La granja de cuerpos (21 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—¿Qué tal el viaje? —me preguntó.

—Sumando el tiempo que se pierde en ir y venir de los aeropuertos, se tarda lo mismo en avión que en coche.

—¿Has venido en avión?

Benton abrió la puerta del vestíbulo y me cedió el paso.

—Le he dejado el coche a Lucy —expliqué.

Se quitó las gafas de sol y tramitó sendos pases de visitante.

—¿Conoces a Jack Cartwright, el director del Laboratorio Criminal?

—Nos hemos saludado alguna vez.

—Vamos a su despacho para trasmitirle unas instrucciones breves y sucias —comentó Wesley—. Después, quiero llevarte a cierto lugar.

—¿Qué lugar es ése?

—Uno al que es difícil acceder.

—Benton, si sigues con tus respuestas crípticas no tendré más remedio que desquitarme hablando en latín.

—Y ya sabes cuánto me desagrada que lo hagas.

Introdujimos los pases de visitante en un torno y seguimos un largo pasillo hasta un ascensor. Cada vez que entraba en aquel edificio me asaltaba el recuerdo de lo poco que me gustaba el lugar. Allí, la gente rara vez cruzaba conmigo una mirada o una sonrisa y daba la impresión de que todos y todo se ocultaban tras varios tonos de blanco y de gris. Pasillos interminables conectaban un laberinto de laboratorios en el que me perdía siempre que me dejaban sola y en el que, peor aún, parecía que la gente que trabajaba allí tampoco sabía orientarse.

Jack Cartwright tenía un despacho con vistas al exterior. El sol que irrumpía por las ventanas me recordó los días espléndidos que me había perdido mientras me rompía los cuernos trabajando.

—Benton, Kay, buenas tardes —Cartwright nos estrechó la mano—. Siéntense, por favor. Éstos son George Kilby y Seth Richards, del laboratorio. ¿Se conocen ustedes?

—No. Encantada —dije a los dos hombres. Kilby y Richards eran jóvenes, vestían con sobriedad y tenían una expresión seria.

—¿Alguien quiere café?

Dijimos que no. Cartwright parecía impaciente por ir al grano. Era un hombre atractivo, cuyo formidable escritorio daba testimonio de cómo le gustaba que se hicieran las cosas. Cada documento, cada sobre y cada mensaje telefónico ocupaba su debido lugar y encima del cuaderno de notas había una vieja estilográfica Parker de plata que sólo utilizaría un purista. Observé que tenía plantas en las ventanas y fotografías de su esposa y de sus hijas en las repisas. En el exterior, el sol arrancaba destellos de los parabrisas de los coches que avanzaban en apretados rebaños y los vendedores voceaban su ofertas de camisetas, helados y bebidas.

—Hemos trabajado en el caso Steiner —empezó a decir Cartwright— y hasta el momento tenemos varios resultados de interés. Comenzaré por lo que, probablemente, sea lo más importante: el análisis de la piel encontrada en el congelador.

»Aunque todavía no hemos terminado las pruebas del ADN, ya podemos certificar que se trata de tejido humano, del grupo sanguíneo O positivo. Como sin duda sabrán, la víctima, Emily Steiner, tenía ese grupo sanguíneo. Y el tamaño y la forma del tejido se corresponden con las heridas del cuerpo.

—Dígame —intervine, dispuesta a tomar notas—, ¿han podido determinar qué clase de instrumento cortante se utilizó para extirpar el tejido?

—Un instrumento puntiagudo con la hoja afilada sólo por un lado.

—Eso abarca casi cualquier clase de cuchillo —murmuró Wesley.

Cartwright continuó su exposición:

—Se aprecia el lugar donde la punta del instrumento abrió la piel cuando el agresor empezó a cortar, de modo que estamos hablando de un cuchillo puntiagudo y afilado solamente por una cara de la hoja. No podemos concretar más. Y, por cierto —miró a Wesley—, no hemos encontrado sangre humana en ninguno de los que nos ha enviado. Los cuchillos de la casa de Ferguson, me refiero.

Wesley asintió y continuó escuchando con aire impávido.

—Muy bien, pasemos a las pistas físicas encontradas —continuó Cartwright—. Es aquí donde las cosas empiezan a ponerse interesantes. Tenemos ciertos materiales microscópicos inusuales procedentes del cuerpo y de los cabellos de Emily

Steiner, y también de las suelas de sus zapatos. Hemos descubierto varias fibras acrílicas azules que concuerdan con la manta de su cama y otras fibras de algodón verdes que coinciden con las de la chaqueta de pana verde que llevaba la niña en la reunión del grupo de juventud en la iglesia.

»También hay otras fibras de lana de procedencia desconocida. Además, encontramos ácaros del polvo que podrían proceder de cualquier parte. Pero lo que no puede proceder de cualquier parte es esto.

Cartwright se dio la vuelta en el asiento y conectó una pantalla de vídeo colocada en el aparador que tenía a su espalda. La pantalla se llenó con cuatro secciones distintas de cierto tipo de material celular que sugería la estructura de un panal, salvo que en este caso tenía unas zonas peculiares teñidas de ámbar.

