La guerra de Hart (11 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

—¡Deténgase! —gritó Tommy—. ¡No se mueva!

El pie del aviador negro vaciló en el aire, suspendido sobre la alambrada que marcaba el límite.

Scott se volvió hacia el frenético ruido.

Tommy echó a correr agitando los brazos.

—¡No! ¡No lo haga! —gritó.

Al pasar junto a Bedford aminoró el paso.

—Eres un maldito y estúpido yanqui, Hart… —oyó murmurar entre dientes a Trader Vic.

Scott se quedó inmóvil, esperando que Tommy se acercara a él.

—¿Qué pasa? —preguntó el negro secamente, aunque su voz denotaba cierta ansiedad.

—Tiene que ponerse la camisa para atravesar el perímetro si no quiere que le acribillen —le explicó Tommy, resollando. Al volverse para señalar el campo de béisbol, ambos vieron a uno de los
kriegies
que había estado jugando apresurarse a través del campo portando la camisa de marras agitada por el viento—. Si no muestra la cruz roja, los alemanes pueden disparar contra usted sin previo aviso, es la norma. ¿No se lo había dicho nadie?

Scott meneó la cabeza.

—No —respondió con lentitud, mirando a Bedford—. Nadie me lo dijo.

—Tiene que ponerse esto, teniente, a menos que quiera suicidarse —le dijo el hombre que le tendía la prenda.

Lincoln Scott siguió contemplando a Vincent Bedford, que se hallaba a unos metros. Bedford se quitó el guante de béisbol y empezó a restregarlo despacio y con deliberación.

—¿Vas a buscar esa pelota, sí o no? —le volvió a preguntar Trader Vic—. Los jugadores están perdiendo el tiempo.

—¿Qué diablos te propones, Bedford? —le replicó Tommy volviéndose hacia el sureño—. ¡Los guardias le habrían disparado antes de que avanzara un metro!

El sureño se encogió de hombros, sin responder, sonriendo de gozo.

—Eso sería un asesinato, Vic —gritó Tommy—. ¡Y tú lo sabes!

—Pero ¿qué dices, Tommy? —contestó el sureño meneando la cabeza—. Sólo le pedí a ese chico que fuera a buscar la pelota, porque estaba más cerca. Naturalmente, supuse que esperaría a que le trajéramos la camisa. Cualquiera sabe, por tonto que sea, que tienes que ponerte esos colores si quieres traspasar el límite. ¿No es cierto?

Lincoln Scott se volvió despacio y alzó la vista hacia los guardias de la torre. Alargó la mano y sostuvo la camisa en alto, para que los guardias pudieran verlo.

A continuación la arrojó al suelo.

—¡Eh! —protestó el
kriegie
—. ¡No haga eso!

De pronto, Lincoln Scott cruzó el límite del campo, mirando a los guardias de la torre. Estos retrocedieron, arrodillándose detrás de sus armas. Uno de ellos accionó el cerrojo situado en la parte lateral de la ametralladora, y el ruido metálico resonó en todo el campo. Mientras el otro guardia tomó la cinta de cartuchos, dispuesto a cargar el arma.

Sin quitar ojo a los guardias armados, Scott caminó la escasa distancia que le separaba de la alambrada. Se agachó y recogió la pelota, tras lo cual regresó hasta el límite. Cruzó la línea impasible, dirigió a los guardias una mirada despectiva, y luego se volvió hacia Vincent Bedford.

Éste no cesaba de sonreír, pero ya de una manera forzada. Volvió a enfundarse el guante en la mano izquierda y golpeó el cuero dos o tres veces.

—Gracias, chico —dijo—. Ahora lanza la pelota para que podamos continuar con el juego.

Scott miró a Bedford y después a la pelota. Alzó la vista con parsimonia y contempló el centro del campo de béisbol, donde se hallaban el
catcher
, un
kriegie
que hacía de árbitro y el siguiente bateador. Scott tomó la pelota con la mano derecha y, pasando frente a Tommy, lanzó la pelota con furia.

La pelota de Scott siguió una trayectoria recta, como un proyectil disparado por el cañón de un caza, a través del polvoriento campo. Botó una vez en la parte interior del campo antes de aterrizar sobre el guante del atónito
catcher
. Incluso Bedford se quedó boquiabierto por la velocidad que Scott había imprimido a la pelota.

—Tienes un brazo tremendo, chico —comentó Bedford con un tono que denotaba asombro.

—Así es —repuso Scott. Luego se volvió y, sin decir palabra, reanudó su solitario paseo por el perímetro del campo.

3
El
Abort

Poco después del amanecer, al tercer día del incidente junto a la alambrada, Tommy Hart se despertó de su dormir profundo, repleto de sueños donde los agudos y estridentes sonidos de los silbatos hicieron de nuevo que se espabilara de golpe. El sobresalto puso fin a un extraño sueño en el que su novia, Lydia, y el capitán del oeste de Tejas que había muerto se hallaban sentados en unas mecedoras en el porche de la casa que los padres de Tommy tenían en Manchester. Ambos le hacían señas para que se uniera a ellos.

