Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—Sí. ¿De dónde llama usted?
Le di las gracias, colgué y empecé a deambular por la habitación. Ella había estado en Richmond. ¿Para qué? ¿Para ver dónde vivía yo? ¿Habría pasado en su coche por delante de mi casa?
Me abstraje un instante contemplando la tarde esplendorosa: parecía como si el cielo azul y despejado y los colores intensos de las hojas proclamaran que nada tan nefasto podía suceder. Ningún poder oscuro actuaba en el mundo, y nada de cuanto yo estaba descubriendo era real. Pero siempre me acometía la misma incredulidad cuando el tiempo era espléndido, cuando caía la nieve o cuando la ciudad se llenaba de luces y músicas navideñas. Luego, una mañana tras otra, acudía al depósito de cadáveres y allí encontraba nuevos casos. Allí había siempre gente violada y asesinada, o abatida a tiros, o muerta en accidentes estúpidos...
Antes de dejar la habitación me puse en contacto con los laboratorios del FBI y, para mi sorpresa, el investigador al que pensaba dejar un mensaje estaba presente en aquel momento. Sin embargo, como sabíamos yo y tantos otros que no parecía que hiciésemos sino trabajar, los fines de semana eran para otras personas.
—La verdad es que he hecho cuanto he podido —comentó acerca de la imagen ampliada en la que llevaba días trabajando.
—¿Y nada? —apunté, decepcionada.
—La he perfilado un poco y está un poco más clara, pero no reconozco ni por asomo de qué se puede tratar.
—¿Piensa quedarse mucho rato más en el laboratorio, esta tarde?
—Un par de horas, más o menos.
—¿Dónde vive usted?
—En Aquia Harbor.
A mí no me habría gustado tener que hacer aquella ruta cada día, pero era sorprendente la cantidad de funcionarios de Washington que vivían con sus familias allí, en Stafford y en Montclair. En coche, Aquia Harbor quedaba a media hora, más o menos, de donde vivía Wesley.
—Lamento haber de pedirle este favor —continué—, pero es de extrema importancia que yo vea una copia de la ampliación lo antes posible. ¿Tendría inconveniente en acercarse a casa de Benton Wesley y dejar una allí? Entre ir y volver, quizá le lleve una hora.
Mi interlocutor titubeó antes de responder:
—Puedo hacerlo si salgo ahora. Llamaré a Wesley a su casa para que me indique cómo se llega.
Cogí la bolsa ligera con lo imprescindible para una noche y me marché al aeropuerto. Allí pasé por el trámite habitual de facturar la bolsa y hacer saber lo que contenía, y los empleados la marcaron con la etiqueta anaranjada fluorescente de costumbre, que me hizo recordar de nuevo la cinta adhesiva. Me pregunté por qué tendría Denesa Steiner cinta adhesiva naranja fluorescente y de dónde la habría sacado. No vi motivo alguno para relacionar a la mujer con Attica y, mientras cruzaba la pista para abordar el pequeño avión a hélice, llegué a la conclusión de que la penitenciaría no tenía nada que ver con el caso.
Ocupé mi asiento de pasillo y me ensimismé por completo en mis cavilaciones, de modo que no percibí la tensión que crecía entre la veintena de pasajeros hasta que—, de pronto, advertí la presencia de policías en el aparato. Uno de ellos le decía algo a una persona situada en tierra, mientras paseaba la mirada furtivamente de rostro en rostro. Cuando capté su actitud, mis ojos imitaron instintivamente los suyos. Yo conocía muy bien aquel proceder. Mi mente se puso alerta, al tiempo que me preguntaba quién sería el fugitivo que andaban buscando y qué habría hecho. Pensé apresuradamente cómo actuar cuando el tipo se levantara por sorpresa de su asiento. Le echaría la zancadilla. O le haría un buen placaje cuando pasara a mi altura.
Había tres agentes, sudorosos y jadeantes, uno de los cuales se detuvo a mi lado y concentró la mirada en mi cinturón. Su mano descendió sutilmente hasta la pistola semiautomática que llevaba al cinto y desabrochó la solapa de la funda. No me moví.
—Señora —dijo entonces el agente con su tono de voz más oficial—, haga el favor de acompañarnos. Me quedé muda de la sorpresa.
—¿Los bultos de ahí debajo son suyos?
—Sí.
La adrenalina rugía por todo mi cuerpo. Los demás pasajeros estaban absolutamente quietos.
El agente se agachó rápidamente a recoger el bolso y el maletín, pero sus ojos no se apartaron de mí un solo instante. Me puse en pie y me condujeron fuera. Lo único que se me ocurría era que alguien me había colocado drogas en el equipaje. Denesa Steiner, sin duda. En un gesto absurdo, recorrí con la mirada las pistas y los ventanales de la terminal. Busqué a alguien que me estuviera observando, a una mujer que contemplara desde las sombras el último problema que me había creado.
Un miembro de la tripulación de tierra que vestía un mono de mecánico rojo me señaló con gesto excitado:
—¡Es ésa! ¡Lo lleva en el cinturón! Y, de pronto, supe a qué venía aquello.
