La guerra de Hart (20 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Scott alargó la mano y los dos hombres se saludaron. Pero el negro no soltó la mano de Hugh de inmediato, sino que la retuvo unos segundos en silencio, mientras escudriñaba cada ángulo del rostro del canadiense. Hugh, por su parte, le fulminó con la mirada.

—¿Policía, no es así? —preguntó Scott—. Antes de la guerra.

Hugh movió la cabeza en sentido afirmativo.

—De acuerdo, policía —dijo Scott soltándole de pronto la mano—. Hágame unas preguntas.

Hugh sonrió brevemente.

—¿Por qué cree que quiero hacerle unas preguntas, teniente Scott?

—Para eso ha venido, ¿no?

—Bien, es evidente que Tommy necesita ayuda. Y si Tommy necesita ayuda, usted también.

Estamos hablando de un crimen, lo cual significa pruebas, testigos y diligencias judiciales. ¿No cree que un ex policía puede ayudar en estos temas? ¿Incluso aquí, en el Stalag Luft 13?

—Supongo que sí.

Hugh asintió.

—Bien —dijo—. Me alegro de haber aclarado esto desde el principio. Hay algunos otros puntos que también conviene aclarar, teniente. Cree que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la víctima, el capitán Bedford, le odiaba a usted, ¿no es así?

—Sí. Bueno, en realidad el señor Bedford odiaba lo que yo era y representaba. No me conocía.

Sólo odiaba el concepto que le merecía mi persona.

—Un matiz interesante —le respondió Hugh—. O sea, que odiaba la idea de que un hombre negro pudiera ser piloto de un caza, ¿no es eso?

—Sí. Pero sin duda era algo más profundo que eso. Odiaba el que un negro respirara y lograra ocupar un puesto que suele estar reservado a los blancos. Odiaba el progreso, odiaba el éxito.

Odiaba la idea de igualdad entre los hombres.

—De modo que la tarde que el capitán Bedford trató de conseguir que usted traspasara el límite del campo, eso no iba dirigido personalmente contra usted, sino más bien contra lo que usted representa.

—Sí, eso creo —respondió Scott tras dudar unos instantes.

Hugh sonrió.

—En ese caso los guardias alemanes armados con ametralladoras en realidad no habrían disparado contra usted, sino contra un ideal, ¿no es cierto?

Scott no respondió.

—Dígame, teniente —dijo Hugh sonriendo con ironía—, ¿supone que morir por un ideal es menos doloroso? ¿La sangre de uno tiene un color distinto cuando muere por un ideal?

De nuevo, Scott guardó silencio.

—¿Me permite que le pregunte, teniente, si odiaba usted al capitán Bedford del mismo modo? ¿Le odiaba a él o a los criterios anticuados y fanáticos que encarnaba?

Scott entrecerró los ojos y se detuvo antes de responder, como si de pronto se sintiera receloso.

—Odiaba lo que él representaba.

—Y habría hecho cualquier cosa con tal de eliminar del mundo esos odiosos criterios, ¿no es así?

—No… Sí.

—¿En qué quedamos?

—Habría hecho cualquier cosa.

—¿Inclusive sacrificar su propia vida?

—Sí, sí por una causa justa.

—¿O sea, la causa de la igualdad?

—Sí.

—Es comprensible. ¿Pero estaría también dispuesto a matar?

—Sí. No. No es tan sencillo, ¿comprende, señor Renaday?

—Puede llamarme Hugh, teniente.

—De acuerdo, Hugh. No es tan sencillo.

—¿Por qué?

—¿Estamos hablando sobre mi caso o en términos generales?

—¿Le parece que son dos cosas distintas, teniente Scott?

—Sí, Hugh.

—¿En qué sentido?

—Yo odiaba a Bedford y deseaba acabar con todos los ideales racistas que él representaba, pero no lo asesiné.

Hugh se apoyó contra el muro de la celda de castigo.

—Entiendo. Bedford representaba todo cuanto usted desea destruir. Pero no aprovechó la oportunidad, ¿es eso?

—Sí. ¡Yo no maté a ese cabrón!

—¿Pero le hubiera gustado hacerlo?

—Sí. ¡Pero no lo hice!

—Ya. Pero supongo que se alegrará de que Bedford esté muerto.

—¡Sí!

—¿Pero usted no lo hizo?

—¡Sí! ¡Quiero decir no; maldita sea! Quizá deseara verlo muerto, pero yo no lo maté. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita?

—Sospecho que muchas más. Es un matiz que a Tommy le va a costar explicar a los miembros del tribunal militar. Suelen ser bastante obtusos a la hora de comprender ese tipo de sutilezas, teniente —comentó Hugh con tono sarcástico.

Lincoln Scott estaba rígido de ira. Los tensos músculos de su cuello asomaban bajo la piel como unas líneas forjadas en una fundición diabólicamente ardiente. Tenía los ojos como platos, la mandíbula crispada, la ira parecía emanar de su cuerpo junto con el sudor que perlaba su frente.

Hugh Renaday se hallaba a unos pasos de él, apoyado en la pared de la celda, lánguido y relajado.

