Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—El juez Begley les espera —dijo sin dar tiempo a que nos presentáramos—. Pueden pasar. Por esa puerta de ahí —Señaló una puerta cerrada al otro extremo de la sala, directamente enfrente de la que acabábamos de cruzar—. Les informo de que el tribunal ha levantado la sesión para el almuerzo y de que el juez debe reanudarla a la una en punto.
—Gracias —respondí—. Procuraremos no entretenerlo mucho.
—No lo conseguirían aunque quisieran, se lo aseguro.
La tímida llamada a la recia puerta de roble por parte de Jenrette tuvo como respuesta un distraído «¡Adelante!» por parte del juez. Encontramos a su señoría tras un escritorio con cajones a ambos lados, en mangas de camisa y sentado muy erguido en un viejo sillón de cuero rojo. Era un hombre enjuto y con barba que rondaba los sesenta y, mientras le veía revisar unas notas de un cuaderno, llegué a una serie de reveladoras conclusiones acerca de él. El orden del escritorio me dijo que era activo y muy capaz, y la corbata pasada de moda y los zapatos de suelas blandas denotaban que le importaba un pimiento la opinión de gente como yo.
—¿Por qué quieren violar el sepulcro? —preguntó con las lentas cadencias sureñas que disimulaban una mente rápida, al tiempo que pasaba una hoja del cuaderno.
—Después de revisar los informes del doctor Jenrette —respondí—, los dos estamos de acuerdo en que hay ciertas preguntas que quedaron sin respuesta en el primer examen del cuerpo de Emily Steiner.
—Conozco al doctor Jenrette, pero creo que no tengo el gusto... —El juez Begley dejó el cuaderno en la mesa.
—Soy la doctora Kay Scarpetta, forense jefe de Virginia.
—Me han dicho que tiene usted que ver con el FBI.
—Sí, señor. Soy consejera de patología forense de la Unidad de Apoyo a la Investigación.
—¿Eso tiene algo que ver con la Unidad de Ciencia del Comportamiento?
—Es lo mismo. El FBI le cambió el nombre hace varios años.
—Estamos hablando de las personas que trazan los perfiles de asesinos en serie y otros criminales aberrantes, de esos que hasta hace poco no teníamos que preocuparnos por aquí.
Me observaba fijamente, entrecruzados los dedos sobre los muslos.
—Eso es lo que hacemos —asentí.
—Señoría —intervino Jenrette—, la policía de Black Mountain ha solicitado la colaboración del FBI. Se teme que el asesino de la pequeña Steiner sea el mismo hombre que mató a diversas personas en Virginia.
—Estoy al corriente de ello, doctor, ya que ha tenido usted la amabilidad de explicarme algo al respecto en su anterior llamada. De todos modos, lo único que me pueden presentar es su deseo de que les conceda la autorización para desenterrar a la pobre chiquilla.
»Para que les faculte a algo tan perturbador e irrespetuoso, tendrán que darme una razón de peso. Y me gustaría que los dos se sentaran y se pusieran cómodos. Para ello tengo las sillas a ese lado de la mesa.
—Había una marca en la piel —dije yo mientras tomaba asiento.
—¿Qué clase de marca?
El juez me miró con interés. Jenrette extraía ya una foto de un sobre y la colocaba sobre el cuaderno de notas.
—Ahí puede verla —dijo.
El juez bajó la vista hacia la fotografía con rostro inescrutable.
—No sabemos qué puede ser —expliqué—, pero quizá nos diría dónde estuvo el cuerpo. Puede ser una lesión...
El juez Begley cogió la fotografía y entrecerró los ojos mientras la examinaba con más detenimiento.
—¿No es posible estudiar sólo las fotografías? Hoy día se hacen toda clase de cosas científicas, tengo la impresión...
—Es cierto —contesté—. El problema es que, cuando termine esos estudios, el cuerpo ya estará en unas condiciones tan pésimas que no podremos obtener ningún dato de él, si todavía necesitamos exhumarlo. Cuanto mayor sea el tiempo transcurrido, más difícil resultará distinguir entre una herida u otras marcas significativas y los efectos de la descomposición.
—Hay muchos detalles insólitos en este caso, señoría —intervino Jenrette—. Necesitamos toda la ayuda posible.
—Según tengo entendido, el agente del SBI que se ocupaba del asunto fue encontrado ayer, ahorcado. Lo he leído en el periódico.
—Sí, señor.
—¿En esa muerte también hay detalles extraños?
—Los hay —respondí.
—Supongo que no volverá a presentarse aquí dentro de una semana para que le permita desenterrarlo...
—Ni pensarlo —le aseguré.
—Esa chiquilla tiene una madre. ¿Cómo cree que le sentará lo que me propone?
Ni Jenrette ni yo supimos qué responder. El juez se movió en su sillón haciendo crujir el cuero. Desvió la mirada hacia el reloj de la pared.
—Ese es el aspecto más delicado de lo que me piden, ¿entienden? —continuó—. Pienso en esa pobre mujer, en lo que ha pasado. No tengo intención de hacerla sufrir más.
