La guerra de Hart (14 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Un extraño que entrara por primera vez en
un Abort
se habría sentido abrumado por la fetidez, pero los
kriegies
estaban acostumbrados y, a los pocos días de llegar al Stalag Luft 13, los aviadores constataban que era uno de los pocos lugares en el campo donde podían pasar unos minutos en relativa soledad. Lo que la mayoría más detestaba era la falta de papel higiénico. Los alemanes no se lo suministraban, y los paquetes de la Cruz Roja solían contener pocos rollos, pues preferían enviar comida.

Tommy y Hugh se detuvieron en la puerta.

El hedor los invadió. En el
Abort
no había electricidad, por lo que el lugar estaba en penumbra, iluminado sólo por el brillo de un cielo gris y encapotado que se filtraba por las ventanas con barrotes.

Antes de entrar Renaday se puso a canturrear brevemente una melodía anónima.

—Piensa un segundo, Tommy —dijo—. Eran las cinco de la mañana, ¿no? ¿No fue lo que dijo Fritz?

—En efecto —respondió Tommy con voz queda—. ¿Qué demonios hacía Vic aquí? A esa hora los retretes de los barracones aún funcionan. Los alemanes no cortan el agua hasta media mañana. Y este lugar debía de estar oscuro como boca de lobo. Salvo por el reflector que pasa sobre él cada… ¿cuánto?…, cada minuto, cada noventa segundos, pongamos. Aquí dentro no se debía de ver nada.

—De modo que uno no acudiría sin un buen motivo…

—Y vaciar el vientre no es el motivo.

Ambos hombres asintieron con la cabeza.

—¿Qué es lo que buscamos, Hugh?

—Verás —repuso Hugh con un suspiro—, en la academia de policía te enseñan que si miras con atención la escena del crimen te indica todo cuanto ha ocurrido. Veamos qué podemos descubrir.

Los dos hombres entraron juntos. Tommy miró a derecha e izquierda, tratando de asimilar lo sucedido, pero sin saber muy bien qué andaba buscando en aquel momento. Caminaba delante de Renaday y antes de llegar al último cubículo se detuvo y señaló el suelo.

—Mira, Hugh —dijo bajando la voz—. ¿No parece una huella? En todo caso, parte de una huella.

Renaday se arrodilló. En el suelo de madera de la letrina aparecía con claridad la huella de una bota que se dirigía hacia el cubículo del
Abort
. El canadiense tocó la huella con cuidado.

—Sangre —dijo. Levantó lentamente la mirada, fijándola en la puerta del último cubículo—. Ahí dentro, supongo —añadió reprimiendo un breve suspiro—. Examina antes la puerta, para comprobar si hay algo más.

—¿Como qué?

—Huellas dactilares marcadas en sangre.

—No. No veo nada de eso.

Hugh sacó el cuaderno y se puso a dibujar el interior del
Abort
. De paso, registró la forma y la dirección de la huella.

Tommy abrió muy despacio la puerta del retrete, como un niño que se asoma por la mañana a la habitación de sus padres.

—Dios santo —murmuró de golpe.

Vincent Bedford estaba sentado en el retrete, con el pantalón bajado hasta los tobillos, medio desnudo. Pero tenía el torso inclinado hacia atrás, contra la pared, y la cabeza ladeada hacia la derecha. En sus ojos había una expresión de espanto. Su pecho y la camisa que lo cubría estaban manchados de sangre.

Lo habían degollado. En el lado izquierdo del cuello presentaba un profundo corte rodeado de coágulos.

El cadáver tenía un dedo parcialmente amputado, que pendía flácido. También presentaba un corte en la mejilla derecha y la camisa estaba parcialmente desgarrada.

—Pobre Vic —dijo Tommy en un murmullo.

