La guerra de Hart (18 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La puerta crujió al cerrarse a sus espaldas y los dos hombres avanzaron en silencio a través del campo de revista, hacia el barracón 101. Tommy pensó que más adelante quería hacer unas preguntas a Fritz Número Uno, pero en esos momentos lo que más le intrigaba era la velocidad a la que caminaba el hurón.

—Debemos apresurarnos —dijo el alemán.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Tommy.

—Ninguna prisa —respondió Fritz, tras lo cual, contradiciéndose de nuevo, añadió—. Debe regresar a su dormitorio. Rápido.

Ambos llegaron al callejón entre los barracones. La forma más rápida de alcanzar el barracón 101 era tomar por el callejón. Pero Fritz Número Uno asió a Tommy del brazo y tiró de él para conducirlo hacia el exterior del barracón 103.

—Debemos ir por aquí —insistió el hurón.

Tommy se detuvo en seco.

—Por allí es más rápido —dijo señalando al frente.

Fritz Número Uno volvió a aferrarle el brazo.

—Por aquí también llegaremos en seguida —replicó.

Tommy miró extrañado al hurón y luego hacia el callejón oscuro. Los guardias habían encendido los reflectores y uno pasó sobre el tejado del barracón más próximo. Bajo la luz del reflector, Tommy distinguió las brumosas gotas de lluvia y la niebla. Entonces se percató de lo que estaba situado en el otro extremo del callejón, a pocos pasos de los dos barracones y fuera de su campo visual.
El Abort
donde habían hallado el cadáver de Bedford.

—No —dijo Tommy de repente—, iremos por ahí.

Hizo un brusco ademán para obligar a Fritz a soltarle el brazo y echó a andar a través de las tenebrosas sombras y la siniestra oscuridad del callejón. El hurón vaciló unos segundos antes de seguirlo.

—Por favor, teniente Hart —dijo en voz baja—. Me ordenaron que le condujera por el camino más largo.

—¿Quién se lo ordenó? —inquirió Hart mientras seguía avanzando.

Ambos hombres se desplazaban de una zona oscura a otra, su camino apenas iluminado por el débil resplandor que asomaba del interior de los barracones, donde todavía funcionaba la modesta electricidad. El haz del reflector pasaba de vez en cuando sobre ellos.

Fritz Número Uno no respondió, pero no era necesario. Tommy Hart prosiguió con paso resuelto y en cuanto dobló la esquina vio a tres hombres junto al
Abort
: el
Hauptmann
Heinrich Visser, el coronel MacNamara y el comandante Clark.

Los tres oficiales se volvieron cuando apareció Tommy. MacNamara y Clark adoptaron una expresión de enfado, mientras que Visser parecía sonreír ligeramente.

—No está autorizado a pasar por aquí —le espetó Clark.

Tommy se cuadró y saludó con energía a los oficiales.

—¡Señor! Si esto tiene algo que ver con el caso que nos ocupa…

—¡Retírese, teniente! —le ordenó Clark.

Pero no bien hubo pronunciado esas palabras cuando del interior del
Abort
salieron tres soldados alemanes que acarreaban una larga sábana impermeable. Tommy dedujo que el cadáver de Vincent Bedford iba envuelto en la sábana. Los tres soldados bajaron con precaución los escalones y depositaron el cuerpo en el suelo. Luego se cuadraron frente al
Hauptmann
Visser. Este les dio una orden en alemán, en voz baja, y los hombres alzaron de nuevo el cadáver, doblaron la esquina y desaparecieron. En éstas apareció otro soldado alemán en la puerta del
Abort
. Llevaba puesto un mandil negro semejante al de un carnicero y sostenía un cepillo de fregar. Visser gritó una orden con tono áspero al soldado, quien saludó y volvió a entrar en el
Abort
.

Entonces Clark dio un paso hacia Tommy, y ordenó con voz severa, tenso e irritado:

—¡Repito: retírese, teniente!

Tommy saludó de nuevo y se dirigió a toda prisa hacia el barracón 101. Pensó que había presenciado varias cosas interesantes, entre ellas el curioso hecho de que habían tardado más de doce horas en retirar el cadáver del hombre asesinado del lugar donde había sido descubierto. Sin embargo, lo más curioso era que los alemanes estuvieran limpiando el
Abort
, una tarea que solían desempeñar los mismos
kriegies
.

Tommy se detuvo frente a la entrada de su barracón, resollando. Si quedaba alguna prueba dentro del
Abort
, a esas alturas ya había desaparecido. Durante unos momentos se preguntó si Clark y MacNamara habrían visto lo mismo que Hugh Renaday y él: que el asesinato de Trader Vic se había perpetrado en otro lugar. Tommy no estaba seguro de que los dos oficiales fueran lo bastante hábiles para interpretar los indicios que ofrecía una escena del crimen como la que habían investigado esa mañana.

Pero de una cosa estaba seguro: Heinrich Visser sí lo había hecho.

