Read La guerra de Hart Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (19 page)

—El capitán Vincent Bedford será enterrado hoy al mediodía, con honores militares, en el cementerio situado detrás del barracón 119. Después, el hombre acusado de haberlo asesinado, el teniente Lincoln Scott, será liberado de la celda de castigo y puesto bajo la custodia de su abogado defensor, el teniente Thomas Hart, del barracón 101. El teniente Scott permanecerá en todo momento confinado en su dormitorio del barracón, salvo para llevar a cabo alguna legítima gestión relacionada con la preparación de su defensa.

MacNamara apartó los ojos de Tommy y volvió a contemplar las filas de hombres.

—Nadie debe amenazar al teniente Scott. Nadie debe hablar con el teniente Scott a menos que tenga que comunicarle información pertinente. Está arrestado y debe ser tratado como un prisionero. ¿He sido claro?

Todos dieron la callada por respuesta.

—Bien —continuó MacNamara—. Dentro de veinticuatro horas el teniente Scott comparecerá ante un consejo de guerra para una vista preliminar. El juicio para que responda a los cargos se celebrará la semana que viene.

Después de dudar unos instantes, MacNamara agregó:

—Hasta que el tribunal haya llegado a una conclusión, el teniente Scott debe ser tratado con cortesía, respeto y silencio total. Pese a los sentimientos que les inspire y a las pruebas que obran contra él, se le considerará inocente hasta que un tribunal militar dé su veredicto. Toda violación de esta orden será castigada con severidad.

El coronel había adoptado la posición de descanso, pero seguía transmitiendo una fuerza que se abatía como una ola sobre los
kriegies
. No se oyó siquiera una protesta.

Tommy suspiró. Pensó que el coronel no podía haber pronunciado un discurso más perjudicial ante los hombres del campamento. Incluso la palabra «inocente» había sonado como si pretendiera indicar justamente lo contrario. Sintió deseos de dar un paso al frente y decir algo en defensa de Lincoln Scott, pero se mordió el labio, contuvo ese impulso que sabía que sólo lograría empeorar las cosas a su cliente.

Después de aguardar unos instantes, MacNamara se volvió hacia los oficiales alemanes. Se saludaron. Como de costumbre, Von Reiter tocó la visera de su gorra con la fusta y luego golpeó sus lustrosas botas.

El comandante Clark avanzó hacia la cabeza de la formación, moviéndose como un boxeador aproximándose a su maltrecho contrincante arrinconado contras las cuerdas. Se colocó frente a los aviadores y gritó:

—¡Rompan filas!

Los
kriegies
se dispersaron en silencio a través del recinto.

No había rastro de Fritz Número Uno, lo cual sorprendió a Tommy, pero otro de los hurones conocía la ordenanza que le permitía desplazarse a la sección británica del campo, y después de que Tommy le hubo sobornado con un par de cigarrillos para que abandonara sus deberes le abrió la puerta del recinto y lo escoltó en su trayecto por delante del edificio de oficinas, las duchas y la celda de castigo hasta el recinto norte.

Hugh Renaday le esperaba junto a la alambrada, paseando de un lado a otro con aire inquieto, como tenía por costumbre, caminando en círculos y fumando sin parar. Cuando Tommy se apresuró hacia él, se detuvo y le saludó con la mano.

—Estoy impaciente por hablar del asunto, abogado. Y Phillip está excitado como una perra en celo. Se le han ocurrido algunas ideas…

Hugh se detuvo en medio del torrente de palabras y miró a su amigo con expresión de perplejidad.

—Tienes mala cara, Tommy. ¿Qué ocurre?

—¿Tanto se nota? —respondió Tommy.

—Se te ve pálido y demacrado, muchacho. ¿No has dormido?

Tommy esbozó una breve sonrisa.

—Digamos que alguien se empeñó en que no durmiera. Vamos, os lo contaré a ti y a Phillip al mismo tiempo.