Los dos aviadores contemplaron el cadáver. Ambos habían visto morir a muchos hombres, y de forma terrorífica, y lo que presenciaron en el
Abort
no les repugnó. Ambos habían visto a hombres despedazados por balas, explosiones y metralla; destripados, decapitados y quemados vivos por los caprichos de la guerra. Habían visto eliminar con una manguera las vísceras y demás restos sanguinolentos de los artilleros que habían encontrado la muerte en sus torretas de plexiglás. Pero esas muertes estaban dentro del suceder de la lucha, donde era normal presenciar los aspectos más brutales de la muerte. En
el Abort
era distinto; allí había un hombre muerto que debía estar vivo.

Morir de forma violenta sentado en el retrete era estremecedor y auténticamente terrorífico.

—Sí, Dios santo —dijo Hugh.

Tommy observó que una esquina de la solapa del bolsillo de la camisa de Bedford estaba levantada. Pensó que ahí era donde Trader Vic guardaba su cajetilla de cigarrillos. Se inclinó sobre el cuerpo y golpeó ligeramente el bolsillo. Estaba vacío.

Ambos siguieron examinando el cadáver. Tommy recordó que debía medir, valorar, calcular e interpretar con esmero el retrato que tenía ante sí como si se tratara de la página de un libro.

Recordó los numerosos casos criminales sobre los que había leído. Recordó que durante ese importante examen inicial se observaba a menudo un pequeño detalle. La culpabilidad o inocencia de un hombre dependía a veces de un detalle casi inapreciable. Las gafas que habían caído del bolsillo de la chaqueta de Leopold. ¿O era Loeb? Tommy no lo recordaba. Al contemplar el cadáver de Vincent Bedford, experimentó una sensación de impotencia. Trató de recordar su última conversación con el de Misisipí, pero no lo conseguía. Reparó en que el cadáver que tenía frente a él se estaba convirtiendo rápidamente en uno más. Algo que uno rechazaba y relegaba al universo de las pesadillas, donde engrosaba la legión de hombres muertos y mutilados que poblaban los sueños de los vivos. Ayer era Vincent Bedford, capitán. Piloto de un bombardero con numerosas condecoraciones y hábil negociador admirado por todos los prisioneros del campo. De pronto estaba muerto, y ya no formaba parte de las horas de vigilia de Tommy Hart.

Tommy emitió un suspiro prolongado.

Entonces observó algo que no encajaba.

—Hugh —dijo con tono quedo—, creo que he hecho un hallazgo.

Renaday alzó rápidamente la cabeza de su cuaderno de dibujo.

—Yo también —contestó—. Está claro… —Pero no concluyó la frase.

Ambos oyeron un ruido fuera del
Abort
. Las voces exaltadas de los alemanes, ásperas e insistentes. Tommy asió al canadiense del brazo.

—Ni una palabra —dijo— hasta más tarde.

—Entendido —contestó Renaday.

Los dos hombres se volvieron y salieron de la letrina al aire frío y húmedo, sintiendo que el olor nauseabundo y la visión terrorífica se desprendían de ellos como gotas de humedad. Fritz Número Uno estaba junto a la puerta, en posición de firmes. En la mano sostenía una cámara provista de
flash
.

A un metro se apostaba un oficial alemán.

Era un hombre de estatura y complexión física modestas, algo mayor que Tommy, de unos treinta años, aunque era difícil precisarlo porque en la guerra no todos los hombres envejecen de igual manera. Su pelo corto y espeso era negro como el azabache, aunque unas prematuras canas salpicaban sus sienes, del mismo color que la trinchera de cuero que llevaba sobre un uniforme de la Luftwaffe perfectamente planchado pero que no era de su talla. Tenía la piel muy pálida y mostraba una profunda cicatriz roja debajo de un ojo. Lucía una barba bien recortada, lo cual sorprendió a Tommy. Sabía que los oficiales navales alemanes solían llevarla, pero nunca se la había visto a un aviador, ni siquiera una tan discreta como aquélla. Tenía unos ojos que traspasaban como cuchillas a quien tuvieran delante.

Se volvió pausadamente hacia los dos
kriegies
. Tommy observó también que le faltaba el brazo izquierdo.