La cuestión, se dijo, era si el alemán había compartido sus hallazgos con los oficiales estadounidenses.

Lo lógico hubiera sido que al final de la jornada estuviera exhausto, pero los interrogantes y los detalles confusos que se habían acumulado en su mente le mantenían despierto en su litera después de que se hubieran apagado las luces, mucho después de que los otros hombres que ocupaban la habitación se hubieran sumido en un sueño agitado. En más de una ocasión Tommy había cerrado los ojos para abstraerse de los ronquidos, la respiración de sus compañeros y la oscuridad, pero sólo conseguía ver el cadáver de Vincent Bedford sentado en el retrete del
Abort
, o a Lincoln Scott agazapado en un rincón de la celda de castigo.

En cierto modo, aquellas inquietantes imágenes que le mantenían despierto resultaban estimulantes. Al menos eran diferentes, únicas. Tenían un componente de emoción que aceleraban los latidos del corazón y estimulaban la mente. Cuando por fin se quedó dormido, fue pensando con agrado en la entrevista que iba a mantener por la mañana con Phillip Pryce.

Pero no fue la luz de la mañana lo que le despertó.

Fue una mano áspera que le cubrió la boca.

Tommy pasó directamente del sueño al temor. Se incorporó a medias en su litera, pero la presión de la mano le obligó a tumbarse de nuevo. Se revolvió, tratando de levantarse, pero se detuvo al oír una voz que le susurraba.

—No te muevas, Hart. No hagas el menor movimiento…

Era una voz suave, que parecía resbalar por el violento palpitar de la sangre en sus oídos y los acelerados latidos de su corazón.

Tommy se recostó en la cama. La mano seguía cubriéndole la boca.

—Escúchame, yanqui —prosiguió la voz en un tono apenas más alto que un murmullo—. No levantes la vista. No te vuelvas, limítate a escucharme y no te haré daño. ¿Puedes hacerlo? Asiente con la cabeza.

Tommy asintió.

—Bien —dijo la voz.

Tommy se percató de que el hombre estaba de rodillas junto a su litera, envuelto en la oscuridad.

Ni siquiera el haz del reflector que pasaba de vez en cuando sobre el exterior del barracón y penetraba a través de los postigos de madera de la ventana le permitía ver quién le sujetaba con tanta fuerza. No sabía dónde tenía aquel hombre la mano derecha, ni si sostenía un arma en ella.

De improviso, Tommy oyó una segunda voz, murmurando desde el otro lado de la litera. Se llevó tal sobresalto que debió de estremecerse ligeramente, pues el hombre que estaba junto a él aumentó la presión sobre su boca.

—Pregúntaselo —dijo la segunda voz con tono imperioso—. Hazle la pregunta.

El hombre que estaba a su lado soltó un leve gruñido.

—Dime, Hart, ¿eres un buen soldado? ¿Eres capaz de obedecer órdenes?

Tommy asintió de nuevo con la cabeza.

—Bien —masculló el otro—. Lo sabía. Porque eso es lo que queremos que hagas, ¿comprendes? Es lo único que debes hacer. Obedecer las órdenes que te den. ¿Recuerdas cuáles son esas órdenes?

Tommy no dejaba de asentir.

—Las órdenes, Hart, son que procures que se haga justicia. Ni más ni menos. ¿Lo harás, Hart?

¿Procurarás que se haga justicia?

Tommy trató de responder, pero la mano que le tapaba la boca se lo impedía.

—Asiente con la cabeza, teniente.

Tommy asintió, como antes.

—Queremos tener la certeza, Hart. Porque ninguno de nosotros quiere que se evite la justicia.

Conseguirás que se haga justicia, ¿no es así?

Tommy no se movió.

—Sé que lo harás —murmuró la voz una última vez—. Todos estamos convencidos. Todos los que estamos aquí… —Tommy percibió que el hombre que estaba a su izquierda se levantaba y se dirigía hacia la puerta del dormitorio—. No te vuelvas. No digas nada ni enciendas ninguna vela. Quédate acostado. Y recuerda que sólo tienes un deber: obedecer órdenes… —dijo el hombre.

Le apretó la boca con tanta fuerza que lo lastimó. Después lo soltó y desapareció en la oscuridad.

Tommy oyó que la puerta crujía al abrirse y cerrarse. Boqueando como un pez recién pescado, Tommy permaneció tendido rígido en su litera, tal como le habían ordenado, mientras poco a poco volvía a percibir los sonidos habituales de los hombres que ocupaban la habitación. Pero transcurrió un rato antes de que los resonantes y violentos latidos de su corazón se normalizaran.

