La granja de cuerpos (23 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Al entrar nosotros no se levantó; se limitó a observarnos con frialdad mientras agitaba un vaso de té helado. Tuve la extraña sensación de que Marino, aquel Marino con el que yo había trabajado durante años, el hombre honrado y criado en la calle que aborrecía los potentados y el protocolo, nos estaba concediendo una audiencia. La fría cautela de Wesley me dijo que él también notaba que algo no encajaba. Para empezar, no había duda de que el traje oscuro de Marino era recién estrenado.

—Pete —murmuró Wesley, y tomó asiento.

—Hola —dije yo, imitándole.

—Aquí sirven un pollo frito de primera —comentó Marino sin mirar a ninguno de los dos—. También tienen ensalada del chef, si no les apetece algo tan contundente —añadió, al parecer en consideración a mí.

La camarera sirvió el agua, repartió la carta y recitó los platos especiales sin dar tiempo a que nadie pronunciara una palabra más. Cuando se marchó con nuestro apático pedido, la tensión en la mesa era casi insoportable. Wesley rompió el silencio:

—Tenemos mucha información forense que le resultará interesante, creo. Pero antes, ¿por qué no nos cuenta qué ha averiguado, Pete?

Marino, que parecía más desdichado que nunca, alargó la mano para coger el vaso de té helado pero lo volvió a dejar sobre la mesa sin habérselo llevado a los labios. Se palpó los bolsillos en busca del tabaco hasta que vio el paquete delante suyo. Encendió un cigarrillo y, sin hablar, aspiró unas bocanadas. Temí que evitara dirigirnos la mirada. Estaba tan distante que era como si no nos conociera; y cada vez que había observado aquello en alguno de mis compañeros, había sabido lo que significaba. Marino tenía problemas y había cerrado las ventanas que se abrían a su alma porque no quería que viéramos lo que había dentro.

—Lo más destacado que sucede en estos momentos —empezó a explicar tras exhalar el humo y sacudir la ceniza del cigarrillo con gesto nervioso— es el asunto del conserje de la escuela de Emily Steiner. El tipo se llama Creed Lindsey, es blanco, treinta y cuatro años. Trabaja en la escuela elemental desde hace tres años.

«Anteriormente fue conserje de la biblioteca pública de Black Mountain y, antes de eso, tuvo el mismo empleo en la escuela elemental de Weaverville. Y puedo añadir que en esa escuela de Weaverville, durante la época en que ese individuo estuvo allí, se produjo un incidente en que un vehículo arrolló a un niño de diez años y se dio a la fuga. Se sospechó que Lindsey estaba implicado...

—Un momento —le interrumpió Wesley.

—¿Atropello y fuga? —intervine yo—. ¿Qué significa eso de que se sospechó de él?

—Esperen —insistió Wesley—. Esperen, esperen, esperen. ¿Ha hablado con el tal Creed Lindsey? —preguntó a Marino, quien sostuvo fugazmente su mirada.

—A eso quería llegar. El tipo ha desaparecido. Tan pronto se enteró de que queríamos hablar con él (y que me maten si sé quién abrió la bocaza, pero alguien lo hizo), se largó. No ha aparecido por el trabajo y tampoco ha vuelto a acercarse a su cubil.

Encendió otro cigarrillo. Cuando la camarera acudió con otro vaso de té, la saludó con una ligera inclinación de cabeza como si fuera un cliente habitual y acostumbrara dejar buenas propinas.

—Hábleme de ese accidente de tráfico —insistí.

—En noviembre de hace tres años, un chico que iba en su bicicleta fue arrollado por un imbécil que invadió el carril contrario a la salida de una curva. El chico, de diez años, llegó muerto al hospital y lo único que sacó en claro la policía fue que se había visto una furgoneta blanca circulando a toda velocidad por la zona hacia la hora en que se produjo el accidente. Eso, y unos restos de pintura blanca en los pantalones del pequeño.