Hugh cerró la boca, asintió con la cabeza y ambos hombres echaron a andar a paso ligero a través del recinto. Tommy sonrió para sus adentros al reconocer una de las mejores cualidades de su amigo. No muchos hombres, cuando se sienten picados por la curiosidad, son capaces de callar al instante y ponerse a examinar los detalles. Era una cualidad rayana en lo taciturno, quizás una faceta de un temperamento reflexivo. Tommy se preguntó si Hugh sería tan eficiente con sus observaciones y a la hora de controlar sus emociones en la cabina de pilotaje de un bombardero.

«Quizá sí», pensó.

Phillip Pryce se hallaba en el cuarto de literas que compartía con Renaday, sentado con la espalda encorvada como un monje sobre un tosco escritorio de madera, escribiendo unas notas sobre una hoja de papel de carta, sosteniendo un diminuto cabo de lápiz con sus dedos largos y aristocráticos. Cuando los dos hombres entraron en la habitación, alzó la cabeza y tosió de forma estentórea. En el extremo de la mesa se consumía una colilla y el suelo estaba sembrado de ceniza.

Pryce sonrió, buscó a su alrededor el cigarrillo y lo agitó en el aire como el director de una orquesta filarmónica marcando un
crescendo
.

—Muchas ideas, amigos míos, muchas ideas… —Luego observó a Tommy más detenidamente y añadió—. Ah, pero veo que han ocurrido más cosas en el espacio de unas pocas horas. ¿Qué nueva información nos traes, abogado?

—Anoche recibí una breve visita de lo que supuse que era el comité de vigilancia del Stalag Luft 13, Phillip. O quizá la versión local del Ku Klux Klan.

—¿Te amenazaron? —inquirió Renaday.

Tommy describió brevemente el episodio desde el momento en que le despertó la mano.

Comprobó que al contar a sus amigos lo sucedido, una parte de los ecos de ansiedad que experimentaba se desvaneció. Pero era lo bastante inteligente para comprender que esa sensación de tranquilidad era tan falsa quizá como su temor. En cualquier caso decidió mantener cierto grado de suspicacia, una postura intermedia entre el temor y la sensación de seguridad.

—Limítate a obedecer las órdenes…, eso fue lo que me dijeron —explicó.

—¡Los muy cabrones! —estalló Hugh—. ¡Cobardes! Deberíamos contárselo al coronel y…

Phillip Pryce alzó la mano para interrumpir a su compañero.

—En primer lugar, Hugh, amigo mío, no vamos a impartir ninguna información, ni siquiera amenazas e intimidación, al bando contrario. Nos debilitaría y les reforzaría a ellos, ¿de acuerdo? —Phillip sacó otro cigarrillo, sustituyendo al que había dejado que se consumiera. Lo encendió y exhaló una larga bocanada—. Te lo ruego, Tommy —dijo observando el humo—, danos una descripción completa de todo lo que viste e hiciste después de que te dejara Hugh. De ser posible, trata de recrear cada conversación palabra por palabra. Esfuérzate en recordar.

Tommy asintió con la cabeza. De forma pausada, utilizando cada detalle que podía recordar, relató todo cuanto había hecho la víspera. Hugh se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados, concentrándose, como si estuviera absorbiendo todo cuanto decía Tommy. Pryce, con los ojos fijos en el techo, se repantigó en su silla, balanceándose ligeramente y haciendo crujir las tablas del suelo.

Cuando hubo terminado, Tommy miró al viejo inglés, quien dejó de balancearse y se inclinó hacia delante. Durante unos instantes, la débil luz que se filtraba a través de la sucia ventana le confirió una apariencia siniestra y fantasmal, como un hombre que se levanta del lecho después de compartir unos momentos de intimidad con la muerte. De golpe, ese aire cadavérico se disipó y el anciano recobró su apariencia angular, casi académica, acompañada por una sarcástica y amplia sonrisa.