De vez en cuando ponía énfasis en algún punto mediante un gesto ambiguo del brazo, entornando los ojos o mirando hacia al techo, como si se burlase de las protestas del otro.

—¡Es la verdad! ¿Por qué es tan difícil convencer a la gente de la verdad? —gritó Scott, haciendo que sus palabras reverberaran entre los muros de la celda.

—¿Y qué importancia tiene la verdad? —replicó Hugh con extrema suavidad.

La pregunta dejó estupefacto a Scott. Inclinó el torso hacia delante, boquiabierto, como si la fuerza de las palabras se hubiera quedado atascada en su garganta como una muchedumbre que se apresura a tomar el metro en hora punta. Se volvió hacia Tommy unos instantes, como pidiéndole ayuda, pero no dijo nada. Tommy tampoco. Pensó que todos se medían unos a otros en aquella pequeña habitación: estatura, peso, vista, tensión sanguínea y pulso. Pero lo más importante era si se hallaban en el lado justo o equivocado de una muerte violenta e inexplicada.

Hugh Renaday rompió el breve silencio.

—De modo —dijo con vehemencia, como un matemático al llegar al término de una larga ecuación—, que tenía usted un motivo. Un motivo de peso. Abundantes motivos, ¿no es cierto, teniente? Y sabemos que tuvo la oportunidad, pues ha reconocido, no sin algo de ingenuidad, que la noche de autos salió del barracón. Lo único que falta, en realidad, son los medios. Los medios para cometer el asesinato. Sospecho que en estos momentos la acusación está examinando el problema.

Hugh observó a Scott fijamente y continuó hablando en términos irritantes de tan claros.

—¿No cree, teniente Scott, que sería más sensato reconocer que cometió el crimen? En realidad, en muchos aspectos, nadie puede reprochárselo. Por supuesto, los amigos de Bedford se sentirán indignados, pero creo que conseguiríamos convencerles de que usted actuó en respuesta a una provocación. Sí, Tommy, creo que éste es el mejor sistema. El teniente Scott debería reconocer abiertamente lo que ocurrió. A fin de cuentas, fue una pelea justa, ¿no es así, teniente? Bedford contra usted. En la oscuridad del
Abort
. Podría haber sido usted quien quedara ahí tendido…

—¡Yo no maté a Bedford!

—Podemos alegar que no hubo premeditación, Tommy. Una antipatía que conduce de forma inevitable a una pelea bastante típica. En el ejército estas cosas ocurren con frecuencia. En realidad se trataría de homicidio culposo…, puede que le echen una docena de años, trabajos forzados, nada más…

—¿Es que no me escucha? ¡Yo no he matado a nadie!

—Salvo a unos cuantos alemanes, claro…

—¡Sí!

—¿El enemigo?

—Sí.

—Ah, ¿pero no habíamos quedado en que Bedford era el enemigo?

—Sí, pero…

—Ya. De modo que es justo matar a uno, pero no al otro…

—Sí.

—¡Lo que dice no tiene sentido, teniente!

—¡Yo no lo maté!

—Yo creo que sí.

Scott iba a replicar, pero se contuvo. Miró a Hugh Renaday a través del reducido espacio, respirando trabajosamente, como un hombre peleando contra las olas del océano, esforzándose por alcanzar la costa. De pronto pareció tomar una decisión, tras lo cual habló con una voz fría, áspera, directa, la voz de una pasión irrefrenable, la voz de un hombre adiestrado para pelear y matar.

—Si yo hubiera decidido matar a Vincent Bedford —dijo—, no lo habría hecho a escondidas. Lo habría hecho delante de todos los hombres en el campo. Y con esto…

Apenas hubo hablado, cruzó el espacio que lo separaba de Renaday, arrojando un violento derechazo, pero se detuvo a pocos pasos del canadiense. Era un golpe brutal, propinado con velocidad, precisión y furia. El puño crispado del negro se detuvo a escasos centímetros del mentón de Renaday, inmóvil.

—Esto es lo que habría utilizado —dijo Scott, casi susurrando—. Repito: y no lo habría hecho a escondidas.

Hugh contempló el puño durante unos segundos y luego miró los ojos centelleantes de su dueño.

—Es muy rápido —comentó con voz queda—. ¿Ha aprendido a boxear?

—«Guantes Dorados». Campeón de pesos semipesados del Midwest durante tres años consecutivos. Nadie logró derrotarme. Gané más combates por K.O. de los que puedo recordar.

Scott se volvió hacia Tommy.

—Dejé de boxear porque no dejaba tiempo para mis estudios —dijo secamente.

—¿Qué estudiaba? —preguntó Hugh.

—Después de obtener mi grado universitario
Magna Cum Laude
de la Northwestern, me licencié en psicología de la educación por la Universidad de Chicago —respondió—. También cursé estudios de ingeniería aeronáutica. Asimismo, me preparé como piloto.

Dejó caer el puño y retrocedió un paso, casi dándoles la espalda a los dos hombres blancos, pero luego se detuvo y los miró a los ojos.

—No he matado a nadie, excepto alemanes. Tal como me ordenó mi país que lo hiciera.

