La granja de cuerpos (13 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Al apearme del coche me pregunté cómo era que Emily no había tenido miedo. Quizás había otra explicación para el hecho de que escogiera aquella ruta.

El plano que Ferguson nos había facilitado durante la reunión de Quantico indicaba que, al atardecer del 1 de octubre, Emily había dejado la iglesia y se había desviado de la calle en el punto en que me hallaba ahora. Había pasado ante las mesas de picnic y tomado a la derecha por un sendero de tierra que seguía la orilla a través de arboledas y zonas de matorrales y que más parecía producto del repetido paso de la gente que trazado a conciencia, pues tenía unas partes bien definidas y otras casi imperceptibles.

A buen paso, dejé atrás exuberantes matojos de hierbas altas y grupos de arbustos, mientras la sombra de las crestas montañosas se cerraba sobre el agua y el viento arreciaba, transportando la penetrante promesa del invierno. Las hojas muertas crepitaban bajo mis zapatos cuando me acerqué al claro señalado en el plano con una fina silueta de un cuerpo. Para entonces, ya había oscurecido.

Busqué la linterna en el bolso, pero recordé que seguía en el sótano de Ferguson, inutilizada. Encontré una caja de cerillas medio vacía, testimonio de mis días de fumadora.

—Maldita sea —me quejé en voz baja.

Empezaba a sentir miedo. Saqué mi pistola del 38 y la guardé en el bolsillo lateral de la chaqueta, con la mano apoyada en las cachas, mientras observaba el saliente fangoso al borde del agua donde había sido encontrado el cuerpo de Emily Steiner. Al comparar las sombras con lo que recordaba de las fotografías, advertí que los arbustos de alrededor habían sido cortados hacía poco, pero la noche y la naturaleza ocultaban cualquier otra señal de actividad reciente. La hojarasca formaba una gruesa alfombra. La retiré con los pies en la sospecha de que la policía local no lo habría hecho.

A lo largo de mi carrera, había intervenido en suficientes crímenes violentos como para haber aprendido una verdad muy importante: que el escenario de un crimen tiene vida propia. Guarda el recuerdo de los traumatismos en el suelo, de insectos alterados por fluidos corporales y de plantas holladas por los pies. Como cualquier testigo, el lugar pierde su intimidad; no queda una sola piedra sin tocar y el mero hecho de que no haya más interrogantes que desvelar no disuade a los curiosos de acercarse.

Sucede con frecuencia que la gente sigue visitando la escena de un crimen mucho después de sucedido. Los curiosos toman fotografías y se llevan recuerdos. Algunos dejan cartas, postales y flores. Acuden en secreto y se marchan igual, porque les da vergüenza el mismo impulso irrefrenable que les atrae. El mero hecho de dejar una rosa les parece la violación de algo sagrado.

Allí, mientras apartaba las hojas muertas, no encontré ninguna flor pero la puntera de mi zapato topó con varios objetos pequeños y duros y me apresuré a ponerme a gatas. Forcé la vista. Tras mucho hurgar, recuperé cuatro bolas de caramelo envueltas todavía en su papel de celofán. Sólo cuando aproximé a ellas una cerilla encendida me di cuenta de que los caramelos eran extra duros, o «petardos», como los llamaba Emily en su diario.

Me incorporé entre jadeos y lancé una mirada furtiva alrededor, pendiente de cualquier ruido. El rumor de mis pisadas en la hojarasca me pareció un estruendo horrible mientras seguía un camino que ahora ya no alcanzaba a distinguir. Habían salido las estrellas y mi única guía era la media luna; hacía rato que había terminado las cerillas. Por el plano, sabía que no estaba lejos de la calle donde vivía la señora Steiner y que sería más fácil tomar por allí que intentar volver al coche.

Avancé, sudando bajo la chaqueta y con pánico a tropezar porque, además de no tener linterna, también me había olvidado el teléfono portátil. Me vino a la mente una idea: no quería que ninguno de mis colegas me viera en aquellas circunstancias y, si— tenía un accidente, mentiría acerca de lo sucedido.

Diez minutos después de emprender aquella travesía horrible, los arbustos me agarraron las piernas y me destrozaron la falda. Uno de mis zapatos se trabó en una raíz y terminé metida en fango hasta el tobillo. Cuando una rama me dio en la cara, muy cerca del ojo, opté por detenerme, jadeante, frustrada y al borde de las lágrimas. A mi derecha, entre la calle y yo, había una tupida arboleda. A mi izquierda, quedaba el agua.

—¡Mierda! —exclamé en voz alta.

Lo menos arriesgado era seguir la orilla y, mientras lo hacía, fui acostumbrándome un poco más al terreno. Mis ojos se adaptaron mejor a la luz de la luna, mis pisadas se hicieron más firmes, yo más intuitiva, y empecé a percibir, por las variaciones de la humedad y de la temperatura del aire, cuándo me acercaba a terreno más seco, o a fango, o cuándo me desviaba demasiado del camino. Era como si, en un acto de evolución instantánea, me estuviera transformando en una criatura nocturna para mantener viva a mi especie.

