La granja de cuerpos (40 page)

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Authors: Patricia Cornwell

En el avión, no tenía vecino de asiento y tomé muchas notas. El caso del asesinato de Emily Steiner había quedado resuelto cuando yo di muerte a su madre. Ya había efectuado mi declaración ante la policía y el caso seguiría bajo investigación durante un tiempo, pero no estaba preocupada ni tenía motivo para estarlo. Sencillamente, no sabía qué sentía, aunque me molestaba un poco no lamentar en absoluto lo sucedido.

Sólo tenía conciencia de estar tan fatigada que el menor ejercicio me suponía un esfuerzo. Era como si me hubieran transfundido plomo en las venas. Incluso mover el bolígrafo me resultaba difícil, y la mente me funcionaba casi al ralentí. A intervalos, me descubría con la mirada perdida, sin parpadear, e incapaz de saber cuánto tiempo había permanecido así o en qué había estado pensando.

Mi primera obligación era redactar un informe del caso, en parte para la investigación del FBI y en parte para la policía que me investigaba a mí. Las piezas encajaban bien, pero había algunas cosas que no tendríamos forma de saber con segundad, porque no había quedado nadie para corroborarlas. Por ejemplo, nunca sabríamos a ciencia cierta lo sucedido la noche de la muerte de Emily. Pero yo había desarrollado una teoría.

En mi opinión, Emily se marchó corriendo a su casa antes de que terminara la reunión de juventud y tuvo una disputa con su madre, tal vez durante la cena, en la que, según mis sospechas, puede que la señora Steiner castigara a Emily echando una gran cantidad de sal en su comida. La ingestión de sal es una forma de malos tratos a niños que, por horrible que
parezca
, no resulta inhabitual.

Puede que Emily fuera obligada a beber agua salada y tras ello empezara a vomitar, lo cual sólo habría servido para que su madre se enfureciese todavía más. Emily habría sufrido una hipernatremia y a continuación entrado en coma. Debía de estar agonizante o ya muerta cuando Denesa Steiner la había trasladado al sótano.

Esta hipótesis explicaría los datos físicos, aparentemente contradictorios, obtenidos del cuerpo de Emily. Explicaría la deshidratación, el elevado contenido en sodio y la ausencia de respuestas vitales a las lesiones.

Respecto a por qué la madre había decidido emular el asesinato de Eddie Heath, sólo se me ocurría que un caso que había recibido tanta publicidad debía de haber despertado un profundo interés en una mujer que, como Denesa, padecía el síndrome de Munchausen por transferencia. Sólo que, en ella, la reacción no había sido la habitual. Denesa había fantaseado acerca de la atención que recibiría una madre si perdía a una hija de una modo tan terrible.

Era una fantasía que debía de producirle una gran excitación y es posible que la desarrollara con detalle en su mente. Aquel domingo por la noche, puede que envenenase y matase a su hija de forma deliberada para hacer realidad su plan, o puede que llevara a cabo éste después de envenenar a Emily accidentalmente, en un ataque de furia. Jamás sabría la respuesta pero, a fin de cuentas, no importaba. Aquel caso no llegaría nunca a un tribunal.

En el sótano, Denesa Steiner había depositado el cuerpo de su hija en la bañera. Según mis cálculos, había sido en aquel momento cuando le disparó un tiro en la nuca, de modo que la sangre escapara por el desagüe. También la desnudó, lo cual explicaba la presencia de la moneda, que Emily no había depositado en la bandeja de la iglesia aquella tarde porque abandonó la reunión antes de que el chico que le gustaba hubiese efectuado la colecta. El cuarto de dólar había caído del bolsillo de Emily sin que su madre —enfrascada en quitarle los pantalones— lo advirtiera, y las nalgas desnudas de la chiquilla habían permanecido sobre la moneda durante los seis días siguientes.

Imaginé que sería de noche cuando, casi una semana más tarde, la señora Steiner fue a recuperar el cuerpo de Emily que había permanecido prácticamente en refrigeración durante todo aquel tiempo. Puede que lo envolviera en una manta, lo cual explicaría las fibras de lana que habíamos encontrado. O puede que lo metiera en un saco de plástico usado para recoger hojarasca. Los restos microscópicos de médula vegetal también encajaban puesto que el señor Steiner había utilizado tal material durante años, cuando trabajaba en la reparación de relojes en aquel sótano. Hasta el momento, la cinta adhesiva de color naranja fluorescente que la mujer había cortado a tiras para inmovilizar a su hija y para atarse ella misma no había aparecido, y tampoco el arma de nueve milímetros. Dudé que encontráramos ninguna de ambas cosas. La señora Steiner era demasiado lista como para conservar unas pruebas tan incriminatorias.

Visto en perspectiva, todo resultaba muy simple. Muy evidente, en muchos aspectos. Por ejemplo, la secuencia en que se habían cortado los pedazos de cinta encajaba perfectamente con lo sucedido. Naturalmente, la señora Steiner había atado a su hija primero y no había tenido necesidad de cortar los fragmentos y pegarlos en el borde de un mueble antes de proceder a ello. No había necesitado vencer la resistencia de Emily porque Emily estaba inmóvil y, por tanto, su madre tenía ambas manos libres.