—¿Dices que esos visitantes nocturnos te llamaron «yanqui»?

—Sí.

—¡Qué interesante! Es una forma muy interesante de expresarlo. ¿Detectaste otros signos sureños en su lenguaje? ¿Un modo de hablar sibilante, arrastrando las palabras, o alguna expresión pintoresca que los delate?

—Creo que sí —repuso Tommy—. Pero no hablaban, susurraban. Un susurro puede ocultar una inflexión o un acento.

Pryce asintió.

—Sin duda. Pero la palabra «yanqui» nos conduce en una dirección obvia, ¿no es cierto?

—Sí. Uno del norte no utilizaría nunca esa palabra. Ni una persona del Medio Oeste o del Oeste.

—Esa palabra nos conduce a conclusiones inevitables. Indica con claridad ciertas cosas, ¿no es así?

—Así es, Phillip —respondió Tommy con una sonrisa—. ¿Qué es lo que insinúas?

Pryce emitió un sonoro estornudo y acto seguido sonrió.

—Bien —dijo con lentitud, recreándose en cada palabra mientras se inclinaba hacia delante—. Mi experiencia es semejante a la de Hugh. En el noventa y nueve por ciento de los casos es el desgraciado leñador el que ha cometido el salvaje y aparentemente claro asesinato. Por regla general, lo obvio se corresponde con la realidad.

Pryce se detuvo, dejando que una sonrisa le paseara por su rostro, alzando sus comisuras hacia arriba, arqueando sus cejas, dibujando un hoyuelo en su mentón.

—Pero siempre existe la excepción a la regla. Desconfío de las palabras y el lenguaje que nos conducen a conclusiones precipitadas en lugar de a un mundo más sólido de hechos.

Pryce se levantó y cruzó la habitación, como propulsado por sus propias ideas. Abrió una pequeña arca confeccionada con cajas de embalaje vacías y sacó un bote de té y unas tazas.

—Qué zorro eres, Phillip —dijo Tommy sintiendo por primera vez desde aquella mañana una sensación de alivio—. ¿Adónde quieres ir a parar?

—No. Aún no —repuso Phillip, casi riendo de gozo—. No haré otras conjeturas hasta disponer de más datos. Tommy, querido amigo, echa otro leño en el fuego, tomaremos el té. Te he preparado unas notas que creo que te ayudarán en las cuestiones de diligencias judiciales. Asimismo, propongo un sistema de interrogatorios.

Pryce dudó unos momentos, tras lo cual habló, expresándose con una seriedad que eliminó todo humor de sus palabras e hizo que Tommy las tomara más en serio.

—Creer es complicado para un abogado defensor, Tommy —dijo—. No es necesario creer en tu cliente para defenderlo. Algunos dirían que es más fácil no tener una opinión al respecto, que las emociones de la confianza y la honestidad sólo consiguen entorpecer las maniobras de la ley. Pero esta situación no se presta a las interpretaciones habituales. En nuestro caso, para defender al teniente Scott, creo que debes confiar de todo corazón en su inocencia, por difícil que te resulte. Por supuesto, esta confianza conlleva una responsabilidad mayor, pues su vida está realmente en tus manos.

Tommy asintió con la cabeza.

—Trataré de averiguar la verdad cuando hable con él —dijo con tono solemne, lo cual hizo que Phillip Pryce volviera a sonreír, como un maestro de escuela divertido ante el excesivo y sincero afán de sus alumnos.

—Creo que estamos aún muy lejos de descubrir las verdades, Tommy. Pero convendría empezar a buscarlas. Las mentiras siempre son más fáciles de descubrir. Quizá deberíamos exhumar algunas mentiras.

—Lo haré —contestó Tommy.

—Ah, ésa es la actitud de un americano de pro. Por lo que doy gracias a Dios.

Pryce tosió y rió, después de lo cual se volvió hacia sus dos compañeros.

