad es que Creed no es hombre de muchas luces.

—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté.

—Quiero decir que le asusta lo que no entiende y que es incapaz de entender cosas como las que están pasando aquí.

—¿O sea, que usted tampoco cree que esté complicado en la muerte de la niña?

El detective Mote cerró los ojos. Parecía muy cansado. El monitor situado sobre la cabecera de la cama indicaba un pulso estable de sesenta y seis.

—No, señora. Ni por un instante. Pero estoy seguro de que tiene alguna razón para haber huido. Eso no puedo quitármelo de la cabeza.

—Ha dicho que Creed estaba asustado. Parece razón suficiente.

—Pero tengo la sensación de que hay algo más. De todos modos, es inútil que le dé vueltas. Tal como estoy, no puedo hacer nada. A menos que todos accedan a ponerse en cola ante mi puerta y me permitan preguntarles lo que quiera... y seguro que eso no va a suceder.

No desbaba mencionar a Marino, pero me sentí obligada a hacerlo:

—¿Qué opina del capitán Marino? ¿Ha oído muchas cosas de él?

Mote me miró a los ojos.

—El otro día vino con un botellín de Wild Turkey. Está en el armario de ahí.

Sacó un brazo de debajo de la sábana y señaló el mueble.

Los dos permanecimos callados e inmóviles durante unos segundos.

—Ya sé que no debería beber... —añadió él a continuación.

—Quiero que obedezca a los médicos, teniente Mote. Tiene que vivir con esto, lo cual significa abstenerse de todo aquello que le pueda crear problemas.

—También sé que tengo que dejar de fumar.

—Eso se puede conseguir. Yo nunca pensé que podría y...

—¿Todavía lo echa de menos?

—Lo que no echo de menos es cómo me hacía sentir.

—A mí tampoco me gusta cómo me hace sentir cualquier mal hábito, pero ello no tiene nada que ver.

—Sí —reconocí con una sonrisa—. Lo echo de menos. Pero cada vez es más fácil.

—Le dije a Marino que no querría verlo terminar aquí como yo, doctora. Pero es un hombre testarudo.

Me asaltó el recuerdo perturbador de Mote tendido en el suelo, lívido, azulada la tez, mientras yo trataba de salvarle la vida, y concluí que sólo era cuestión de tiempo que Marino sufriera una experiencia similar. Pensé en el almuerzo, en el coche y las ropas nuevas y en su extraño comportamiento. Casi parecía que Pete hubiera decidido que ya no quería saber de mí y que el mejor modo de conseguirlo era transformarse en alguien que yo no reconociera.

—Desde luego, Marino se ha volcado en el caso. Y es un asunto realmente demoledor —fue mi débil respuesta.

—La señora Steiner no puede pensar en otra cosa, y no la critico en absoluto por ello. Si estuviera en su lugar, supongo que yo también dedicaría al caso todo cuanto tuviera.

—¿Y qué ha dedicado ella? —quise saber.

—Es una mujer bastante rica —respondió Mote.

—Eso ya lo imaginaba —dije, pensando en el coche de Denesa.

—Ha hecho mucho por colaborar en la investigación.

—¿Colaborar? ¿Qué ha hecho, exactamente?

—Los coches. Como el que lleva Marino, por ejemplo. Alguien tiene que pagar todo eso.

—Yo creía que eran donaciones de los comerciantes de la zona.

—Bueno, a eso debo decir que la iniciativa de la señora Steiner ha inspirado a otros a contribuir. Ella ha conseguido que toda la zona se obsesione por el caso y la compadezca y, desde luego, nadie quiere que les suceda lo mismo a los hijos de otros.

»La reacción ha sido algo que no había visto nunca en mis veintidós años de trabajo policial. Claro que tampoco había visto nunca un caso parecido, debo reconocerlo.

—¿De veras ha pagado la señora Steiner el coche que yo conduzco? —Me había costado un gran esfuerzo no levantar la voz ni trasmitir otra sensación que la de calma.

—Sí, ha donado los dos coches, y otros comerciales los han equipado: focos y luces, radios, radares...

—Detective Mote, ¿cuánto dinero ha entregado la señora Steiner al departamento de policía?

—Calculo que unos cincuenta.

—¿Cincuenta? —Le miré con incredulidad—. ¿Cincuenta mil dólares?

—Exacto.

—¿Y nadie ve ningún problema en eso?

—Por lo que a mí concierne, es lo mismo que cuando la compañía eléctrica nos regaló otro coche, hace unos años, porque hay un transformador que quieren que vigilemos de vez en cuando. Y en Quick Stops y en 7—Eleven nos sirven café gratis con tal que pasemos por allí a ciertas horas. En realidad, todo
se
reduce a que la gente nos ayuda a que la ayudemos. El sistema funciona mientras nadie intente aprovecharse.

Sus ojos me miraban fijamente. Aún tenía las manos por encima de las sábanas.

—Supongo que en una ciudad grande como Richmond tienen otras reglas.

—Cualquier donación al departamento de policía de Richmond que supere los dos mil quinientos dólares debe ser aprobada por un DYR —respondí.

—No sé qué es eso.

—Un Decreto y Resolución que el jefe de policía presenta ante la junta municipal.

—Parece bastante complicado.

—Y debe serlo, por razones evidentes.

—Sí, claro —murmuró Mote y su voz trasmitió, sobre todo, cansancio y abatimiento por la convicción de que ya no podía confiar en su propio organismo.