En cambio, atarse a sí misma resultaba un poco más complicado. Primero, cortó los fragmentos de cinta que iba a utilizar y los pegó a la cómoda por un extremo. Después, procedió a inmovilizarse lo suficiente como para que su versión del asalto resultara creíble, y no se dio cuenta de que no cogía los fragmentos por orden, aunque tampoco había motivo para sospechar que el detalle tuviera importancia.

En Charlotte cambié de avión y, cuando llegué a Washington, tomé un taxi hasta el edificio Russell, donde tenía una cita con el senador Lord. Cuando llegué a su despacho, a las tres y media, estaba en el escaño, en plena votación. Esperé pacientemente en la antesala, donde varios hombres y mujeres jóvenes atendían llamadas sin cesar, pues todo el mundo solicitaba, al parecer, la ayuda del senador. Me pregunté cómo podría vivir con tal carga.

Frank Lord no tardó en aparecer y sonrió al verme. Leí en su mirada que estaba al corriente de todo lo sucedido.

—Kay, cuánto me alegro de verte.

Le acompañé y cruzamos otra sala con más mesas y más personal que atendía más teléfonos, antes de llegar a su despacho privado. Una vez dentro, cerró la puerta. En el despacho colgaban muchos cuadros de pintores excelentes y era evidente que Lord apreciaba los buenos libros.

—El director me ha llamado hace unas horas. Vaya pesadilla. No sé muy bien qué decir...

—Me encuentro bien —le aseguré.

—Ven aquí, por favor.

Me ofreció el sofá y se situó frente a mí, sentado en una simple silla. El senador Lord rara vez ponía el escritorio entre sus visitantes y él. No necesitaba hacerlo pues, como todas las personas poderosas que yo conocía, y eran unas cuantas, la grandeza le hacía humilde y amable.

—Llevo todo el día en un estado de estupor. Un estado mental muy extraño —continué—. Será más adelante cuando tenga problemas. Estrés postraumático y esas cosas. Saber que se produce no la inmuniza a una.

—Quiero que te cuides mucho. Vete a alguna parte y descansa un tiempo.

—Senador, ¿qué podemos hacer por Lucy? Quiero que su nombre quede limpio.

—Creo que eso ya lo has conseguido.

—No del todo. El FBI sabe que la huella dactilar inspeccionada y autorizada por el sistema de identificación biométrica no pudo ser la del pulgar de Lucy, pero eso no exculpa por completo a mi sobrina. Al menos, es la impresión que he sacado.

—No es eso. No es eso en absoluto —El senador cruzó de nuevo sus largas piernas y desvió la mirada—. Pero puede haber un problema en relación a lo que circula por toda la Central. Los chismorreos, me refiero. Comoquiera que ha salido a relucir el nombre de Temple Gault, hay muchas cosas que no pueden comentarse.

—De modo que Lucy tendrá que callar y aguantar el tipo delante de todo el mundo porque no se le permitirá divulgar lo sucedido, ¿no es eso?

—Lo has expuesto muy bien.

—Entonces, seguirá habiendo quien desconfíe de ella y crea que no debería estar en Quantico...

—Sí, puede que así sea.

—No me parece suficiente —protesté.

Frank me miró con aire paciente y me reprendió:

—No puedes seguir protegiéndola eternamente, Kay. Déjala que encaje sus golpes y afronte los menosprecios. A la larga, eso la hará mejor persona. Tú, limítate a darle consejo legal —añadió con una sonrisa.

—Respecto a eso, voy a hacer cuanto pueda —respondí—. Todavía tiene pendiente una acusación por conducción bajo los efectos del alcohol.

—Lucy fue víctima de un choque en el que el otro vehículo se dio a la fuga, o incluso de un intento de asesinato. Yo diría que eso debería cambiar un poco las cosas a ojos del juez. También le sugeriría que se ofreciera voluntariamente a realizar algún servicio a la comunidad.

—¿Has pensado en algo?

Estaba segura de que sí; de otro modo, Frank no lo habría mencionado.

—A decir verdad, sí. Me pregunto si Lucy estaría dispuesta a volver al ERF. No sabemos hasta dónde ha husmeado Gault en los archivos de CAÍN. Me gustaría sugerirle al director que el FBI utilice a Lucy para seguir los pasos de Gault en el sistema y observar qué partes pueden rescatarse.

—¡Oh, Frank! Sé que estará encantada —declaré con el corazón rebosante de gratitud.

—No se me ocurre nadie mejor cualificado —continuó—. Y le dará ocasión de restaurar su buen nombre. Lucy no hizo nada malo a sabiendas, pero demostró tener poco criterio.

—Se lo diré —asentí.

Al salir del despacho, fui al Willard y tomé una habitación. Estaba demasiado cansada para volver a Richmond y lo que quería hacer realmente era volar a Newport. Quería ver a Lucy, aunque sólo fuera por un par de horas. Quería que supiera lo que había hecho el senador, que su nombre estaba limpio y que tenía un futuro brillante.