Tommy oyó murmurar a uno de los hombres del cuarto:

—¿Qué coño pasa ahora? ¿Otro túnel?

—Quizá sea un ataque aéreo —respondió una segunda voz al tiempo que se oía el sonido de unos pies que se apoyaban con fuerza en las tablas del suelo.

—Imposible —apostilló una tercera voz—. No se oyen sirenas. ¡Debe de tratarse de otro condenado túnel! Yo no sabía que estuviéramos cavando otro túnel.

—Se supone que nosotros no sabemos nada —dijo Tommy enfundándose el pantalón—. Se supone que sólo lo saben los expertos en túneles y los que planifican las fugas. ¿Está lloviendo?

Uno de los hombres abrió los postigos de la ventana.

—Está lloviznando. ¡Mierda! Hace mucho frío.

El hombre que había junto a la ventana se volvió hacia el resto de sus compañeros de cuarto y añadió con tono risueño:

—No pueden obligarnos a volar con esta niebla.

Esta afirmación fue de inmediato acogida con la mezcla habitual de risas, protestas y silbidos.

—Quizás alguno ha tratado de fugarse a través de la alambrada —oyó decir Tommy al piloto de caza que ocupaba la cama superior.

—Los pilotos de caza sólo pensáis en eso: que alguien va a tratar de fugarse solo —replicó una de las primeras voces entre bufidos sarcásticos.

—Somos gente independiente —contestó el piloto del caza, agitando la mano hacia el otro en plan de guasa. El resto de los aviadores se echó a reír.

—Pero necesitáis permiso del comité de fugas —dijo Tommy encogiéndose de hombros—. Y después del derrumbe del último túnel, dudo que alguien os dé permiso para suicidaros. Aunque se trate de un piloto de Mustang chiflado.

El comentario fue acogido con exclamaciones de aprobación.

Fuera, los silbatos no cesaban de sonar y se oía el estrépito y las carreras de hombres calzados con botas reuniéndose en formación. Los
kriegies
del barracón 101 tomaron sus jerséis de lana y sus cazadoras de cuero, que pendían de improvisados tendederos entre las literas, mientras los guardias los conminaban a gritos. Tommy se ató las botas con fuerza, cogió su gastada gorra y se unió a los prisioneros que salían de sus barracones. Cuando traspuso la puerta, alzó la vista hacia el cielo encapotado. Una ligera llovizna le humedeció el rostro y un frío intenso y húmedo le caló la ropa interior, el jersey y la cazadora. Tommy se levantó el cuello de la chaqueta, inclinó los hombros hacia delante y echó a andar hacia el campo de revista.

Pero lo que vio lo hizo detenerse en seco.

Dos docenas de soldados alemanes, cubiertos con abrigos de invierno y con sus relucientes cascos de acero salpicados de gotitas de humedad, se hallaban congregados en torno al
Abort
situado entre el barracón 101 y el barracón 102. Con expresión dura y recelosa, se hallaban frente a los aviadores aliados, empuñando sus armas. Parecían esperar una orden.

El
Abort
tenía sólo una puerta, ubicada al otro lado del pequeño edificio de madera. Von Reiter, el comandante del campo, con un abrigo forrado de raso rojo echado sobre los hombros, más adecuado para asistir a la ópera que para aquellas circunstancias, se hallaba junto a la puerta del
Abort
. Como de costumbre, sostenía una fusta en la mano, con la que golpeaba reiteradamente sus negras y relucientes botas de cuero. Fritz Número Uno, en posición de firmes, se encontraba a unos pasos de él. Von Reiter no hizo caso de los hurones y observó a los
kriegies
que pasaban a toda prisa. Aparte del gesto nervioso con la fusta, Von Reiter permanecía inmóvil como uno de los abetos que montaban guardia en el lejano bosque, indiferente a la hora intempestiva y al frío. El comandante recorrió con la mirada las filas de hombres formados, casi como si pretendiera contarlos él mismo, o como si reconociera cada uno de los rostros.

Los hombres se agruparon y se colocaron en posición de firmes, de espaldas al
Abort
y al escuadrón de soldados que lo rodeaban. Algunos
kriegies
trataron de volverse para ver qué ocurría a sus espaldas, pero desde el centro de la formación sonó la orden de mirar al frente. Esto les puso nerviosos; a nadie le gusta tener hombres armados a sus espaldas. Tommy aguzó el oído, pero no logró descifrar lo que ocurría dentro del
Abort
. Meneó la cabeza.

—Menudo sitio para excavar un túnel. ¿A quién se le habrá ocurrido esa sandez? —murmuró para sí.

—Supongo que a los genios de siempre —repuso un hombre tras él—. En una situación normal…

—La hubiéramos jodido —replicaron un par de voces al unísono.

—Eso —añadió otro hombre en la formación—, pero ¿cómo diablos lo descubrieron los alemanes?

Es el mejor sitio para excavar y a la vez el peor. Si soportas la peste…

—Ya, si…

—Algunos tíos están dispuestos a arrastrarse a través de mierda con tal de salir de aquí —dijo Tommy.

—Yo no —respondió otro, pero otra voz se apresuró a contradecirle.