Entonces, de pronto, aparecieron las luces de la calle y me encontré al extremo del lago, en el lado opuesto a donde tenía aparcado el coche. Donde estaba ahora, los árboles habían sido eliminados para dejar espacio a pistas de tenis y un aparcamiento y, tal como había hecho Emily varias semanas antes, abandoné el camino y muy pronto me encontré de nuevo pisando asfalto. Mientras avanzaba por la calle, me di cuenta de que temblaba.

Recordé que la casa era la tercera por la izquierda; al acercarme, no estuve segura de qué le diría a la madre de Emily. No tenía ningún deseo de contarle dónde había estado ni por qué, pues lo que menos necesitaba la mujer eran más trastornos, pero ella era la única persona que conocía por allí y no me imaginaba llamando a la puerta de un extraño para pedir que me dejara usar el teléfono. Por muy hospitalaria que fuera la gente en Black Mountain, seguro que me preguntaría por qué tenía aspecto de haber estado perdida en la espesura. Incluso era posible que alguien se asustara de mí, sobre todo si tenía que explicar cuál era mi profesión.

Sin embargo, en último término, mis temores se vieron despejados por la inesperada presencia de un caballero que, de improviso, surgió de la oscuridad en su montura y estuvo a punto de arrollarme.

Había llegado ante la casa de la señora Steiner en el preciso instante en que Marino salía del camino particular marcha atrás, en un Chevrolet nuevo de color azul medianoche. Agité los brazos a la luz de los faros y alcancé a ver su expresión de asombro mientras presionaba el freno bruscamente.

Marino pasó en un instante de la incredulidad a la cólera:

—¡Maldita sea! ¡Por poco me da un ataque al corazón! ¡Podría haberla aplastado!

Subí al coche, me puse el cinturón de seguridad y cerré la puerta.

—¿Qué cono hacía ahí fuera? ¡Oh, mierda!

—Me alegro de que por fin tenga el coche y la emisora funcione. Y necesito urgentemente un trago fuerte, pero no estoy segura de dónde lo puede encontrar una por aquí —Empezaban a castañetearme los dientes—. ¿Cómo se conecta la calefacción?

Marino encendió un cigarrillo y deseé imitarle. Pero había promesas que una jamás rompería. Él abrió el aire caliente al máximo.

—¡Señor! Parece una de esas tías que hacen lucha libre en el barro —comentó. No recordaba haberle visto nunca tan alterado—. ¿Qué demonios buscaba por ahí? Quiero decir, ¿le ha pasado algo?

—Tengo el coche aparcado en la casa club.

—¿Qué casa club?

—En el lago.

—¿El lago? ¿Qué? ¿Ha estado rondando de noche? ¿Ha perdido el juicio?

—Lo que he perdido es la linterna, pero no me he acordado hasta que era demasiado tarde.

Mientras hablábamos saqué el arma del bolsillo de la chaqueta y la deslicé de nuevo en el bolso. El movimiento no le pasó inadvertido a Marino y su humor empeoró aún más.

—¿Sabe, doctora? No entiendo qué cono le pasa. Creo que está perdiendo el tino, eso es. Todo esto puede con usted y la está volviendo más tonta que una rata de alcantarilla. O tal vez está en pleno cambio.

—Si estuviera en pleno cambio o cualquier otra cosa tan personal y tan ajena a su incumbencia como eso, le seguro que no hablaría de ello con usted. Aunque no fuera por otro motivo que su enorme torpeza machista o su sensibilidad de poste de farola... aunque debo añadir, para ser justa, que esto último quizá no tenga relación con su sexo. Porque me resisto a pensar que todos los hombres sean como usted. Si lo hiciera, seguro que renunciaría a ellos definitivamente.

—Quizá debería hacerlo.

—¡Quizá lo haga!

—¡Bien! ¡Así podrá ser como esa sobrina suya! Sí, no crea que no se nota de qué pie cojea la chica.

—En cualquier caso, eso tampoco es asunto suyo —repliqué, furiosa—. Es increíble que caiga tan bajo. ¡Cuántos prejuicios! Hablar así de Lucy, difamarla de ese modo sólo porque no tenga las mismas preferencias que usted...

—¿Ah, sí? Bueno, el problema quizá sea que tiene las mismas preferencias que yo, precisamente. Yo salgo con mujeres.

—Usted no sabe nada de mujeres —repliqué.

Noté de súbito que el coche era un horno y que no tenía idea de adonde íbamos. Bajé la calefacción y eché un vistazo por la ventanilla.

—Sé lo suficiente para estar seguro de que usted volvería loco a cualquiera. Y no puedo creer que anduviera usted junto al lago después de anochecido. Y sola. ¿Qué habría hecho si él hubiera aparecido?

—¿Él? ¿Quién?

—Maldita sea, tengo hambre. Cuando venía para acá he visto un asador en Tunnel Road. Espero que todavía esté abierto.

—Marino, sólo son las siete menos cuarto.