—¿Teniente Hart? —preguntó el alemán tras una pausa—. ¿Teniente Renaday?

Ambos hombres se pusieron firmes. El alemán les devolvió el saludo.

—Soy el
Hauptmann
Heinrich Visser —dijo. Hablaba un inglés fluido, con escaso acento, pero con un sonido sibilante. Observó a Renaday con atención.

—¿Pilotaba usted un Spitfire, teniente? —preguntó de sopetón.

Hugh negó con la cabeza.

—Un Blenheim, de copiloto —aclaró.

—Bien —murmuró Visser.

—¿Es un detalle importante? —inquirió Renaday.

El alemán esbozó una sonrisa breve y cruel. Al hacerlo, la cicatriz pareció cambiar de color. Era una sonrisa torcida. Hizo un pequeño ademán con la mano derecha, indicando el brazo que le faltaba.

—Me lo arrancó un Spitfire —dijo—. Consiguió colocarse detrás de mí cuando maté a su compañero de combate. —Visser se expresaba con voz fría y controlada—. Disculpe —añadió, midiendo bien sus palabras—. Todos somos prisioneros de nuestros infortunios, ¿no es así?

Tommy pensó que era una pregunta filosófica más apropiada para formularla durante una cena y ante una botella de buen vino o de licor, que junto a la puerta de una letrina en la que yacía un hombre asesinado, pero se abstuvo de expresar ese pensamiento en voz alta.

—Tengo entendido,
Hauptmann
, que es usted una especie de enlace —dijo—. ¿Cuáles son exactamente los deberes de su cargo?

Más relajado, el
Hauptmann
Visser restregó los pies en el suelo. No calzaba las botas de montar que lucían el comandante y sus ayudantes, sino unas botas negras más sencillas aunque igual de impecables.

—Debo dar fe de todos los aspectos del caso e informar a mis superiores. La convención de Ginebra nos obliga a garantizar el bienestar de todos los prisioneros aliados en nuestro poder. Pero en este momento mi cometido es asegurarme de que se retiren los restos. Entonces quizá podamos comparar nuestros hallazgos en una ocasión posterior.

»¿Pidieron a este soldado que les proporcionara una cámara? —inquirió el
Hauptmann
Visser volviéndose hacia Fritz Número Uno.

Hugh avanzó un paso.

—En la investigación de un asesinato se deben tomar fotografías del cadáver y de la escena del crimen. Por eso pedimos a Fritz que nos consiguiera una cámara.

Visser asintió.

—Sí, es cierto… —Sonrió.

La primera impresión de Tommy fue que el
Hauptmann
parecía un hombre peligroso. Su tono de voz era amable y complaciente, en cambio sus ojos indicaban todo lo contrario.

—En una situación habitual sí, pero ésta no es una situación habitual. Alguien podría sacar clandestinamente las fotografías y utilizarlas con fines de propaganda. No puedo consentirlo.

Visser alargó la mano para tomar la cámara.

Tommy pensó que Fritz Número Uno estaba a punto de desmayarse. Tenía la espalda rígida y el rostro lívido. Si se había atrevido siquiera a respirar en presencia del
Hauptmann
, Tommy Hart no lo había advertido. El hurón se apresuró a entregar la cámara.

—No lo pensé,
Herr Hauptmann
—empezó a decir Fritz Número Uno—. Me ordenaron que ayudara a los oficiales…

Visser le interrumpió con un ademán lacónico.

—Por supuesto, cabo. Es lógico que no viera el peligro como lo he visto yo.

El oficial se volvió hacia los dos aviadores aliados.

—Ésta es justamente la razón por la que estoy aquí.

Visser tosió secamente. Se volvió, indicando a uno de los soldados armados que todavía custodiaban el
Abort
.

—Ocúpese de devolver esta cámara a su dueño —dijo, entregándosela.

El guardia saludó, colgó la correa de la cámara del hombro y regresó a su posición de centinela.