—Lo que ven aquí —nos explicó Cartwright— son secciones de tejido de una planta llamada
Sambucus simpsonii
, un simple arbusto leñoso propio de las llanuras costeras y zonas lacustres del sur de Florida. Lo fascinante son esos puntos oscuros de ahí-señaló las zonas teñidas. Después, se volvió hacia uno de los jóvenes científicos—: George, esto es competencia suya.

George Kilby se aproximó a nosotros y se sumó a la conversación.

—Lo que ven ahí son sacos de tanino. Aquí, en esta sección radial, se pueden observar especialmente bien.

—¿Qué es un saco de tanino, exactamente? —quiso saber Wesley.

—Es un vaso que transporta material arriba y abajo del tallo de la planta.

—¿Qué clase de material?

—Normalmente, productos de desecho que resultan de la actividad celular. Y, para más información, lo que ven ahí es la médula. Esa es la parte de la planta que contiene esos sacos de tanino.

—Así, ¿dice usted que el indicio físico de este caso es la médula de un arbusto? —intervine.

El agente especial George Kirby asintió con la cabeza.

—Exacto. Su nombre comercial es «pulpa» aunque, técnicamente, no existe, no es tal cosa.

—¿Para qué se utiliza esa pulpa? —preguntó Wesley. Fue Cartwright quien respondió:

—Antes solía emplearse para retener pequeñas piezas mecánicas o de joyería. Por ejemplo, un joyero la usaría como alfombrilla sobre la cual depositar un brillante y una pieza de reloj para evitar que rodara de la mesa o que él mismo la barriese inadvertidamente con la manga. Pero hoy, casi todo el mundo utiliza espuma de estireno.

—¿Había muchos residuos de esa sustancia en el cuerpo?

—pregunté.

—Una cantidad considerable, en efecto; sobre todo en las zonas ensangrentadas. Es en éstas donde hemos localizado la mayor parte de los residuos.

—Si alguien buscara «pulpa» de ésa —intervino Wesley—, ¿dónde la encontraría?

—Si quiere cortar los arbustos personalmente, en la zona de los Everglades —respondió Kilby—. Pero también puede comprarla.

—¿A quién?

—Conozco una empresa que la prepara en Silver Springs, Maryland.

Wesley se volvió hacia mí y apuntó:

—Supongo que tendremos que averiguar quién repara joyas en Black Mountain.

—Me sorprendería que hubiera algún joyero en el pueblo

—fue mi respuesta.

—Además de los restos físicos ya mencionados —continuó Cartwright—, hemos encontrado fragmentos microscópicos de insectos como escarabajos, grillos y cucarachas; nada fuera de lo común, en realidad. Y algunas escamas de pintura blanca y negra, ninguna de ellas de automóvil. Además, la víctima tenía serrín en los cabellos.

—¿De qué clase de madera? —pregunté.

—Sobre todo de nogal, pero también hemos identificado restos de caoba —Cartwright se volvió hacia Wesley, que estaba mirando por la ventana—. La piel que encontraron en el congelador no presentaba nada de esto; en cambio, las heridas, sí.

—¿Insinúa que las heridas le fueron infligidas antes de que el cuerpo entrara en contacto con el lugar en el que se le adhirieron esos restos, fuera el que fuese? —dijo Wesley.

—Puedes darlo por seguro —intervine yo—. Pero quien extirpó los fragmentos de piel y los guardó tal vez los lavó. Estarían ensangrentados.

—¿Qué me dice del interior de un vehículo? —continuó Wesley—. ¿De un camión, por ejemplo?

—Es una posibilidad —murmuró Kilby.

Comprendí enseguida por dónde iban los pensamientos de Wesley. Gault había matado al pequeño Eddie Heath dentro de una furgoneta usada y desvencijada que había aparecido rebosante de una gama variadísima de indicios y vestigios. En pocas palabras, a Gault, el hijo psicópata de un acaudalado propietario de plantaciones de pacana en Georgia, le producía un intenso placer el hecho de dejar tras de sí indicios que parecían no llevar a ninguna parte.

—Respecto a la cinta adhesiva anaranjada —Cartwright mencionó de nuevo el tema—, ¿acierto si digo que todavía ha de aparecer un rollo de ella?

—No hemos encontrado nada parecido —le confirmó Wesley.

El agente especial Richards repasó las páginas de anotaciones mientras Cartwright le decía:

—Bien, sigamos con ello, porque tengo la opinión personal de que va a ser lo más importante que tenemos en este caso.

Richards empezó a hablar con entusiasmo, pues, como todos los científicos forenses devotos que he conocido, era un apasionado de su especialidad. El catálogo de referencia del FBI sobre cintas adhesivas contenía más de cien tipos y exponía sus características, a fin de facilitar su identificación cuando se había utilizado una de tales cintas en la comisión de un delito. De hecho, el uso malévolo de este material era tan frecuente que, con franqueza, cuando entraba en una ferretería u otra tienda similar no podía pasar ante los rollos de cinta sin que mis pensamientos domésticos quedaran borrados por el recuerdo de otras escenas espantosas.

