La granja de cuerpos (26 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Cuando volví al motel, tomé un largo baño caliente y pensé en hacerme traer algo de comer, pero al estudiar la carta del servicio de habitaciones vi que no me apetecía nada y decidí dedicar un rato a leer. A las diez y media, el teléfono me despertó con un sobresalto.

—¿Diga?

—¿Kay? —Era Wesley—. Tengo que hablar contigo. Es muy importante.

—Voy a tu habitación.

Acudí de inmediato y llamé a la puerta.

—Soy Kay.

—Espera —le oí decir al otro lado. Unos instantes y se abrió la puerta. Su cara me confirmó que sucedía algo terrible. Entré.

—¿De qué se trata?

—Es Lucy.

Benton cerró la puerta y, por el estado del escritorio, deduje que había pasado casi toda la tarde al teléfono. Había notas esparcidas por todas partes, la corbata estaba sobre la cama y llevaba el cuello de la camisa abierto.

—Ha tenido un accidente.

—¿Qué? —Se me heló la sangre en las venas y me sentí incapaz de pensar. Benton deambuló de un sitio a otro, trastornado—. ¿Qué le ha pasado?

—Ha sucedido esta tarde, en la 95, justo al norte de Richmond. Parece que estuvo en Quantico y salió a cenar y luego emprendió el regreso. Cenó en The Outback, ya sabes, el local australiano. Sabemos que se detuvo en Hanover en la armería, la Green Top, y fue después de eso cuando tuvo el accidente.

No dejó de andar mientras hablaba.

—¿Pero qué le ha pasado?

—Está en el hospital. Fue serio, Kay.

—¡Oh, Dios mío!

—Al parecer, en la salida de Atlee/Elmont tomó mal la curva. Cuando encontraron tu documentación, la policía del estado llamó a tu despacho desde el lugar del suceso y el servicio encargó a Fielding que te buscara. Me ha llamado porque no quería ser él quien te diera la noticia por teléfono. Bueno, el asunto es que, como él también es médico forense, temía cuál sería tu primera reacción si empezaba a decirte que Lucy acababa de sufrir un accidente...

—¡Benton!

—Lo siento —Me puso las manos en los hombros—. ¡Señor!, no se me dan bien estas cosas, cuando se trata de... En fin, cuando se trata de ti. Lucy tiene algunos cortes y conmoción cerebral. Es un verdadero milagro que esté viva. El coche dio varias vueltas de campana. Tu coche. Siniestro total. Tuvieron que cortar la chapa para sacarla y se la llevaron en helicóptero. A decir verdad, por el aspecto del coche pensaron que no había supervivientes. Es absolutamente increíble que se haya salvado.

Cerré los ojos y me senté al borde de la cama.

—¿Había bebido? —pregunté.

—Sí.

—Bien, cuéntame el resto.

—La han acusado de conducir en estado de embriaguez. En el hospital le midieron la tasa de alcohol en sangre, y es alta. No estoy seguro de cuánto.

—¿Y nadie más ha resultado herido?

—No intervino ningún otro coche.

—Gracias a Dios.

Benton se sentó a mi lado y me frotó suavemente el cuello.

—Y es otro milagro que llegara hasta donde llegó sin más incidentes. Supongo que bebería mucho cuando salió a cenar —Me pasó el brazo por los hombros y me acercó a él—. Ya te he reservado plaza en un vuelo.

—¿Qué hacía Lucy en la Creen Top?

—Comprar un arma. Una Sig Sauer P230. La encontraron en el coche.

—Tengo que volver a Richmond ahora mismo.

—No hay nada hasta mañana temprano, Kay. Puedes esperar hasta entonces.

—Tengo frío —murmuré.

Se quitó la chaqueta y me la puso sobre los hombros. Empecé a tintar. El pánico que había sentido al ver la cara de Wesley y al notar la tensión de su voz me había devuelto a la noche en que me dio la noticia referente a Mark.

Desde el instante mismo en que oí la voz de Wesley al otro extremo de la línea, supe que tenía para mí una noticia muy mala; entonces empezó a explicarme lo de la bomba de Londres, que Mark estaba en la estación casualmente en el momento en que aquello había sucedido, algo que no tenía nada que ver con él, que no iba dirigido contra él, pero que Mark había muerto. El dolor fue como una agresión, me sacudió como una tormenta. Me dejó abatida como nunca me había sentido, ni siquiera al morir mi padre, cuando era joven, cuando mi madre lloraba y todo parecía perdido.

—Las cosas se arreglarán —dijo Wesley, que ahora me estaba preparando una copa.

—¿Qué más sabes?

—Nada más, Kay. Toma, esto te ayudará. La copa que me ofrecía era de whisky escocés puro. De haber habido algún cigarrillo en la habitación, me lo habría llevado a los labios y lo habría encendido; habría puesto fin a mi abstinencia y habría olvidado mi determinación sin vacilar.

—¿Sabes cómo se llama el médico que la atiende? Y esos cortes, ¿dónde están? ¿Funcionó el airbag del coche?