»Pues bien, Creed Lindsey tenía una vieja furgoneta blanca, una Ford. También era sabido que frecuentaba la carretera donde tuvo lugar el accidente y que solía darle a la botella en abundancia el día de paga, Y precisamente uno de tales días de paga coincidía con la fecha en que resultó muerto el niño.

Los ojos de Marino no permanecieron quietos un solo instante mientras seguía hablando. Wesley y yo nos impacientábamos.

—De modo que la policía decide interrogarlo y, cuando va a buscarlo, ¡oh!, ha desaparecido —continuó él—. No vuelve por la zona en tres malditas semanas y, cuando aparece, dice que ha estado de visita en casa de un pariente enfermo o alguna mentira por el estilo. Para entonces, la jodida furgoneta ya es más azul que un huevo de tordo. Todo el mundo sabe que fue ese cabrón quien lo hizo, pero no hay pruebas.

—Está bien —El tono de voz de Wesley era una orden a Marino para que callara—. Todo eso es muy interesante y es posible que el conserje estuviera implicado en ese accidente, ¿pero dónde quiere ir a parar con ello?

—Pensaba que era evidente...

—Pues no lo es, Pete. Ayúdeme a aclararme.

—A Lindsey le gustan los niños, así de sencillo. Siempre busca trabajos que lo pongan en contacto con ellos.

—Yo diría que lo hace porque no sirve para otra cosa que para fregar suelos.

—No. Eso podría hacerlo en la tienda de comestibles, en el hogar de ancianos o en cualquier otro sitio, pero siempre trabaja en lugares llenos de niños.

—Está bien, digamos que es así. El tipo friega suelos en lugares frecuentados por niños. ¿Qué más?

Wesley estudió a Marino, quien, era evidente, tenía una teoría de la que no habría forma de apearlo.

—Entonces, hace tres años, mata a su primer niño... y que quede muy claro que no estoy diciendo en modo alguno que lo hiciera adrede. Pero lo hace, y miente, y es culpable sin excusa y se vuelve completamente neurótico a causa del terrible secreto que guarda. Y así es como empiezan a dispararse otras cosas...

—¿Otras cosas? —preguntó Wesley con tacto—. ¿Qué otras cosas, Pete?

—El tipo se siente culpable ante los niños. Los ve cada maldito día y tiene ganas de abrirse, de ser perdonado, de ser aceptado..., no sé. De borrar lo sucedido, maldita sea.

»Pero a continuación pierde la cabeza y se fija en esa chiquilla. Le inspira sentimientos tiernos y desea su compañía. Quizá se cruza con ella aquella tarde, cuando vuelve de la iglesia. Quizás incluso habla con ella. Pero, diablos, no le resulta complicado averiguar dónde vive; es un pueblo pequeño.

Marino hizo una breve pausa, tomó un sorbo de té y encendió otro cigarrillo antes de continuar:

—Ahora, el tipo está en la casa. Secuestra a la niña porque, si puede tenerla con él un rato, le demostrará que es bueno, que nunca tuvo intención de causar daño a nadie. Quiere que la niña sea su amiga. Desea ser querido porque, si ella le quiere, quedará perdonada esa cosa terrible que hizo. Pero no todo sale como él había previsto. La niña no colabora. Está aterrorizada. Y el final es que, cuando ve que la realidad no encaja con su fantasía, se le cruzan los cables y la mata. Y ahora, maldita sea, resulta que ha vuelto a hacerlo. Ya son dos los niños que ha matado.

Wesley empezó a decir algo, pero ya llegaba la cena en una gran bandeja marrón. La camarera, una mujer madura de piernas gruesas y cansadas, se disponía a servirnos.