—¿Qué hacía ahí fuera? —insistió. Los dos empezábamos a calmarnos.

—Alguien dejó unos caramelos en el suelo donde fue descubierto el cuerpo. Petardos —Al ver que él no hacía ningún comentario, añadí—: El mismo caramelo que Emily mencionaba en el diario.

—No recuerdo eso.

—El chico que la tenía embobada. Creo que se llama Wren. Emily escribió que se habían visto en una cena en la iglesia y él le había dado uno de esos caramelos que llaman petardos. Lo guardaba en su caja de los secretos.

—No la han encontrado.

—¿El qué?

—Esa caja de los secretos, fuera lo que fuese. Denesa tampoco ha logrado dar con ella. Así que ese Wren tal vez dejó los petardos junto al lago.

—Tendremos que hablar con él. Se diría que la señora Steiner y usted hacen buenas migas... —comenté.

—Una mujer como ella no merece que le suceda todo esto.

—Nadie lo merece.

—Veo un Western Sizzler.

—No, gracias.

—¿Qué le parece el Bonanza? Puso el intermitente.

—Rotundamente, no.

Marino inspeccionó las luces brillantes de los restaurantes que bordeaban Tunnel Road. Fumaba ya otro cigarrillo.

—No se ofenda, doctora, pero tiene usted muchos prejuicios.

—Marino, no se moleste con preámbulos. Cuando dice «no se ofenda» está anunciando que va a ofenderme.

—Sé que hay un Peddler por aquí. Lo he visto en las páginas amarillas.

—¿Cómo es que buscaba restaurantes en las páginas amarillas? —Me admiré.

Siempre le había visto escoger los restaurantes de la misma manera que la comida: prescindía de listas y escogía lo sencillo, barato y abundante.

—Quería saber cuáles había en la zona por si me apetecía uno bueno. ¿Qué le parece si llamamos para que nos digan cómo llegar?

Descolgué el teléfono y pensé en Denesa Steiner, porque no era a mí a quien Marino había querido llevar al Peddler aquella noche.

—Marino —le dije con calma—. Tenga cuidado.

—No empiece otra vez con lo de las carnes rojas y la comida sana.

—Ahora no es precisamente eso lo que más me preocupa —repliqué.

8

E
l cementerio de la iglesia Tercera Presbiteriana era un campo suavemente ondulado en el que se alineaban las lápidas de granito, situado tras una cerca de cadena y salpicado de árboles.

Cuando llegamos, a las 6.15, el amanecer tenía de un color violáceo el horizonte y yo podía ver mi propio aliento. Las arañas habían instalado sus telas para dar comienzo a la tarea del día y procuré desviarme para no romperlas. Marino y yo caminamos sobre la hierba húmeda en dirección a la tumba de Emily Steiner.

La niña estaba enterrada en un rincón cerca del bosque, donde el césped se mezclaba armoniosamente con los acianos, los tréboles y los daucos. Presidía la tumba una estatuilla, un angelito de mármol, y para encontrarla sólo tuvimos que seguir el ruido de unas palas que removían la tierra. Junto a la sepultura se hallaba un camión grúa con el motor en marcha; sus faros iluminaban la labor de dos ancianos de piel coriácea enfundados en monos de trabajo. Las palas brillaban, el césped del entorno había cambiado de color, y llegó hasta mí el olor de la tierra húmeda que caía de las palas de acero y formaba un montón al pie de la tumba.

Marino encendió la linterna y el ángel exhibió su triste relieve recortado contra el alba, con las alas plegadas a la espalda y la cabeza inclinada en gesto de oración. En el epitafio grabado en la base se leía:

No existe otra en el mundo; la mía, fue única,.


¡Jesús! ¿Tiene usted idea de qué significa? —me preguntó Marino al oído.

—Quizás él pueda decírnoslo —respondí al ver a un hombretón de espesa cabellera cana que se aproximaba.

El individuo llevaba un sobretodo largo y oscuro que ondeaba en torno a sus tobillos al andar y, visto desde cierta distancia, producía la fantasmagórica impresión de flotar a unos centímetros del suelo. Cuando llegó hasta nosotros observé que llevaba al cuello un pañuelo Black Watch, unos guantes negros de piel en sus manazas y unos chanclos de goma sobre los zapatos. Pasaba largamente de los dos metros de estatura y tenía un torso del tamaño de un tonel.

—Soy Lucias Ray —dijo, y nos estrechó la mano con entusiasmo cuando nos presentamos.

—Nos preguntábamos qué significa el epitafio —comenté.

—Desde luego, la señora Steiner quería mucho a su pequeña. Es tan lamentable... —El director de la funeraria hablaba con un acento marcado que sonaba más propio de Georgia que de Carolina del Norte—. Tenemos un libro entero de versos a disposición del cliente si éste no ha decidido antes qué inscripción grabar en la lápida del difunto.

—¿Entonces la madre de Emily sacó los versos de ese libro? —quise saber.

—Bueno, a decir verdad, no. Son de Emily Dickinson, creo que dijo.

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