—Tío, si pudiera salir de aquí, estaría dispuesto a arrastrarme a través de lo que fuera. Lo haría incluso por un pase de veinticuatro horas. ¡Pasar un día, o medio siquiera, al otro lado de esta maldita alambrada, coño!

—Estás loco —repuso el primero.

—Es posible. Pero permanecer en este campo no beneficia mi estado mental, te lo aseguro.

Se oyó un coro de murmullos de aprobación.

—Ahí van el viejo y Clark —musitó uno de los pilotos—. Echan chispas por los ojos.

Tommy Hart vio al coronel y su segundo en el mando pasar frente a la cabeza de la formación, tras lo cual dieron media vuelta y se dirigieron hacia el
Abort
. MacNamara marchaba con la intensidad de un instructor de West Point. El comandante Clark, cuyas piernas parecían tener la mitad del tamaño que las de su superior, se esforzaba en seguirlo. Habría resultado cómico de no ser por la expresión enfurecida que mostraban ambos hombres.

—Espero que consigan averiguar qué ocurre —masculló un hombre—. ¡Joder, tengo los pies empapados! Apenas siento los dedos.

Pero no obtuvieron respuesta inmediata. Los hombres permanecieron en posición de firmes otros treinta minutos, restregando de vez en cuando los pies en el suelo, tiritando. Por fortuna, al cabo de un rato cesó la llovizna. No obstante, el cielo apenas se despejó cuando salió el sol, mostrando un ancho mundo de color plomizo.

Al cabo de casi una hora, los
kriegies
vieron al coronel MacNamara y al comandante Clark pasar con el
Oberst
Von Reiter por la puerta principal y entrar en el edificio de oficinas del campo. Aún no se había efectuado el recuento de prisioneros, lo cual sorprendió a Tommy. No sabía qué ocurría, y se sentía picado por la curiosidad. Cualquier hecho que escapara de la ratina era bienvenido, pensó Tommy. Cualquier cosa distinta, que les recordara que no estaban aislados. En cierto modo, Tommy confiaba en que los alemanes hubieran descubierto otro túnel. Le gustaban los desafíos, aunque él mismo no se atreviera a plantearlos. Le había complacido ver cómo Bedford arrojaba el pan a los rusos. Le había satisfecho, y al mismo tiempo sorprendido, la temeridad que había demostrado Lincoln Scott junto a la alambrada. Le complacía todo aquello que le recordara que no era un mero
kriegie
. Pero esas cosas ocurrían muy de vez en cuando.

Después de otra larga espera, Fritz Número Uno se acercó a la cabeza de las formaciones y anunció en voz alta:

—Descansen. El recuento matutino se retrasará unos momentos. Pueden fumar. No abandonen su posición.

—¡Eh, Fritz! —gritó el capitán de Nueva York—. Déjenos ir a mear. ¡Nos lo haremos en los pantalones!

El alemán sacudió la cabeza con energía.

—Todavía no.
Verboten!
—dijo.

Los
kriegies
protestaron, pero se relajaron de inmediato. Alrededor de Tommy flotaba el olor a tabaco. No obstante observó que Fritz Número Uno, permanecía de pie, recorriendo con la vista las columnas de hombres cuando lo normal hubiera sido que se apresurase a gorrear un pitillo a un prisionero. Al cabo de unos segundos, Tommy vio que el alemán había localizado al hombre que buscaba, y el hurón se dirigió hacia los prisioneros del barracón 101.

Fritz Número Uno se acercó a Lincoln Scott.

—Teniente Scott —dijo el hurón en voz baja—, haga el favor de acompañarme al despacho del comandante.

Tommy observó que el aviador negro dudó unos instantes, tras lo cual avanzó un paso y repuso:

—Como usted quiera.

El piloto y el hurón echaron a andar con rapidez a través del campo de revista hacia la puerta principal. Dos guardias la abrieron para dejarlos pasar, volviéndola a cerrar de inmediato. Durante un par de segundos, las formaciones guardaron silencio. Después se levantaron numerosas voces, como el viento antes de una tormenta.

—¿Qué ocurre?

—¿Qué quieren los alemanes de él?

—¿Sabe alguien qué está pasando?

Tommy calló. Su curiosidad iba en aumento, espoleada por las voces que se alzaban a su alrededor. Pensó que todo aquello era muy extraño. Extraño porque se salía de lo habitual. Extraño porque nunca había ocurrido nada semejante.

Los hombres siguieron protestando y rezongando durante casi otra hora. Para entonces, la débil claridad del día había conseguido abrirse paso a través del cielo plomizo, y el escaso calor que prometía la mañana había llegado. Los prisioneros tenían hambre. Muchos se morían de ganas de ir al retrete. Todos acusaban el frío y la humedad.

Y todos sentían curiosidad.

Al cabo de unos momentos, Fritz Número Uno apareció junto a la puerta de la alambrada. Los guardias la abrieron y él la atravesó casi a la carrera, dirigiéndose directamente hacia los hombres del barracón 101. Mostraba el rostro acalorado, pero nada en su talante indicaba lo que iba a suceder.

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