En el curso de mi carrera había tenido que recoger fragmentos de cuerpos de gente reventada por bombas que fueron envueltas en cinta adhesiva. Había tenido que despegarla de las víctimas atadas de asesinos sádicos y de los cuerpos lastrados con adoquines y arrojados a ríos y lagos. No podía contar las veces que la había arrancado de la boca de gente a la que se impidió gritar hasta después de conducida a mi depósito de cadáveres. Porque sólo allí podía el cuerpo «hablar» libremente. Sólo allí encontraba a alguien que se preocupaba por cada una de las cosas terribles que le habían hecho.

—No había visto nunca una cinta como ésa —oí comentar a Richards—. Y, a la vista de sus características, también puedo decir con seguridad que quien la compró no la encontró en una tienda.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —quiso saber Wesley.

—Esta es de calidad industrial, con sesenta y dos hilos de trama y cincuenta y seis de urdimbre, frente a la cinta económica habitual, de veinte/diez, que uno puede encontrar en Wallmart o en Safeway por un par de dólares. La cinta industrial puede costar hasta diez dólares el rollo.

—¿Sabe dónde se fabricó? —pregunté.

—Es un producto de Shuford Mills, en Hickory, Carolina del Norte. Uno de los mayores fabricantes de cinta adhesiva del país. Su marca más conocida es Shurtape.

—Hickory está a menos de cien kilómetros de Black Mountain —apunté.

—¿Ha hablado con alguien de esa empresa? —preguntó Wesley a Richards.

—Sí. Aún están buscando más información, pero ya sabemos algunas cosas. Esta cinta es una especialidad que Shuford Mills fabricó para un único cliente privado especial a final de los años ochenta.

—¿Qué es un cliente privado especial? —quise saber.

—Alguien que quiere una cinta especial y hace un pedido mínimo de, pongamos, quinientas cajas. Así pues, puede haber por ahí cientos de cintas especiales que nunca veremos, a menos que aparezcan como la que ahora nos interesa.

—¿Puede ponerme algún ejemplo de qué clase de persona diseñaría su propia cinta adhesiva? —insistí.

—Sé que algunos pilotos de carreras de coches trucados lo hacen —contestó Richards—. Por ejemplo, Richard Petty ha hecho una para su equipo en rojo y azul, mientras que la de Daryl Waltrip es amarilla. Unos años atrás, hubo un contratista que estaba harto de que sus trabajadores se llevaran a casa los costosos rollos de cinta; acudió a Shuford Mills y encargó que le fabricaran una de color púrpura brillante. Ya entienden, uno utiliza cinta adhesiva púrpura brillante para reparar algo en la casa o para tapar un escape en la piscina de plástico de los niños, y queda muy claro que la ha robado.

—¿Podría ser éste el motivo de que sea de ese color anaranjado fosforescente? ¿Evitar que los operarios se la llevaran?

—Es posible —respondió Richards a mis palabras—. Y, por cierto, también está tratada para retardar la combustión.

—¿Es eso algo inhabitual? —preguntó Wesley.

—Muchísimo. Pero el tratamiento para retardar la combustión sólo lo relaciono con aviones o con submarinos, y ni unos ni otros necesitan una cinta adhesiva que tenga ese color anaranjado fosforescente. En cualquier caso, no se me ocurre para qué.

—¿Y quién necesitaría una cinta adhesiva de este color? —dije yo.

—Ésa es la pregunta del millón de dólares —intervino Cartwright—. Cuando pienso en anaranjado fosforescente, sólo me vienen a la memoria los conos de tráfico.

—Volvamos al asesino en el momento de inmovilizar a la señora Steiner y a su hija con la cinta adhesiva —apuntó Wesley—. ¿Qué más nos puede decir de la mecánica de ese aspecto?

—Hemos encontrado indicios de lo que parece barniz de muebles en algunos tramos del borde de la cinta —informó Richard—. Además, la secuencia con que la cinta fue arrancada del rollo no concuerda con la secuencia en que fue aplicada a las muñecas y a los tobillos de la madre. Con ello me refiero a que el asaltante cortó el número de segmentos de cinta que calculó que necesitaría y, probablemente, los colgó por un extremo en el borde de algún mueble de la habitación. Cuando empezó a atar a la señora Steiner, la cinta ya estaba preparada y a punto para que el individuo la utilizara, fragmento a fragmento.

—Pero no los cogió por orden —apuntó Wesley.

—Eso es. Los he numerado según la secuencia en que fueron utilizados para inmovilizar a la madre y a la niña. ¿Quieren verlo?

Respondimos que sí.

Wesley y yo pasamos el resto de la tarde en la unidad de Análisis de Materiales, con sus cromatógrafos de gases, espectrómetros de masas, calorímetros de registro diferencial y otros instrumentos intimidadores destinados a determinar la composición y el punto de fusión de los materiales. Permanecí junto a un detector de explosivos portátil mientras Richard continuaba hablando de la extraña cinta adhesiva utilizada para atar a Emily y a su madre.

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