La observé afanarse en que todo fuera del gusto del forastero importante que lucía el traje nuevo azul marino. La mujer se deshizo en «sí, señores» y se mostró muy complacida cuando le agradecí la ensalada, que no tenía pensado comer. Había perdido el poco apetito que pudiera tener antes de que llegáramos al Coach House. La fama del local, estaba segura, era bien merecida, pero me sentía incapaz de mirar las tiras de jamón, pavo y queso cheddar en juliana y, sobre todo, las rodajas de huevo cocido. A decir verdad, sentía náuseas.

—¿Querrán algo más?

—No, gracias.

—Esto tiene un aspecto excelente, Dot. ¿Le importaría traer un poco más de mantequilla?

—Enseguida la traigo, señor. Y usted, señora, ¿quiere un poco más de almo en la ensalada?

—No, gracias. Así está perfecta.

—Vaya, gracias. Son ustedes muy amables y apreciamos mucho su visita. ¿Saben?, tenemos buffet abierto todos los domingos después de la función en la iglesia.

—Lo recordaremos —respondió Wesley con una sonrisa.

Decidí dejarle al menos cinco dólares de propina, aunque sólo fuera para que me perdonase por no haber tocado la comida.

Wesley buscaba qué responder a Marino y me di cuenta de que nunca había presenciado una escena semejante entre ellos.

—Tengo la impresión de que ha abandonado por completo su teoría inicial —apuntó Wesley.

—¿Qué teoría? —Marino intentó atacar su comida con el tenedor, pero optó por alargar la mano y coger primero la pimienta.

—La de Temple Gault. Parece que ya no le tiene en cuenta.

—Yo no he dicho eso.

—Marino —intervine—, ¿a qué viene esa historia del chico arrollado y la furgoneta que se dio a la fuga?

Antes de responder, él levantó la mano e hizo una seña a la camarera.

—Dot, creo que voy a necesitar un cuchillo más afilado —Se volvió hacia mí y dijo—: El incidente es importante porque el tipo tiene un historial violento. La gente del pueblo le ha echado el ojo por eso y porque le prestaba mucha atención a Emily Steiner. Yo, lo único que hago es ponerles en antecedentes de lo que sucede.

—¿Como explicaría con esta teoría la piel humana del congelador de Ferguson? —pregunté—. Y, por cierto, el grupo sanguíneo de esa piel es el mismo que el de Emily. Todavía esperamos los resultados del análisis del ADN.

—No explicaría una mierda.

Dot regresó con un cuchillo de sierra. Marino le dio las gracias y procedió a serrar la carne que había en su plato. Wesley mordisqueó su lenguado a la parrilla y lo contempló durante largos intervalos mientras su colega hablaba.

—Miren, por lo que sabemos, lo de esa niña fue cosa de Ferguson. Y, desde luego, no podemos descartar la posibilidad de que Gault esté en el pueblo, ni digo que lo hagamos.

—¿Qué más sabemos de Ferguson? —le preguntó Wesley—. ¿Y está usted al corriente de que la huella encontrada en las bragas que llevaba pertenece a Denesa Steiner?

—Eso se explica porque las bragas fueron robadas de la casa la noche que esa sabandija se llevó a la niña. Si recuerda, la madre dijo que, mientras estaba en el armario, le pareció oír que el hombre revolvía los cajones y que, después, sospechó que se había llevado algo.

—Eso y la piel del frigorífico me llevan a pensar muy mal del tipo, desde luego —asintió Wesley—. ¿Existe alguna posibilidad de que tuviera contacto con Emily anteriormente?

—Desde luego, dada su profesión —intervine yo—, tenía información sobre esos casos de Virginia, sobre Eddie Heath. Quizás intentó hacer que la muerte de la niña recordara otros sucesos. O puede que extrajese la idea de lo que sucedió allí...

—Ferguson era un bicho raro —apuntó Marino mientras cortaba otro pedazo de carne,— eso se lo puedo asegurar. Pero por aquí nadie parece saber casi nada.