Benton empezó a darme masaje en el cuello otra vez y no respondió a mis preguntas porque había dejado claro que no sabía nada más.

—Iré por la mañana —me resigné a decir. Los dedos continuaron su movimiento por mi cuero cabelludo y la sensación fue maravillosa.

Con los ojos cerrados, empecé a relatar lo sucedido durante la tarde. Hablé de mi visita al teniente Mote en el hospital y de la gente de Rainbow Mountain, de la chica de acento enrevesado y de mi conversación con Creed, quién sabía que Emily Steiner no había tomado el atajo por la orilla del lago después de la reunión del grupo de juventud en la iglesia.

—Es una pena porque, mientras Creed me lo contaba, casi podía verlo —continué, pensando en el diario de la pequeña Steiner—. Emily esperaba encontrarse con Wren antes de la reunión, pero él no se presentó a la cita y después, probablemente, no le prestó la menor atención, de modo que la niña no esperó siquiera a que terminara la reunión y se marchó antes de que salieran los demás.

»Salió corriendo porque estaba dolida y humillada y no quería que nadie se diera cuenta. Creed pasó por casualidad en su camioneta, la vio y quiso asegurarse de que llegaba a casa sin novedad, pues la notó trastornada. Creed admiraba a Emily a distancia, igual que ella quería a distancia, platónicamente, a Wren. Y ahora está muerta, un asesinato horrible. Parece como si todo este asunto girase en torno a personas que quieren a otras y no son correspondidas. Y en torno a cómo se inflige y se trasmite el dolor.

—En realidad, el asesinato siempre gira en torno a eso.

—¿Dónde está Marino?

—No lo sé.

—Marino se equivoca de medio a medio en lo que hace. Y lo sabe perfectamente.

—Me parece que se ha liado con Denesa Steiner.

—Me consta que es así —asentí yo.

—Ya imagino cómo pudo suceder. Él se siente solo, no tiene suerte con las mujeres y, de hecho, ha vivido alejado de ellas desde que Doris le dejó. Denesa Steiner, destrozada y necesitada de compañía, apela a su herido ego masculino y...

—Según parece, esa mujer tiene mucho dinero.

—Sí.

—¿Cómo es eso? Yo creía que su difunto esposo daba clases en una escuela —apunté.

—Lo único que sé es que la familia de ella era muy rica.

Dinero del petróleo o algo así, en el oeste. Por cierto, Kay, vas a tener que comunicar los detalles de tu encuentro con Creed Lindsey. Lo que te ha contado no le favorece mucho... —Yo ya sabía aquello—. Imagino cómo te sientes —continuó Beatón—, pero ni siquiera yo estoy seguro de sentirme cómodo con lo que me has contado de él. Me llama la atención que siguiera a la niña en la camioneta y que apagase los faros; me llama la atención que supiese dónde vivía y que estuviera tan pendiente de ella en la escuela. Y me hace sospechar muchísimo el detalle de que visitara el lugar donde encontramos el cuerpo y de que dejara allí los caramelos.

—¿Y por qué, entonces, encontramos la piel en el congelador de Ferguson? ¿Cómo encaja Creed Lindsey en eso?

—Muy sencillo: la piel la puso allí Ferguson o lo hizo otro. Y no creo que fuera Ferguson.

—¿Por qué?

—No corresponde al perfil. Eso ya lo sabes, ¿no?

—¿Y Gault?

Wesley no respondió. Le miré, pues había aprendido a interpretar sus silencios.

—Te estás callando algo —dije.

—Hemos recibido una llamada de Londres. Creemos que ha vuelto a matar. Esta vez allí. Cerré los ojos.

—¡Dios santo, no!

—Un muchacho. Catorce años. Muerto en los últimos días.

—¿El mismo modus operandi que en el caso de Eddie Heath?

—Mordiscos extirpados. Un disparo en la cabeza. El cuerpo, a la vista. Se parece bastante.

—Eso no significa que Gault no estuviera en Black Mountain —sugerí mientras crecían mis dudas.

—En este momento no podemos afirmar lo contrario. Gault podría estar en cualquier parte. Pero dudo que nos las tengamos con él. Los casos de Eddie Heath y de Emily Steiner presentan muchos puntos en común, pero también muchas diferencias.

—Hay diferencias porque este caso es distinto —repliqué—. Y yo no creo que Creed Lindsey pusiera esas lonchas de piel en el frigorífico de Ferguson.

—Escucha, no sabemos por qué estaban allí. No sabemos si alguien lo depositó o no ante su puerta, o si Ferguson encontró o no el paquete en cuanto llegó a casa desde el aeropuerto. Lo guardó en el congelador del frigorífico, como haría todo buen investigador, pero no vivió lo suficiente como para contárselo a nadie.

—¿Insinúas que Creed esperó a que Ferguson llegara a casa y entonces se lo entregó o se lo envió?

—Lo que insinúo es que la policía va a considerarlo así.

—¿Por qué habría de hacer Creed algo semejante?

—Por remordimiento.

—Gault, en cambio, lo haría para burlarse de nosotros.

—Exactamente.

