Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
El joven científico explicó que había utilizado chorros de aire caliente para separar la cinta que le había remitido la policía de Black Mountain, y así había contado diecisiete fragmentos que medían de veinte a cuarenta y cinco centímetros de longitud. Después de incorporarlos a gruesas láminas de vinilo transparente, había numerado los segmentos siguiendo dos órdenes distintos para mostrar la secuencia en que fueron desprendidos del rollo y el orden en que el agresor los había utilizado con sus víctimas.
—La secuencia de los segmentos utilizados en la madre es absolutamente aleatoria —decía Richards—. Este que ven aquí debería haber sido el primero; en cambio, fue el último que utilizó. Y como este otro fue arrancado del rollo en segundo lugar, sería de esperar que lo utilizase en ese orden, pero fue el quinto.
»Sin embargo, con la niña procedió según la secuencia lógica. Empleó siete pedazos de cinta y los aplicó en torno a las muñecas en el mismo orden en que fueron cortados del rollo.
—Probablemente la pequeña le resultaría más fácil de dominar —señaló Wesley.
—Sí, eso cabe pensar —asentí; luego, le pregunté a Richards—: ¿Han encontrado algún indicio del residuo tipo barniz en la cinta recuperada del cuerpo?
—No.
—Interesante —comenté y el detalle me preocupó.
Dejamos los segmentos sucios de la cinta para el final. Según los análisis, las manchas eran de hidrocarburos; un nombre muy formal para referirse a la grasa y que no nos llevaba a ninguna parte, porque desdichadamente la grasa es sólo grasa. Podía proceder de un vehículo. Podía proceder de un camión Mack en Arizona.
W
esley y yo entramos en el Red Sage a las cuatro y media, un poco temprano para tomar una copa. Pero ni él ni yo nos sentíamos demasiado bien.
Ahora que estábamos a solas otra vez me costaba esfuerzo sostener su mirada, pero deseaba que sacara a colación lo sucedido entre nosotros la otra noche: no quería pensar que yo era la única que lo consideraba importante.
—Tienen cerveza de barril —comentó Wesley mientras yo estudiaba la carta de bebidas—. ¿Eres bebedora de cerveza?
—No lo soy, a menos que acabe de hacer dos horas de ejercicio en pleno verano y esté muy sedienta y loca por comerme una pizza —respondí, algo picada por el hecho de que él desconociera aquel detalle de mí—. En realidad, no me gusta la cerveza. Nunca me ha gustado. Sólo la tomo cuando no hay absolutamente nada más, e incluso entonces no puedo decir que me guste el sabor.
—Bueno, no es preciso que te enfades.
—No estoy enfadada, te lo aseguro.
—Pues lo parece. Y rehuyes mi mirada.
—Estoy normal.
—Me gano la vida estudiando a la gente y te digo que no estás cómoda.
—Te ganas la vida estudiando psicópatas —repliqué—. No sabes nada de mujeres de cuarenta años especialistas en patología forense que viven del lado bueno de la ley y no buscan más que un rato de relax tras un día largo e intenso de pensar en niños asesinados.
—¿Sabes?, no es fácil encontrar sitio aquí.
—Ya veo por qué. Gracias por molestarte tanto.
—He tenido que utilizar mi influencia.
—Estoy segura de ello.
—Tomaremos vino con la cena. Me sorprende que tengan Opus One. Tal vez eso te haga sentir mejor.
—Es un caldo sobrevalorado, e imita el burdeos; tiene demasiado cuerpo para tomarlo solo. Y no había previsto que cenáramos aquí. Tengo que coger un avión dentro de menos de dos horas. Creo que sólo tomaré una copa de cabernet.
—Como prefieras.
En aquel momento no estaba segura de lo que prefería.
—Mañana vuelvo a Asheville —continuó Wesley—. Si te quedas esta noche, podríamos ir juntos.
—¿Por qué vuelves allí?
—La petición para que colaboráramos se hizo antes de que Ferguson apareciera muerto y de que Mote sufriera el ataque al corazón. Confía en mí: el agradecimiento y el pánico de la policía de Black Mountain son sinceros. He asegurado a los agentes que haremos todo lo posible por ayudar. Si me veo en la necesidad de aportar más agentes, lo haré.
Wesley tenía por costumbre enterarse del nombre del camarero y llamarlo por él mientras el hombre le atendía. El que nos tocó en suerte aquella noche se llamaba Stan, y el diálogo entre ellos para la elección del vino estuvo lleno de Stan por aquí, Stan por allá. En realidad, era la única manía tonta de Wesley, su única peculiaridad irritante, y ser testigo privilegiada de ella me sacó de mis casillas.
—¿Sabes una cosa, Benton? Con tu comportamiento no consigues que el camarero te tome confianza y se sienta halagado. No, el trato que le das suena condescendiente, como el que emplearía un locutor de radio.
Wesley pareció absolutamente desconcertado.
—¿De qué me hablas?
—De llamar al camarero por su nombre. De hacerlo repetidamente sobre todo.
Benton se limitó a mirarme.