Los dos hombres dejaron a Scott en la celda de castigo y se dirigieron hacia el recinto sur.

Tommy respiraba con trabajo; como de costumbre, el reducido espacio de las celdas de castigo provocaba en él una sensación de angustia, un recuerdo del miedo que había experimentado en otras ocasiones, un ataque de claustrofobia. No era una cueva, un armario ni un túnel, pero poseía algunos de los temibles y siniestros aspectos de todos ellos, lo cual le ponía nervioso, pues suscitaba ingratos recuerdos de su temor infantil.

Un extraño silencio había invadido el sector americano del campo. No se veía el número habitual de hombres practicando ejercicios, ni a otros paseando por el perímetro con el mismo paso sistemático y frustrado. El tiempo había vuelto a mejorar. Momentos de cielo despejado interrumpían los cielos plomizos de Baviera, haciendo que las remotas líneas de abetos en el bosque circundante emitieran un húmedo resplandor lejano.

Hugh avanzaba con paso rápido, como si sus pies reflejaran sus cálculos. Tommy Hart se afanaba en seguirlo, de forma que ambos caminaban hombro con hombro, como una pareja de bombarderos medianos volando en estrecha formación para protegerse uno a otro.

Tommy alzó la vista durante unos momentos. Imaginó unos aviones dispuestos en hileras en numerosas pistas de aterrizaje en Inglaterra, Sicilia o el Norte de África. En su imaginación oyó el estrépito de los motores, el inmenso e incesante rugido de energía, aumentando de tono e intensidad a medida que las falanges de aviones corrían por la pista y despegaban, cargados con pesadas bombas, hacia los cielos despejados. En lo alto vio un rayo de sol filtrándose a través de las delgadas nubes y pensó en los oficiales y comandantes de vuelo sentados ante sus mesas en sus despachos, a salvo, contemplando el mismo sol y pensando que hacía un hermoso día para enviar a hombres jóvenes a matar o a morir. La cuestión era muy simple: no tenía para elegir.

Tommy bajó la cabeza y pensó en lo que había visto y oído en la celda de castigo.

—Él no lo hizo —dijo a su compañero.

El otro no respondió hasta haber avanzado irnos pasos más a través del enlodado recinto.

Entonces dijo, también en voz baja, como si ambos compartieran un secreto:

—Yo tampoco creo que lo hiciera. No después de haberme mostrado el puño. Eso sí tenía sentido, si es que puede decirse que haya algo en este lugar que tenga sentido. Pero ése no es el problema, ¿verdad?

Tommy meneó la cabeza al responder.

—El problema es que todo parece señalarlo a él. Incluso sus protestas de inocencia parecen indicar que es el culpable. Por otra parte, no te fue difícil hacer que perdiera los nervios. Me pregunto qué tipo de testigo de la defensa sería el teniente Scott.

A Tommy se le ocurrió de pronto una idea: «si la verdad puede apoyar una mentira, ¿no podría ocurrir lo contrario?» Pero se abstuvo de expresarlo en voz alta.

—Aún no hemos reflexionado sobre el asunto de la sangre en sus zapatos y su cazadora. ¿Cómo diablos se los manchó de sangre, Tommy?

Tommy siguió avanzando, pensando en la pregunta que le había hecho su amigo.

—Scott nos dijo que por las noches sale sigilosamente del barracón para ir al retrete —respondió—.

A nadie se le ocurriría salir disimuladamente calzado con unas pesadas botas de aviador que hacen crujir las tablas del suelo, ¿no te parece, Hugh?

Hugh emitió un sonido de aprobación.

—Apuesto mi próxima tableta de chocolate a que esto era ni más ni menos lo que insinuó Phillip hace un rato. Se trata de un montaje.

—Muy bien, ¿pero por qué?

Hugh se encogió de hombros.

—No tengo ni la más remota idea, Tommy.

Siguieron andando con rapidez.

—Oye, Tommy, estamos caminando muy deprisa —dijo Hugh deteniéndose—. Pero ¿adónde nos dirigimos?

—Al funeral, Hugh. Quiero que después vayas a entrevistar a alguien.

—¿A quién?

—Al médico que examinó el cadáver.

—No sabía que lo hubiera examinado un médico.

Tommy asintió.

—Alguien lo ha hecho. Aparte del
Hauptmann
Visser. Debemos dar con esa persona. Y en este campo sólo hay dos o tres candidatos posibles. Se hallan en el barracón 111, donde se encuentran los servicios médicos. Debes dirigirte allí. Yo me encargaré de escoltar al teniente Scott. No permitiré que atraviese el campo solo…

—Te acompañaré. No será agradable.

—No —replicó Tommy con más vehemencia de la necesaria—. Lo haré solo. Quiero que tu participación en esto quede en secreto, en todo caso hasta que consigamos nuestra primera vista.

Ante todo debemos impedir que averigüen que Phillip guía nuestros pasos. Es mejor que quien esté detrás de esta trampa, montaje, conspiración o como quieras llamarlo, no sepa que se enfrenta a uno de los más insignes letrados del Old Bailey.

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