—No se lo pediríamos si no creyéramos que es importante para la investigación de la muerte de su hija —declaré—. Y estoy segura de que la señora Steiner querrá que se haga justicia, señoría.
—Vaya a buscar a la madre y tráigala aquí —dijo el juez Begley.
Se puso en pie.
—¿Perdón?
—Vaya a buscar a la madre y tráigamela —repitió—. Calculo que estaré libre a las dos y media. Espero verla entonces.
—¿Y si no quiere venir? —preguntó Jenrette, y los dos nos incorporamos.
—No se lo reprocharé en absoluto.
—Pero usted no necesita su permiso —insistí, con una calma que no sentía.
—No, señora. No lo necesito —dijo el juez mientras abría la puerta.
E
l doctor Jenrette tuvo la amabilidad de dejarme usar su despacho mientras él desaparecía en el laboratorio del hospital, y durante las horas siguientes estuve pendiente del teléfono.
Irónicamente, la tarea más importante resultó ser la más sencilla. Marino no tuvo ningún problema en convencer a Denesa Steiner para que le acompañara a presencia del juez después del almuerzo. Más difícil resultó resolver la cuestión del desplazamiento, ya que Marino no disponía todavía del coche.
—¿A qué viene el retraso? —quise saber.
—La jodida emisora que han instalado no funciona —explicó él con irritación.
—¿No puedes pasarte sin?
—Según ellos, no.
—Tal vez sea mejor que vaya a buscaros —apunté, consultando el reloj.
—Sí, bueno, ya me encargo yo de eso. La señora Steiner tiene un coche bastante decente. De hecho, hay quien opina que un Infiniti es mejor que un Benz.
—Eso es discutible, porque ahora mismo llevo un Chevrolet.
—Según ella, su suegro tenía un Benz muy parecido, así que debería usted pensar en cambiarlo por un Infiniti o un Legend.
No respondí.
—Es un consejo. Medítelo.
—Limítese a traerla aquí —contesté secamente.
—Sí, eso haré.
—Estupendo.
Colgamos sin despedirnos, y sentada allí ante el escritorio abigarrado y desordenado del doctor Jenrette, me sentí agotada y traicionada. Había tenido que soportar a Marino en sus épocas malas con Doris y le había apoyado cuando empezó a aventurarse en el mundo agitado y atemorizante de las citas femeninas. A cambio, él siempre había emitido juicios acerca de mi vida personal sin necesidad de que nadie se lo pidiera.
Había hecho comentarios negativos acerca de mi ex marido y sido muy crítico con Mark. Rara vez tenía una palabra agradable acerca de Lucy o de mi modo de tratarla, y no le gustaban mis amigos. Sobre todo, yo notaba su frialdad respecto a mi relación con Wesley. Su irritación, sus celos, no me pasaban inadvertidos.
Cuando Jenrette y yo volvimos al despacho del juez, a las dos y media, Marino no había llegado todavía. Conforme transcurrían lentamente los minutos en el despacho de su señoría, mi enfado iba aumentando.
—¿Dónde nació usted, doctora? —me preguntó el juez desde el otro lado de su perfectamente ordenada su mesa.
—En Miami —respondí.
—Pues no habla usted como una sureña, se lo aseguro. Yo la hacía de algún lugar del norte.
—Sí, me eduqué en el norte.
—Quizá le sorprenda saber que yo también —comentó.
—¿Y por qué se estableció aquí? —le preguntó Jenrette.
—Por algunas de las mismas razones que lo ha hecho usted, estoy seguro.
—Pero usted es de aquí... —apunté.
—Como lo han sido tres generaciones anteriores. Mi bisabuelo nació en una cabaña de troncos de esta zona. Era maestro. Eso, por la parte de mi madre. Por parte paterna, hasta mediados de este siglo casi todos fueron fabricantes clandestinos de licores. Después, ha habido predicadores... —Interrumpió la explicación y añadió—: Me parece que ya deben de ser ellos.
Marino abrió la puerta y asomó la cabeza antes de dar un paso. Detrás de él venía Denesa Steiner y, aunque yo nunca acusaría a Marino de caballerosidad, advertí que se mostraba insólitamente atento y considerado con aquella mujer, a su vez extrañamente serena, cuya hija muerta era el motivo de la reunión. El juez se puso en pie y lo mismo hice yo, por pura costumbre, mientras la señora Steiner nos observaba con curiosidad y tristeza.
—Soy la doctora Scarpetta —Le tendí la mano y encontré la suya fría y blanda—. Lamento muchísimo todo esto, señora Steiner.
—Y yo soy el doctor Jenrette. Hemos hablado por teléfono.
—¿No quiere sentarse? —le ofreció el juez con gran amabilidad.
Marino acercó dos sillas y la ayudó a acomodarse en una. El ocupó la otra. La señora Steiner tenía entre treinta y cinco y cuarenta años y vestía de negro riguroso, con una falda ancha y larga y un suéter abotonado hasta la barbilla. No llevaba maquillaje y por único aderezo lucía un sencillo anillo de boda. Tenía todo el aspecto de una misionera solterona pero, cuanto más la estudiaba, mejor percibí lo que su indumentaria puritana no conseguía ocultar.