—Bien, no pretendo criticarte —continué, y con ello no hice sino empeorar las cosas—. Sólo te lo digo como amiga, porque nadie más te lo diría, pero tienes que saberlo. Una amistad debe basarse en la sinceridad, ¿no? Una amistad auténtica, me refiero.
—¿Has terminado? —preguntó él.
—Sí —respondí con una sonrisa forzada.
—Entonces, ¿vas a decirme qué es lo que realmente te preocupa, o tendré que adivinarlo por las bravas?
—No me pasa absolutamente nada —repliqué, y rompí a llorar.
—Dios santo, Kay...
Él me ofreció su servilleta.
—Tengo la mía —respondí. Me enjugué las lágrimas.
—Es por lo de la otra noche, ¿verdad?
—Tal vez deberías concretar a qué otra noche te refieres. Puede que esas «otras noches» sean una costumbre tuya.
Wesley intentó contener la risa, pero no lo consiguió. Durante unos minutos ninguno de los dos pudo hablar; él a causa de las carcajadas, y yo indecisa entre risas y lágrimas.
Stan, el camarero, apareció con las bebidas. Yo di varios sorbos a la mía antes de pronunciar otra palabra.
—Mira, Benton —dije por último—. Lo siento, pero estoy cansada; tengo entre manos un caso espantoso, Marino y yo no nos llevamos bien y Lucy se ha metido en líos.
—Todo eso bastaría para hacer llorar a cualquiera —asintió Wesley.
Por su tono de voz percibí que le fastidiaba no haber sido mencionado en mi lista de quejas. Su irritación me causó un placer perverso.
—Y, en efecto, me preocupa lo sucedido en Carolina del Norte —añadí.
—¿Lo lamentas?
—¿Qué más da que te diga que sí o que no?
—A mí me serviría de mucho que respondieras que no.
—Pues no puedo responder eso —declaré.
—Entonces lo lamentas.
—No digo que lo lamente.
—Entonces no lo lamentas.
—Maldita sea, Benton, déjalo ya.
—No pienso hacerlo —replicó él—. Yo también estaba allí.
—¿Cómo dices? —pregunté, desconcertada.
—Estaba allí aquella noche. ¿Lo recuerdas? Mejor dicho, era ya de madrugada. Lo que hicimos, lo hicimos los dos. Yo también estaba. Tú no fuiste la única persona allí presente que tuvo que reflexionar sobre el asunto durante días. ¿Por qué no me preguntas a mí si lo lamento?
—No —dije—. El que está casado eres tú.
—Si yo cometí adulterio, tú también. Se necesitan dos para cometerlo —insistió.
—El avión sale dentro de una hora. Tengo que marcharme.
—Deberías haberlo pensado antes de iniciar esta conversación. No puedes dejarme plantado en mitad de una cosa así.
—Desde luego que puedo.
—¿Kay?
Clavó la mirada en mis ojos. Bajó el tono de voz. Alargó la mano sobre la mesa y asió la mía entre sus dedos.
Tomé una habitación en el Willard para pasar la noche. Wesley y yo hablamos largo rato y aclaramos las cosas lo suficiente como para acceder conscientemente a repetir el mismo pecado.
La mañana siguiente, cuando salimos del ascensor al vestíbulo principal, nos mostramos muy comedidos y corteses uno con otro, como si acabáramos de conocernos pero tuviéramos mucho en común. Compartimos el taxi al Aeropuerto Nacional y el avión a Charlotte, donde pasé una hora con Lucy al teléfono.
—Sí —le aseguré—. Estoy buscando a alguien y, de hecho, la cosa ya está en marcha.
—Necesito actuar enseguida —exigió ella.
—Procura tener paciencia, por favor.
—No. Sé quién está haciéndome esto y voy a dar un paso al respecto.
—¿Quién? —pregunté, alarmada.
—Se sabrá cuando sea el momento.
—¿Quién te ha hecho qué? Te ruego que me expliques de qué estás hablando.
—Ahora mismo no puedo. Primero, debo hacer una cosa. ¿Cuándo vuelves?
—No lo sé. Te llamaré desde Asheville cuando tenga idea de qué está pasando.
—Entonces, ¿te importa si cojo tu coche?
—En absoluto.
—No vas a usarlo en un par de días por lo menos, ¿verdad?
—Creo que no. ¿Pero qué planes tienes? Yo me sentía cada vez más inquieta.
—Quizá necesite ir a Quantico y, si lo hago y paso la noche fuera, quiero estar segura de que no te dejo sin coche.
—No, no lo necesito —respondí—. Pero sé prudente, Lucy; eso es lo que me importa de verdad.
Wesley y yo tomamos un avión a hélice, demasiado ruidoso como para conversar durante el vuelo. Así pues, Ben-ton echó una cabezada mientras yo permanecía sentada tranquilamente con los ojos cerrados. El sol que entraba por la ventanilla me daba en el rostro y coloreaba de rojo el interior de mis párpados. Dejé que mis pensamientos vagaran libremente y me asaltaron imágenes salidas de rincones olvidados de mi mente. Vi a mi padre con el anillo de oro blanco que llevaba en la mano izquierda, donde debería haber lucido el aro de boda. El suyo lo había perdido en la playa y no se había podido permitir otro.