5
Amenazas

Tommy mantuvo la boca cerrada mientras los
kriegies
salían apresuradamente de los barracones al toque del
Appell
matutino. Comenzaba a clarear y el cielo pasaba de un gris opaco y metálico a cernirse sobre un horizonte de plata bruñida que ofrecía la promesa de un día despejado. No hacía tanto frío como la víspera, pero el aire seguía saturado de humedad. A su alrededor, como de costumbre, los hombres se quejaban y maldecían mientras se agrupaban en filas de cinco y se iniciaba el laborioso proceso del recuento. Los hurones se paseaban frente a las filas, diciendo los números en alemán, volviendo a comenzar y repitiéndose cuando perdían la cuenta o cuando la pregunta de un
kriegie
los distraía. Tommy escuchó con atención cada voz, esforzándose en reconocer en los retazos de palabras que llegaban a sus oídos la voz de los dos hombres que le habían visitado aquella noche.

Tommy se colocó en posición de descanso, fingiendo sentirse relajado, tratando de aparentar aburrimiento, como había hecho durante cientos de mañanas como aquélla, pero interiormente lo vencía una extraña ansiedad que, de haber sido mayor y más experimentado, habría reconocido como temor. Pero era muy distinto del temor al que los otros
kriegies y
él estaban habituados, el temor universal de volar y toparse con una ráfaga de balas trazadoras y fuego antiaéreo. Sintió deseos de darse media vuelta, escudriñar los ojos de los hombres que le rodeaban en la formación, imaginando de improviso que los dueños de las dos voces que había oído junto a su litera en plena noche no le quitaban los ojos de encima. Tommy miró disimuladamente a izquierda y derecha, tratando de localizar e identificar a los hombres que le habían dicho que su deber sólo consistía en obedecer órdenes. Estaba rodeado, como de costumbre, por hombres que volaban en todo tipo de aviones de guerra. En Mitchells y Liberators, Forts y Thunderbolts, Mustangs, Warhawks y Lightnings.

Alguien, seguramente, lo observaba, pero no sabía quién.

Los silbidos y quejas de la mañana eran las mismas de siempre. Las desastradas filas de aviadores estadounidenses no presentaban un aspecto distinto de otros días, salvo por la ausencia de dos hombres. Uno había muerto. El otro estaba en la celda de castigo, acusado de asesinato.

Tommy inspiró profundamente y trató de controlarse. Sintió que su corazón se aceleraba, que latía casi tan deprisa como cuando se había despertado al sentir aquella mano que le oprimía la boca. Se sentía mareado y le ardía la piel, sobre todo en la espalda, como si los ojos de los hombres que trataba de identificar le quemaran.

El aire matutino era fresco. Su sabor le recordó de pronto los guijarros del río de truchas de su población natal que se colocaba bajo la lengua en días calurosos. Tommy cerró los ojos unos segundos e imaginó las turbulentas y oscuras aguas coronadas de espuma en los angostos rápidos de Batten Kill o el río White, aguas de deshielo que se precipitaban desde los riscos de las Green Mountains y discurrían hacia las caudalosas cuencas del Connecticut o el Hudson. Esa imagen le calmó.

Entonces oyó a un hurón junto a él, recitando los números con tono irritado.

Tommy abrió los ojos y comprobó que casi habían concluido el recuento. Miró al otro lado del recinto y en aquel preciso instante el
Oberst
Von Reiter, acompañado por el
Hauptmann
Heinrich Visser, salió del edificio de oficinas, pasó ante el cordón de guardias cuadrados ante él, y atravesó la puerta principal en dirección a los aviadores congregados en el recinto. Como de costumbre, Von Reiter iba vestido de un modo impecable, cada raya de su uniforme parecía cortar el aire como un sable. Visser, por el contrario, presentaba un aspecto menos pulcro, un tanto arrugado, casi como si hubiera dormido con el uniforme puesto. Aunque llevaba la manga vacía de su abrigo sujeta, el viento la agitaba mientras el oficial se afanaba en seguir el paso del comandante del campo, que era más alto que él.

Tommy observó los ojos del
Hauptmann
y, al aproximarse éste, comprobó que no cesaba de recorrer con la vista las filas de
kriegies
, calibrando y midiendo a los hombres colocados en posición de firmes. Tenía la sensación de que Visser los miraba con una ira que se esmeraba inútilmente en ocultar. Von Reiter, pensó Tommy, pese a su talante militar y su aspecto prusiano, semejante a la caricatura de un cartel propagandístico, no era sino un distinguido carcelero. Visser, en cambio era el enemigo.

El coronel MacNamara y el comandante Clark abandonaron las formaciones para colocarse frente a los dos oficiales alemanes. Después de los saludos de rigor y de conversar los cuatro unos momentos en voz baja, MacNamara se volvió, avanzó un paso y se dirigió en voz alta a los hombres:

—¡Caballeros! —dijo. Cualquier ruido residual entre los
kriegies
cesó al instante. Los hombres se inclinaron hacia delante para escuchar—. Están informados del atroz asesinato de uno de los nuestros. Ha llegado el momento de poner fin a todos los rumores, chismorreos y conjeturas que han rodeado este desgraciado incidente.

MacNamara se detuvo y fijó la mirada en Tommy Hart.

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