Era guapa, con una piel fina, una boca generosa y unos cabellos rizados del color de la miel. Tenía una nariz patricia y unos pómulos altos, y bajo los pliegues de sus ropas horribles escondía un cuerpo de formas voluptuosas. Sus atributos tampoco habían pasado inadvertidos a ninguno de los hombres presentes en el despacho. Marino, en especial, no podía apartar los ojos de ella.
—Señora Steiner —dijo el juez—, le he pedido que viniera aquí esta tarde porque estos doctores me han presentado una solicitud que tengo interés en que usted conozca. Y permítame decirle, ante todo, que agradezco mucho su presencia. Según mis referencias, no ha mostrado usted sino valor y decoro en este trance tan penoso y no tengo la menor intención de incrementar su dolor innecesariamente.
—Gracias, señor —respondió ella en un susurro.
Sus manos, pálidas y de dedos esbeltos, se apretaban con fuerza en el regazo.
—Verá, estos doctores han observado algunas cosas en las fotografías tomadas después de la muerte de la pequeña Emily. Esas cosas que han descubierto son misteriosas y los doctores desean hacer otro examen.
—¿Y cómo van a hacerlo? —preguntó la mujer cándidamente y con un acento firme y dulce que no sonaba como nativo de Carolina del Norte.
—Pues... quieren exhumar el cuerpo —explicó el juez.
La expresión de la señora Steiner no fue de enfado, sino de desconcierto, y se me encogió el corazón al verla reprimir las lágrimas.
—Antes de responder sí o no a la petición —continuó el juez Bagley—, deseo saber qué opinión le merece a usted. La mujer miró a Jenrette, primero, y luego a mí.
—¿Quieren desenterrarla?
—Sí —respondí—. Queremos hacerle un nuevo examen. Inmediatamente.
—No entiendo qué podrían encontrar esta vez que no hayan visto antes —dijo ella con voz temblorosa.
—Nada importante, quizá, pero hay algunos detalles que he observado en las fotos y que me gustaría inspeccionar mejor, señora Steiner. Esos detalles podrían ayudarnos a capturar a quien le hizo eso a Emily.
—¿Quiere contribuir a la captura del bastardo que ha matado a su niña? —preguntó el juez.
La mujer asintió vigorosamente, al tiempo que se echaba a llorar, y Marino intervino con tono furioso:
—¡Ayúdenos y le prometo que atraparemos a ese maldito canalla!
—Lamento hacerle pasar este trance —dijo el doctor Jenrette, quien para siempre quedaría convencido de haber cometido un grave error.
—Entonces, ¿podemos proceder?
Begley se inclinó hacia delante en el asiento como si se preparara a dar un brinco: como todos los presentes en el despacho, se sentía afectado por la terrible pérdida que había sufrido la mujer: percibía su absoluta vulnerabilidad de tal modo que, tuve la certeza, cambiaría para siempre su actitud hacia los delincuentes que llegasen ante su estrado con presuntas excusas e historias de mala suerte.
Denesa Steiner asintió de nuevo, incapaz de hablar. Tras ello, Marino la ayudó a salir de la sala. Jenrette y yo nos quedamos.
—Mañana amanecerá temprano y quedan muchas cosas por hacer —indicó el juez Begley.
—Tenemos que coordinar a mucha gente —asentí.
—¿Qué funeraria se encargó de la inhumación? —preguntó Begley a Jenrette.
—Wilbur's.
—¿En Black Mountain?
—Sí, señoría.
—¿Cómo se llama el director?
—Lucias Ray.
El juez tomaba notas.
—¿Qué hay del detective que llevaba el caso?
—Está en el hospital.
—Ah, es cierto.
El juez Begley levantó la vista y suspiró.
No supe muy bien qué me impulsaba a encaminarme directamente allí, salvo que había dicho que lo haría y que me sentía furiosa con Marino. Sobre todo estaba irracionalmente ofendida con él por la alusión a mi Mercedes, que había comparado desfavorablemente con un Infinity.
No se trataba de si el comentario era acertado o no; era la intención lo que me causaba irritación y disgusto. En aquel momento, no le habría pedido a Marino que me acompañara aunque hubiese creído en monstruos del lago Ness, en criaturas del espacio y en muertos vivientes. Habría rechazado su presencia aunque me hubiera suplicado, pese a mi secreto temor a las serpientes acuáticas. En realidad, a todas las serpientes, grandes y pequeñas.
Cuando llegué al lago Tomahawk para seguir lo que, según los informes, habían sido los últimos pasos de Emily, aún quedaba luz suficiente. Detuve el coche junto a una zona de picnic y seguí la línea de la orilla con la mirada mientras me preguntaba por qué habría de andar por allí una chiquilla cuando ya caía la noche. Recordé el temor que a mí me producían los canales cuando era niña, en Miami. Cada tronco era un caimán, y por las riberas solitarias vagaba mala gente.