—Sólo es un teléfono...
Despacio, levanté los codos para que pudieran ver bajo mi chaqueta. Con frecuencia, cuando vestía con pantalones, llevaba el teléfono portátil en la cintura para no tener que buscarlo en alguna de las bolsas.
Uno de los policías puso los ojos en blanco. El tripulante de tierra hizo una mueca de espanto.
—¡Oh, no! —exclamó—. Parecía una nueve milímetros, y he visto a muchos agentes del FBI en mi vida y ella tiene todo el aspecto de ser una de ellos.
Me limité a mirarlo fijamente.
—Señora —intervino uno de los agentes—, ¿lleva usted un arma de fuego su equipo?
—No, ninguna.
—Lo lamentamos mucho, pero este hombre ha creído que llevaba un arma en el cinturón y, cuando los pilotos han revisado la lista de pasajeros, han comprobado que ninguno estaba autorizado a portar armas en el avión.
—Eso de que llevaba un arma, ¿se lo ha dicho alguien? —pregunté al hombre del mono. Eché otro vistazo a mi alrededor y añadí—: ¿Quién?
—No. Nadie me ha dicho nada —Le miré, aturdida, y él continuó, con un hilo de voz—: Me ha parecido verla cuando pasaba. Ha sido por esa funda negra. Lo siento muchísimo.
—Está bien —asentí con tensa magnanimidad—. Usted sólo hacía su trabajo.
—Ya puede volver al avión —me indicó un agente.
Cuando ocupé de nuevo mi asiento, temblaba de tal manera que casi me chocaban las rodillas. Noté todos los ojos sobre mí. No levanté los míos hacia nadie e intenté concentrarme en la lectura del periódico. El piloto tuvo la consideración de explicar lo sucedido.
—La señora iba armada con un teléfono portátil de nueve milímetros —terminó su explicación del retraso, entre las risas del pasaje.
Este contratiempo no podía achacárselo a Denesa Steiner, pero me di cuenta con desconcertante claridad de que, automáticamente, había pensado que era cosa de ella. Denesa estaba influyendo en mi vida. Había convertido en peones suyos a varias personas que yo quería. Había terminado por dominar mis pensamientos y mis actos y estaba siempre pisándome los talones. La revelación me produjo náuseas y me hizo sentir medio loca.
Una mano me tocó el brazo con suavidad y di un respingo.
—Lamentamos muchísimo todo esto —me dijo en voz baja una azafata, una muchacha bonita de cabellos rubios y rizados—. Permítanos ofrecerle una copa, por lo menos.
—No, gracias —respondí.
—¿Le apetece algo de comer? Aunque me temo que sólo tenemos cacahuetes.
Moví la cabeza en un gesto negativo. Cuando respondí, dije exactamente las palabras más adecuadas mientras mi mente se remontaba en un vuelo que no tenía nada que ver con el del aparato donde estábamos:
—No se apuren. Me tranquiliza ver que comprueban ustedes cualquier cosa que pudiera comprometer la seguridad de sus pasajeros.
—Es usted muy amable al tomarse el asunto con tanta filosofía.
Aterrizamos en Asheville cuando el sol ya se ponía. Al salir del edificio del aeropuerto detuve un taxi. El conductor era un viejo tocado con una gorra de punto que le cubría la cabeza hasta más abajo de las orejas. Llevaba una chaqueta de nylon muy sucia y con los puños rozados, y sus manazas al volante me parecieron toscas mientras conducía a velocidad prudente y se aseguraba de comprobar que yo sabía que había un buen trecho hasta Black Mountain. Al hombre le preocupaba mi bolsillo, porque la tarifa subiría a cerca de veinte dólares. Empezaron a lagrimearme los ojos; cerré los párpados y lo achaqué a la calefacción del vehículo, conectada a tope para desterrar el frío.
El rugido que se oía en el interior del viejo Dodge rojo y blanco me recordó el del avión. Nos dirigíamos al este, hacia un pueblo que se había hecho añicos sin advertirlo. Sus vecinos no podían entender ni por asomo qué le había sucedido a una chiquilla que volvía a casa con su guitarra. No podían tampoco hacerse una idea de qué nos estaba pasando a los profesionales que habíamos sido convocados allí para ayudar.
Nosotros seríamos destruidos uno a uno, porque el enemigo tenía una asombrosa capacidad para percibir nuestros puntos débiles y dónde podía herirnos. Marino era cautivo y escudero de aquella mujer. Mi sobrina, que era como mi propia hija, estaba en un centro de tratamiento con una herida en la cabeza y era un milagro que no hubiera muerto. Un pobre simplón que fregaba suelos y bebía aguardiente destilado ilegalmente en las montañas estaba a punto de ser linchado por un crimen horrible que no había cometido. Y Mote iba a jubilarse anticipadamente por incapacidad, mientras que Ferguson estaba muerto y enterrado.