—Otra cosa, Tommy, Hugh. Un detalle de suma importancia, a mi modo de ver.

—¿De qué se trata?

—Procura descubrir el lugar donde Trader Vic fue asesinado. Eso aclarará muchas cosas.

—No sé cómo hacerlo.

—Lo hallarás haciendo lo que un verdadero abogado debe hacer a fin de comprender realmente los entresijos de su caso.

—Explícate.

—Ponte en los corazones y las mentes de todas las personas implicadas. El hombre asesinado. El acusado. Y no olvides a los hombres que van a juzgarlo. Pueden existir muchas razones que apoyen a la acusación, y muchas razones que llevan al jurado a emitir un determinado veredicto, y es imprescindible que antes de que eso ocurra, tú comprendas absoluta y totalmente todas las fuerzas que actúan.

Tommy asintió.

Pryce tomó la tetera y la hizo girar en el aire con gesto ostentoso para comprobar si estaba llena de agua, tras lo cual la colocó sobre el viejo hornillo de hierro fundido.

—El famoso leñador de Hugh puede estar sentado en el suelo con un rifle descargado en las rodillas y apestando a alcohol. ¿Pero quién le proporcionó el rifle? ¿Quién le sirvió la copa? ¿Y quién le insultó, provocando la pelea? Y lo que es más importante, ¿quién tiene más que perder o ganar con la muerte del desgraciado que yace en el suelo de la cantina?

Pryce sonrió de nuevo, mirando regocijado a Renaday y a Hart.

—Todas las fuerzas, Tommy. Todas las fuerzas.

Después de una pausa añadió:

—Dios mío, no me había divertido tanto desde que aquel maldito Messerschmidt nos tuvo en su punto de mira. ¿Está listo el té, Hugh? —Durante unos momentos la sonrisa del más viejo dio paso a una expresión seria cuando añadió—: Claro que probablemente al joven señor Scott esto no le parece tan intrigante como a mí.

—Probablemente —dijo Tommy—. Porque sigo pensando que están decididos a matarlo.

—Eso es lo malo de la guerra —murmuró Hugh Renaday mientras servía el té en las tazas de cerámica blanca desportilladas—. Siempre hay algún cabrón que pretende matarte. ¿Quién quiere una gota de leche?

El guardia apostado junto a la celda de castigo dejó pasar a los dos aviadores sin decir palabra.

Era cerca del mediodía, aunque en el interior reinaba una luz grisácea más parecida al amanecer.

Tommy suponía que no tardarían en emitir la orden de libertad condicionada de Scott, pero pensaba que era más interesante interrogarlo mientras se sintiera trastornado por el aislamiento y la frialdad creados por la celda. Al comentárselo a Hugh, éste asintió con la cabeza.

—Deja que le dé un buen repaso —dijo—, que utilice con él el socorrido pero eficaz método de un policía provincial.

A lo que Tommy accedió.

El aviador de Tuskegee se hallaba en un rincón de la celda, haciendo unos ejercicios cuando entraron Tommy y Hugh. Hacía su gimnasia con rapidez, subiendo y bajando su cuerpo como a golpes de metrónomo, contando en voz alta de modo que las palabras resonaban en el reducido y húmedo espacio. Cuando los otros aparecieron, alzó la cabeza, pero no se detuvo hasta haber alcanzado el número 100. Entonces se puso en pie y miró a Hugh, quien a su vez le observó con singular intensidad.

—¿Quién es éste? —preguntó Scott.

—El teniente de aviación Hugh Renaday. Es amigo mío y ha venido para ayudarnos.

Other books

My Seaswept Heart by Christine Dorsey
The Secrets of Life and Death by Rebecca Alexander
The Life by Bethany-Kris
Trumps of Doom by Roger Zelazny
Owning Arabella by Shirl Anders
90 Miles to Havana by Enrique Flores-Galbis