Todo iba a salir bien, lo sabía. Deseaba decirle cuánto la quería. Quería ver si era capaz de decírselo, porque me costaba mucho pronunciar tales palabras. Mi primer impulso era mantener prisionero el amor en mi corazón por miedo a que, si lo expresaba, fuera a abandonarme, como había ocurrido con tanta gente en mi vida. Así, había convertido en costumbre atraer sobre mí aquello que temía.

Desde la habitación, llamé a Dorothy y no tuve respuesta. Marqué, pues, el número de mi madre.

—¿Desde dónde llamas esta vez? —preguntó, y oí correr el agua.

—Estoy en Washington —respondí—. ¿Dónde esta Dorothy?

—Casualmente, está aquí, a mi lado, ayudándome a preparar la cena. Tenemos pollo al limón y ensalada... Deberías ver el limonero, Katie. Y los pomelos están enormes. Ahora mismo, mientras hablamos, estoy lavando la lechuga. Si visitaras a tu madre de vez en cuando, podríamos comer juntas. Comidas normales. Podríamos ser una familia.

—Querría hablar con Dorothy.

—Aguarda.

El teléfono golpeó contra algo y Dorothy se puso enseguida.

—¿Cómo se llama el consejero de Lucy en Edgehill? —le pregunté directamente—. Supongo que le habrán asignado a alguien, a estas alturas.

—Tanto da. Lucy ya no está allí.

—¿Cómo dices? ¿Qué es lo que acabas de decir?

—No le gustó el programa y me dijo que quería marcharse. No podía retenerla a la fuerza. Ya es una mujer adulta. Y tampoco estaba condenada a quedarse o algo así.

—¿Qué? —No daba crédito a lo que oía—. ¿Está ahí, con vosotras? ¿Ha vuelto a Miami?

—No —contestó mi hermana con absoluta tranquilidad—. Quería quedarse un tiempo en Newport. Comentó que Richmond no era lugar seguro de momento, o alguna tontería por el estilo. Y no quería venirse aquí.

—¿Que Lucy está sola en Newport con una herida en la cabeza y un problema de alcoholismo y tú te quedas ahí sin hacer nada?

—Vamos, Kay, no empieces a exagerar las cosas como de costumbre.

—¿Dónde se aloja?

—No tengo idea. Sólo dijo que quería perderse por ahí, de momento.

—¡Dorothy!

—Deja que te recuerde que es hija mía, no tuya.

—Sí, ésa será la mayor tragedia de su vida.

—¿Por qué no apartas tus jodidas narices de este asunto, por una vez en la vida? —exclamó ella.

—¡Dorothy! —Oí a mi madre en la lejanía—. ¡No tolero esas palabras malsonantes, ya lo sabes!

—Deja que te diga una cosa —respondí a mi hermana, en el tono medido y frío de la furia homicida—. Si le ha sucedido algo a Lucy, te haré responsable al ciento por ciento. No sólo eres una madre pésima, sino también un ser humano espantoso. Lamento de verdad que seas mi hermana.

Colgué el teléfono. Abrí la guía telefónica y empecé a llamar a compañías aéreas. Había un vuelo a Providence que podía tomar si me apresuraba. Salí de la habitación y crucé el vestíbulo del Willard lo más deprisa que pude. La gente se volvió a mirarme. El portero llamó un taxi y le dije al conductor que le pagaría el doble de lo que marcara la tarifa si me llevaba al aeropuerto
volando.
El taxista pisó gas a fondo y llegué a la terminal cuando anunciaban el vuelo. Una vez hube ocupado mi asiento, noté un nudo en la garganta y luché por contener las lágrimas. Tomé una taza de té caliente y cerré los ojos. No conocía Newport y no tenía idea de dónde alojarme.

El taxista me advirtió en el aeropuerto de Providence que el trayecto hasta Newport iba a durar más de una hora, puesto que estaba nevando. Tras los cristales salpicados de agua de la ventanilla del taxi contemplé la faz oscura de las escarpadas paredes de granito a ambos lados de la carretera. La piedra estaba acribillada de agujeros de barrena y salpicada de hielo; y el viento que barría el suelo, cargado de humedad, resultaba atrozmente frío. Grandes copos de nieve se estrellaban contra el parabrisas como frágiles insectos blancos, y mirándolos con demasiada fijeza empecé a sentirme mareada.

—¿Podría usted recomendarme algún hotel en Newport? —pregunté al taxista, que hablaba con el acento característico de la gente de Rhode Island.

—Yo diría que el mejor es el Marriott. Está al borde del agua y desde él se puede llegar a todas las tiendas y restaurantes dando un paseo. También hay un Doubletree en Goat Island.

—Probemos en el Marriott.

—Sí, señora. Es el que más le conviene.

—Si fuera usted una muchacha y buscara trabajo en Newport, ¿dónde probaría? Tengo una sobrina de veintiún años que querría pasar una temporada aquí...

Plantear tal cuestión a un completo desconocido parecía una estupidez, pero no sabía qué más hacer.

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