La causa y el efecto del mal se extendió como un árbol que obstruía el paso de cualquier rayo de luz dentro de mi cabeza. Era imposible saber dónde había empezado o dónde terminaría aquella iniquidad y tuve miedo de analizar con demasiado rigor si me había atrapado también a mí en alguna de sus ramas retorcidas. No quería ni pensar en que mis pies podían no estar ya en contacto con el suelo.
Percibí vagamente que el taxista me dirigía la palabra otra vez:
—¿Puedo hacer algo más por usted, señora?
Abrí los ojos. Nos habíamos detenido frente al Travel-Eze y me pregunté cuánto tiempo llevaríamos allí.
—Lamento despertarla, pero estará mucho más cómoda en una cama que ahí sentada. Y le saldrá más barato, probablemente.
En recepción me atendió el mismo empleado rubio de la otra vez. Tras rellenar la ficha, me preguntó en qué lado del motel prefería alojarme. Según recordé, una fachada miraba a la escuela en la que estudiaba Emily y la otra ofrecía una panorámica de la carretera interestatal. Daba lo mismo una que otra, porque todo se hallaba rodeado de montañas, deslumbrantes durante el día y negras como el carbón contra el cielo estrellado de la noche.
—Póngame en no fumadores, por favor. Bastará con eso. ¿Pete Marino todavía se aloja aquí? —quise saber.
—Sí, aunque no se le ve mucho por su habitación. ¿Quiere usted una cerca de la suya?
—No, mejor no. Marino es fumador y preferiría estar lo más lejos posible de él.
Por supuesto, aquélla no era la auténtica razón.
—Entonces, la alojaremos en otra ala.
—Se lo agradezco. Y cuando llegue Benton Wesley, ¿querrá decirle que venga a mi habitación inmediatamente?
A continuación pedí al hombre que llamara a una empresa de alquiler de coches y solicitara uno con airbag para primera hora de la mañana.
Ocupé mi habitación, cerré la puerta con llave y cadena y coloqué el respaldo de una silla bajo el tirador. Tomé un largo baño caliente en un agua perfumada con unas gotas de Hermes. La fragancia me acarició como unas manos cálidas y amorosas que ascendían por el cuello y el rostro y se colaban suavemente entre mis cabellos. Por primera vez en bastante tiempo me noté relajada y, a intervalos, eché más agua caliente y dejé caer más perfume en un embriagador chapoteo aceitoso que formaba nubecillas en la bañera. Había corrido la cortina y me adormilé en aquella sauna fragante.
Eran ya incontables las veces que había revivido mi escena de amor con Benton Wesley. No quería reconocer con qué frecuencia aquellas imágenes forzaban mis pensamientos hasta vencer mi resistencia a entregarme a su abrazo. Eran más poderosas que cuanto hasta entonces había conocido, y mi mente había almacenado cada detalle de nuestro primer encuentro allí. Aunque no se había producido exactamente en el mismo marco: recordaba muy bien el número de la habitación y no lo olvidaría nunca.
A decir verdad, yo había tenido pocos amantes, pero todos ellos fueron hombres formidables que no carecían de sensibilidad, capaces de aceptar en cierta medida que yo era una mujer que no era una mujer. Poseía el cuerpo y la sensibilidad de una mujer y la energía e iniciativa de un hombre, y tomar algo de mí era tomarlo de ellos mismos. Así, todos daban lo mejor que poseían, incluso mi ex marido, Tony, que era el menos evolucionado de todos, y la sexualidad se convertía en una competición erótica compartida. Como dos criaturas de fuerza pareja que se encontraran en la selva, ambos nos volcábamos y dábamos tanto como recibíamos.
Pero Benton era tan distinto que todavía me costaba creerlo. Nuestras piezas masculinas y femeninas habían encajado de un modo incomparable y extrañísimo, pues era como si él fuese la otra cara de mí. O tal vez los dos éramos la misma.
No estaba muy segura de lo que había esperado. Desde luego, la idea de estar juntos me había rondado por la cabeza mucho antes de que se hiciera realidad. Había imaginado un Benton tierno bajo su máscara de seca reserva, como un guerrero soñoliento y relajado en una hamaca tendida entre árboles poderosos, pero aquella madrugada, cuando empezamos a tocarnos, sus manos hablaron en un idioma que hasta entonces yo no había oído jamás.
Cuando sus dedos soltaron mis ropas y me encontraron, se movieron como si conocieran el cuerpo de una mujer mejor que ella misma y sentí más que su pasión. Percibí su comprensión, como si quisiera curarme aquellos puntos que sus dedos habían notado tan odiados y tan dañados. Parecía contrito por todos los hombres que alguna vez habían cometido una violación, maltratado o humillado a una mujer, como si sus culpas colectivas le privaran del derecho a disfrutar del cuerpo de una mujer como ahora disfrutaba del mío.
En la cama, yo le había dicho que no había conocido a ningún hombre que gozara realmente del cuerpo de una mujer, que no me gustaba sentirme devorada o violentada y que por ello no era corriente que me acostara con alguien.
—Pues yo entiendo perfectamente que cualquiera desee devorar tu cuerpo —comentó él desde la oscuridad, en tono desapasionado.