Guardé silencio unos instantes. Después insistí:

—Si Creed es el autor de todo esto, ¿cómo explicas la huella de Denesa Steiner en las bragas que vestía Ferguson?

—Si Ferguson era un fetichista que se ponía ropa de mujer para estimularse, quizá las robó. Mientras se ocupaba del caso de Emily, entraba y salía de su casa. Pudo llevarse las bragas sin ningún problema. Y ponerse algo de ella mientras se masturbaba excitó todavía más sus fantasías.

—¿De veras es eso lo que piensas?

—En realidad no sé qué pensar. Te estoy contando todo esto porque sé lo que va a pasar. Sé lo que pensará Marino. Creed Lindsey es sospechoso. De hecho, lo que ha declarado respecto a que siguió a Emily Steiner nos proporciona una excusa para registrar su casa y el vehículo. Si descubrimos algo, y si la señora Steiner piensa que él se parece al hombre que irrumpió en la casa aquella noche, o que su voz se lo recuerda, a Creed le va a caer la acusación de asesinato en primer grado.

—¿Qué hay de las pruebas forenses? —pregunté—. ¿Ha llegado algo más del laboratorio?

Wesley se levantó y se metió el faldón de la camisa en los pantalones mientras hablaba.

—Hemos seguido la pista de la cinta adhesiva hasta el penal correccional de Attica, en Nueva York. Al parecer, cierto administrador del penal se hartó de que desaparecieran los rollos y decidió hacer un pedido de una clase especial que fuera más incómoda de robar. Por eso escogió el color anaranjado fosforescente, que también era el de las ropas que llevaban los internos. Corno la cinta era utilizada dentro de la prisión para reparar cosas como colchones, por ejemplo, era imprescindible que tuviera cierto grado de resistencia al fuego. Shuford Mills fabricó un lote para aquel pedido, creo que unas ochocientas cajas, en 1986.

—Esto es muy extraño.

—En cuanto a los residuos que había en la parte adhesiva de los fragmentos de cinta utilizados para atar a Denesa Steiner, se trata de una laca que concuerda con la que recubría el tocador del dormitorio. Parece un descubrimiento lógico, ya que el hombre la inmovilizó en aquella habitación, de modo que el dato resulta relativamente inútil.

—Gault no estuvo encarcelado en Attica, ¿verdad? —pregunté.

Wesley se estaba ajustando la corbata ante el espejo.

—No, pero eso no excluye la posibilidad de que se hiciera con la cinta por otros medios. Podría habérsela dado alguien. Cuando la penitenciaría del estado estaba en Richmond, él trabó estrecha amistad con el guardián... con el mismo guardián al que después asesinaría. Supongo que merece la pena investigar si pudo ir a parar allí alguno de los rollos.

—¿Salimos a alguna parte? —quise saber, observando que él guardaba un pañuelo limpio en el bolsillo trasero del pantalón y la pistola en una funda colgada del cinturón.

—Te llevo a cenar.

—¿Y si no quiero ir?

—Querrás.

—Tanta seguridad en ti mismo resulta espantosa. Benton se inclinó y me besó mientras retiraba la chaqueta que había colocado sobre mis hombros.

—En este momento no quiero dejarte sola. Se puso la chaqueta y le encontré muy guapo, a la manera estricta y sombría tan propia de él.

Descubrimos un enorme establecimiento, parada de camioneros, brillantemente iluminado, donde ofrecían de todo, desde asados a la parrilla hasta un buffet chino. Tomé consomé con huevo y arroz al vapor, porque no me sentía muy bien. Diversos tipos con ropa de trabajo y botas daban cuenta de las costillas, el cerdo o las gambas bañados en espesas salsas de naranja que tenían en los platos, y nos miraban como si fuéramos extraterrestres. Mi galleta china de la suerte me previno sobre las amistades pasajeras, mientras que la de Wesley le aseguraba que se casaría.

Cuando regresamos al motel, poco después de medianoche, Marino estaba esperándonos. Le conté lo que había averiguado y no le gustó.

—Ojalá no hubiera usted subido ahí arriba —comentó mientras entrábamos en la habitación de Wesley—. No es lugar para que entreviste a nadie.

—Estoy autorizada a investigar plenamente cualquier muerte violenta y a hacer las preguntas que desee. Es ridículo que me venga con éstas, Marino. Usted y yo llevamos años trabajando juntos.

—Vamos, Pete, somos un equipo —intervino Wesley—. Eso es lo fundamental de la unidad. Por ello estamos aquí. Otra cosa: no lo tome a mal, pero no puedo consentirle que fume en mi habitación.

Marino guardó el paquete de cigarrillos y el encendedor en el bolsillo.

—Denesa me ha contado que Emily solía quejarse de Creed.

—¿La señora Steiner sabe que la policía lo está buscando? —preguntó Wesley.

—Ha salido del pueblo —respondió Pete con aire evasivo.

—¿Dónde está?

—Danesa tiene una hermana enferma en Maryland y se ha marchado a cuidarla unos días. Lo que sé es que Creed le daba grima a la niña.

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