Luego Visser sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta. Con sorprendente destreza, extrajo un cigarrillo, volvió a guardar éste en el bolsillo y sacó un mechero de acero, que encendió de inmediato.

Después de dar una larga calada, levantó la vista.

—¿Han completado su inspección? —inquirió arqueando una ceja.

Tommy asintió.

—Bien —repuso el alemán—. En ese caso el cabo les acompañará para que se entrevisten con su… —Visser dudó irnos instantes, tras lo cual, sin dejar de sonreír, agregó—: cliente. Yo me encargaré de concluir los trámites aquí.

Después de reflexionar unos segundos, Tommy Hart murmuró al canadiense:

—Quédate aquí, Hugh. Procura no quitar el ojo al
Hauptmann
. Y averigua lo que hace con el cadáver de Bedford.

Luego miró al alemán y añadió:

—Opino que es imprescindible que examinen los restos del capitán Bedford. Para que cuando menos podamos estar seguros de los aspectos médicos del caso.

—Como mínimo —apostilló Hugh casi en un susurro—. Ni fotos, ni médicos. Vaya putada.

El
Hauptmann
Visser se encogió de hombros, pasando por alto la expresión chocarrera del canadiense.

—No creo que eso sea práctico, dadas las dificultades de nuestra situación actual. No obstante, yo mismo examinaré el cadáver, y si pienso que su petición es fundada, mandaré llamar a un médico alemán.

—Sería preferible que fuera americano. Pero no tenemos ninguno.

—Los médicos no son buenos bombarderos.

—Dígame,
Hauptmann
, ¿tiene usted conocimientos sobre investigaciones criminales? ¿Es usted policía,
Hauptmann
? ¿Cómo lo llaman ustedes,
Kriminalpolizei
? —preguntó Tommy.

Visser tosió de nuevo. Alzó el rostro, esbozando su característica sonrisa ladeada.

—Espero que volvamos a reunimos pronto, teniente. Quizá podamos hablar entonces con más calma. Ahora, si me disculpan, tengo mucho que hacer y dispongo de poco tiempo.

—Muy bien,
Herr Hauptmann
—replicó Tommy Hart secamente—. Pero he ordenado al teniente Renaday que permanezca aquí para presenciar personalmente el levantamiento del cadáver del capitán Bedford.

Visser miró a Hart, pero su rostro exhibía la misma sonrisa complaciente. Tras dudar unos instantes, contestó:

—Como usted guste, teniente.

El alemán echó a andar, pasó junto a Tommy y entró en el
Abort
. Renaday se apresuró a seguirlo. Fritz Número Uno agitó la mano vigorosamente, una vez que el oficial hubo desaparecido, indicando a Tommy que lo siguiera, y ambos hombres volvieron a atravesar el campo. Los grupos de
kriegies
que se habían congregado en torno al campo de revista se hicieron a un lado para dejarlos pasar. A su espalda, Tommy Hart oyó murmurar a los hombres preguntas y conjeturas, y algunas voces airadas.

Junto a la puerta de la celda número 6 había un guardia empuñando una ametralladora Schmeisser. Tommy pensó que tenía poco más de dieciocho años. Aunque estaba en posición de firmes, se mostraba nervioso y casi asustado por hallarse cerca de los
kriegies
. No era un hecho infrecuente. Algunos de los guardias jóvenes e inexperimentados llegaban al Stalag Luft 13 tan imbuidos de la propaganda sobre los
Terrorfliegers
—los aviadores-terroristas, según la constante arenga de las emisiones radiofónicas nazis— de los ejércitos aliados, que creían que todos los
kriegies
eran salvajes caníbales sedientos de sangre. Por supuesto, Tommy sabía que la guerra aérea de los aliados se basaba en los conceptos gemelos de brutalidad y terror. Los ataques incendiarios que se sucedían día y noche sobre los centros populosos de las ciudades no podían calificarse de otro modo. Por tanto supuso que la inquietante idea de hallarse cerca de un
Terrorflieger
negro hacía que el joven no apartara el dedo del gatillo de su Schmeisser.

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