Mi padre no había asistido a la universidad y recordé que su anillo del instituto llevaba engastada una piedra roja que yo deseaba que fuese un rubí, porque éramos muy pobres e imaginaba que podíamos venderlo y llevar una vida mejor; y recordé también mi decepción cuando nos reveló por fin que el anillo no valía ni la gasolina necesaria para llegar a South
Miami. Hubo algo en su modo de decirlo que me indujo a pensar que, en realidad, tampoco había perdido el anillo de boda.
En efecto, lo había vendido cuando no supo a qué más recurrir, pero decírselo a mi madre la habría destrozado. Habían pasado muchos años desde la última vez que pensara en todo aquello y había llegado a convencerme de que mi madre aún tenía el anillo en alguna parte, a menos de que lo hubiera enterrado con él, como tal vez había hecho. No me acordaba de esto, porque sólo tenía doce años cuando murió mi padre.
En el ir y venir de mis recuerdos, vi escenas silenciosas de gente que, sencillamente, aparecía sin haber sido invitada. Resultaba muy extraño. Por ejemplo, no entendía a qué venía que la hermana Martha, mi maestra de tercer grado, apareciera de pronto escribiendo con la tiza en el encerado, o que una chica llamada Jennifer saliera por una puerta un día que el granizo rebotaba en el patio de la capilla como una infinidad de pequeñas canicas blancas.
Aquella gente de mi pasado se coló en mi conciencia y se desvaneció otra vez mientras permanecí en aquel estado, casi dormida, y pronto me inundó una desazón que me hizo advertir de nuevo la cercanía del brazo de Wesley. Nos estábamos rozando levemente. Cuando me concentré en el punto de contacto exacto entre los dos, capté el olor a lana de su chaqueta, que se calentaba al sol, e imaginé los dedos largos de unas manos elegantes que evocaban imágenes de pianos y de plumas estilográficas y de abombadas copas de brandy junto al fuego del hogar.
Creo que fue en aquel preciso instante cuando supe que me había enamorado de Benton Wesley. Y como había perdido a todos los hombres que amé antes que a él, no abrí los ojos hasta que la azafata nos pidió que colocáramos los asientos en posición vertical porque nos disponíamos a aterrizar.
—¿Viene alguien a recibirnos? —le pregunté a Benton, como si fuera lo único que me había rondado por la cabeza durante la hora que habíamos pasado en el aire.
Me contempló unos instantes. Tenía los ojos del color de la cerveza embotellada cuando le incidía la luz en cierto ángulo. Después, la sombra de unas profundas preocupaciones les devolvió el tono avellana salpicado de oro y, cuando sus pensamientos fueron más de lo que incluso él podía soportar, se limitó a apartar la mirada.
—Supongo que volvemos al Travel-Eze —fue mi siguiente comentario.
Él recogía ya su maletín y se desabrochaba el cinturón de seguridad, antes de que recibiéramos la indicación de que podíamos hacerlo. La azafata fingió no advertirlo, quizá porque Wesley emitía sus propias indicaciones, unas señales no verbales que causaban una ligera prevención en la mayoría de la gente.
—En Charlotte estuviste hablando con Lucy mucho rato
—apuntó.
—Sí.
El avión rodó por la pista y pasó ante un indicador de viento que aquel día permanecía completamente lacio.
—¿Y bien?
Sus ojos se llenaron de luz otra vez cuando el aparato maniobró hasta poner proa al sol.
—Y bien, Lucy cree saber quién está detrás de lo sucedido.
—¿Qué significa «quién está detrás»? —inquinó él con expresión ceñuda.
—Me parece que está muy claro —respondí—. Y si para alguien no lo está, será porque da por sentado que no hay nadie detrás de nada y que la chica es culpable.
—Escucha, Kay, las máquinas registraron la huella dactilar del pulgar de Lucy a las tres de la madrugada.
—De eso no hay duda.
—Y tampoco hay duda de que esa huella no habría quedado registrada sin que su pulgar estuviera allí físicamente, sin que su mano, su brazo y el resto de su cuerpo estuvieran allí físicamente a la hora que indica el ordenador.
—Sé perfectamente hacia dónde señalan los indicios
—afirmé.
Wesley se puso las gafas de sol y nos levantamos del asiento.
—Y yo sólo te lo recuerdo, por si acaso —me murmuró al oído mientras avanzábamos por el pasillo del avión.
Podríamos habernos trasladado del Travel-Eze a otro alojamiento más lujoso en Asheville, pero tan pronto nos reunimos con Marino en el restaurante Coach House, que tenía fama por unas razones que no quedaban del todo claras, nadie prestó más atención a dónde dormiríamos.
Cuando el agente de Black Mountain que nos había recogido en el aeropuerto nos dejó en el aparcamiento del restaurante y se alejó silenciosamente, me asaltó una sensación extraña. Marino tenía su Chevrolet último modelo cerca de la puerta y él estaba dentro del local, a solas en una mesa de un rincón, frente a la caja, como procura hacer cualquiera que haya tenido algún roce con la ley.