—¿Cuánto tiempo trabajó para la oficina estatal de investigación? —pregunté.

—Hará diez años. Antes fue patrullero y antes aún sirvió en el ejército.

—¿Estaba divorciado? —preguntó Wesley.

—¿No lo está todo el mundo?

—Casi.

—Dos veces. Tenía una ex esposa en Tennessee y otra en Enka. Tres hijos mayores y repartidos por el país.

—¿Qué cuenta la familia acerca de él? —quise saber.

—No llevo aquí seis meses, ¿sabe? —Marino agarró de nuevo la pimienta—. Sólo puedo hablar con un número limitado de personas en un día, y eso siempre que tenga la suerte de ponerme en contacto con ellas al primer o segundo intento. Y visto que ninguno de los dos ha estado por aquí y que me han cargado a mí con todo el asunto, espero que no se lo tomen como una cuestión personal si digo que un día no tiene tantas horas, maldita sea.

—Lo comprendemos, Pete —le aseguró Wesley en su tono de voz más razonable—. Por eso hemos venido. Sabemos muy bien que es preciso hacer un montón de investigaciones. Más incluso, quizá, de lo que yo había pensado en principio, porque no hay nada que encaje como es debido. Me da la impresión de que este caso va en tres direcciones distintas, por lo menos, y no encuentro demasiadas conexiones. Lo único que sé es que Ferguson es el principal sospechoso, indiscutiblemente. Tenemos pruebas forenses que lo señalan: la piel del congelador, la ropa interior de Denesa Steiner...

—Aquí hacen un buen pastel de cerezas —anunció Marino mientras buscaba con la mirada a la camarera.

La mujer estaba junto a la puerta de la cocina y le miraba a su vez directamente, esperando la menor indicación.

—¿Cuántas veces ha comido en este restaurante? —le pregunté.

Marino levantó la voz cuando la camarera, siempre atenta a él, se aproximaba.

—Tengo que hacerlo en alguna parte, ¿no es cierto, Dot? Wesley y yo pedimos sendos cafés.

—Vaya, querida, ¿no le ha gustado la ensalada? —me preguntó la mujer con sincera zozobra.

—No, no es eso. Estaba muy buena —le aseguré—. Es que no tengo tanta hambre como había creído.

—¿Quiere que se la envuelva para llevársela?

—No, gracias.

Cuando la camarera se alejó, Wesley continuó contando a Marino lo que sabía sobre los hallazgos forenses. Hablamos un rato de la «puepa» y de la cinta adhesiva, y cuando por fin apareció el pastel de cereza y Marino hubo dado cuenta de él y encendido otro cigarrillo, la conversación ya había perdido todo su fuelle. Marino no tenía más idea que nosotros respecto de adonde nos llevaban la cinta adhesiva anaranjada de combustión retardada o la médula de madera.

—Maldita sea —repitió—. Todo esto es de lo más extraño. No he encontrado un jodido indicio que encaje con ninguna de esas cosas.

—Bien —dijo Wesley, cuya atención ya empezaba a decaer—, la cinta es tan poco corriente que alguien de por aquí tiene que haberla visto alguna vez. Si procede de esta zona. Y, si no es así, espero que demos con su pista.

Echó la silla hacia atrás. Recogí la cuenta y murmuré:

—Yo me ocupo de esto.

—Aquí no aceptan la American Express —me previno Marino.

—Ahora son las dos menos diez —Wesley se puso en pie—. Quedemos en el hotel a las seis para elaborar un plan.

—No me gusta tener que recordarlo —le dije—, pero es un motel, no un hotel. Y en este momento ninguno de los dos tiene coche.

—Los dejaré en el Travel-Eze. Su coche ya debería esperarla allí, doctora. Y a usted, Wesley, también podemos encontrarle uno, si cree que lo necesitará —sugirió Marino, como si ya fuera el nuevo jefe de policía de Black Mountain, o quizás el alcalde.

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