—¿Se sabe en qué van a utilizarse esos cincuenta mil dólares, aparte de en adquirir varios vehículos más? —pregunté.

—Necesitamos un jefe de policía. Estaba a punto de tocarme a mí la china y, para ser sincero, el puesto no me parece una bicoca a estas alturas. Aunque pueda volver a hacer algún tipo de servicio ligero, es momento de que mi pueblo tenga a alguien con experiencia en el cargo. Las cosas no son como antes.

—Entiendo —comenté. La realidad de lo que estaba pasando resultaba clarificadora, aunque de un modo sumamente perturbador—. Ahora debo dejarle para que descanse.

—Me alegro mucho de que haya venido.

Me estrechó la mano con tal fuerza que me hizo daño, y percibí en él una profunda desesperanza que, probablemente, ni el mismo Mote habría sabido explicar en caso de haber tenido cabal conciencia de ella. Estar a punto de morir es darse cuenta de que un día sucederá; quien lo experimenta una vez nunca vuelve a sentirse igual en nada.

Antes de regresar al Travel-Eze conduje hasta el cruce de Montreat, lo dejé atrás y di la vuelta. Regresé por el otro lado de la carretera mientras trataba de decidir qué hacer. Había muy poco tráfico y, cuando arrimé el coche a la cuneta y me detuve un momento, la gente que pasaba me tomó, probablemente por una turista más que se había perdido o que buscaba la casa de Billy Graham. Pero desde donde había aparcado lo que tenía era una vista perfecta del lugar donde vivía Creed Lindsey; prácticamente estaban ante mis ojos la casa y la vieja lavadora blanca y cuadrada del porche.

Rainbow Mountain debía de haber recibido este nombre, la montaña del Arco Iris, en una tarde de octubre como aquélla. Las hojas tenían diversas tonalidades de rojo, anaranjado y amarillo que llameaban al sol y destacaban en la penumbra, y las sombras se extendían por hondonadas y valles conforme el sol descendía en el cielo. Una hora más y ya no habría luz. Tal vez no me habría decidido a subir por el camino de tierra de no haber detectado una columna de humo que ascendía de la chimenea de piedra de la casa de Creed.

Volví a la
calzada
marcha atrás, maniobré y tomé por un camino estrecho y surcado de rodadas. Detrás del coche se levantó una nube de polvo rojo mientras me aproximaba al vecindario más inhóspito que había visto nunca. El camino parecía conducir hasta la cima de la montaña y desaparecer allí. A lo largo de él había una serie de viejos remolques como ballenas jorobadas, caravanas herrumbrosas y casuchas desvencijadas construidas con tablones sin pintar o con troncos. Algunas tenían techos de cartón alquitranado, otras de hojalata, y los escasos vehículos que vi eran viejas camionetas y un coche familiar pintado de un extraño color verde crema de menta.

La vivienda de Creed Lindsey tenía un rincón de tierra pelada bajo unos árboles donde, sin duda, aparcaba su furgoneta; detuve allí mi coche y corté el encendido. Después pasé un rato sentada tras el volante, contemplando la cabaña y el porche descuidado y medio hundido. Me dio la impresión de que había una luz encendida en el interior, pero podía tratarse de un reflejo del sol en la ventana. Mientras pensaba en aquel hombre que vendía palillos confitados a los niños y había recogido flores silvestres para Emily al tiempo que barría los suelos y recogía la basura en la escuela, reflexioné sobre la conveniencia de seguir adelante con lo estaba haciendo.

A fin de cuentas mi primera intención había sido sólo comprobar dónde vivía Creed Lindsey en relación con la iglesia presbiteriana y el lago Tomahawk. Ahora que había encontrado respuesta a ciertas preguntas, tenía otras que formular. No podía alejarme sin comprobar por qué había un hogar encendido en una casa en la que se suponía que no residía nadie. No cesaba de pensar en lo que había dicho Mote y, naturalmente, estaban asimismo los caramelos que había encontrado donde fue descubierto el cuerpo. Aquellos caramelos —los petardos, como los llamaban los niños— eran el principal motivo de que quisiera hablar con el tal Creed.

Llamé a la puerta largo rato y creí oír que alguien se movía en el interior. Me sentí observada. Pero no acudió nadie, y mis llamadas de viva voz no tuvieron respuesta. La ventana a mi izquierda, cubierta de polvo carecía de persiana. Al otro lado del cristal distinguí un suelo de tablas oscuras y parte de una silla de madera iluminada por una lamparilla situada en una mesa.

Aunque me dije que una lámpara encendida no significaba que hubiese alguien en la casa, me llegó el olor a humo de leña y me fijé en que había un montón de ella, recién cortada y apilada, en el porche. Llamé otra vez y noté que la puerta casi cedía bajo mis nudillos, como si no hiciera falta mucha fuerza para echarla abajo de un empujón.

—¿Hola? —exclamé—. ¿Hay alguien?

Me respondió el murmullo de las ramas de los árboles, sacudidas por las ráfagas de viento. En la sombra, el aire era frío. Se percibía un leve hedor de restos putrefactos, atacados por los mohos y en proceso de descomposición. En la espesura, a ambos lados de aquella cabaña de un par de habitaciones con el techo oxidado y la antena de televisión doblada, se extendía la basura de muchos años que, afortunadamente, cubría en parte la hojarasca. Lo que más vi fueron envases de leche, de papel y plástico, y botellas de cola que llevaban allí el tiempo suficiente como para que las etiquetas se hubieran descolorido.

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