La Guerra de los Dioses (33 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

—¡Bah! —resopló el subcomandante—. El único elfo que vale algo es ese tipo, Porthios. Ése sí que es un luchador. Siguiendo su costumbre, los elfos enviaron al exilio al único líder bueno que tenían. Según cuentan, vive como un proscrito.

—Se dice que él y sus guerreros atacaron el campamento de la Garra Roja —comentó otro caballero—. Mataron tres dragones y escaparon antes de que nadie se diera cuenta que estaban allí.

—No me extrañaría. —Trevalin asintió con la cabeza— Porthios es listo y competente, y, para ser elfo, tiene una chispa de honor, o eso es lo que me han dicho. Podría enfrentarme a él en la batalla y no sentirme después deseando darme un baño. Cada vez que ese Rashas se acercaba a mí, me entraban ganas de lavarme las manos.

Siguieron hablando de la guerra, pero Steel apenas prestó atención. Seguía oyendo las palabras de Palin, que se repetían una y otra vez en su mente, mezcladas con la melodía de la canción que los Caballeros de Solamnia prisioneros habían entonado en su honor. Steel recordaba vagamente haber oído antes ese canto, aunque no se acordaba dónde. Probablemente cuando era pequeño y vivía en Palanthas, durante la guerra. No había pensado en ello, desde luego, durante los últimos veinte años. Sin embargo, la melodía sonaba en su memoria, solemne, reverente, un himno de victoria que honraba el auto-sacrificio, pero con un toque de pena por una pérdida irreparable. No sabía la letra; eran palabras del solámnico antiguo, pero no importaba, ya que las palabras que oía flotando en la melodía, como aceite sobre agua, eran las de Palin.

—¡Brightblade!

Steel levantó la cabeza bruscamente.

Trevalin tenía una mano sobre su hombro.

—Vete a la cama, amigo mío. Dudo que hayas dormido mucho durante estas últimas noches.

Steel obedeció, más para huir de la compañía que porque realmente sintiera necesidad de descansar. De todos modos, no era fácil dormir. El calor resultaba asfixiante, parecía consumir el aire de los dormitorios. Yació en la cama bañado en sudor, preguntándose qué le estarían haciendo a Palin los Caballeros Grises. Fuera lo que fuese, no sería agradable.

Steel no era de los que se impresionaban fácilmente; había visto morir hombres con anterioridad, pero esto era diferente. La Señora de la Noche no intentaba extraer información de Palin. Lo que trataba era de obligarlo a entregar el bastón, que era suyo por derecho. Eso, a entender de Steel, era robar y, por ende, deshonroso. Era consciente de que los Caballeros Grises veían la apropiación del bastón del enemigo del mismo modo que Steel contemplaba la conquista de una fortaleza enemiga, pero no podía evitar sentir asco. Tal como le sucedía a Trevalin con Rashas, cada vez que Steel estaba cerca de la Señora de la Noche, sentía el deseo de marcharse y lavarse las manos.

El joven mago se había comportado muy honorablemente, y pese a ello sería tratado de un modo vergonzoso.

—Por lo menos —decidió Steel, soñoliento—, me encargaré de que Palin tenga una muerte rápida e indolora. Es lo mínimo que puedo hacer por él.

El caballero se preguntaba cómo conseguir esto, cuando de lo siguiente que fue consciente era de que la luz de las antorchas había reemplazado la del sol. Había dormido a lo largo de todo el día.

La noche no trajo alivio al calor. La temperatura había subido tanto durante el día que los que estaban de guardia bajo el sofocante sol se desmayaban al poco rato y tenían que ser reemplazados continuamente por otras tropas. Varios de los jóvenes pajes habían recibido una reprimenda por freír un huevo sobre las losas del pavimento, pero el oficial que los pilló, llevó consigo el huevo frito todo el día y se lo mostró a todos aquellos con que se encontró.

Lord Ariakan terminó la investigación de la muerte de la suma sacerdotisa, y ordenó que el funeral se llevara a cabo de inmediato y que el cuerpo fuera incinerado. No era recomendable tener un cadáver sin inhumar con este calor. No había visto marca alguna en la anciana, ni herida, ya fuera causada por la magia o por cualquier otro medio. La gran sacerdotisa era muy vieja; tenía más de cien años, según sostenían algunos, y estimó que su muerte se debía a causas naturales. Dedicó el resto del día a intentar acallar los rumores que se propagaban como una plaga entre los supersticiosos cafres.

Steel se despertó para encontrarse con que sus compañeros se iban entonces a la cama. Completamente descansado y sintiéndose inquieto, comprendió que sería incapaz de seguir durmiendo. Buscó a Trevalin y le preguntó si sabía lo que había pasado con el Túnica Blanca.

Poco interesado en el asunto, Trevalin contestó que suponía que la Señora de la Noche había llevado al joven a las salas abandonadas que en su tiempo eran las trampas para dragones y de las que los Caballeros de la Espina habían hecho su cuartel general. El subcomandante advirtió a Steel, con un tono bastante seco, que no tuviera nada más que ver con el Túnica Blanca ni con la hechicera gris.

Pensándolo bien, Steel decidió que era un buen consejo. No podía hacer nada para salvar a Palin; por el contrario, lo único que quizá conseguiría sería empeorar aún más las cosas para el joven. Era mago; había elegido la parte que le había tocado vivir; había elegido su propia suerte. Resuelto a quitarse a Palin de la cabeza, decidió hacer una visita a Llamarada.

Trevalin le había contado que había resultado extremadamente difícil trabajar con la hembra de dragón azul durante el viaje a Qualinesti, ya que ponía objeciones a todos los jinetes, sin encontrar uno que le conviniera. Había peleado con el macho que era su compañero, asestándole un mordisco en el hocico que lo dejó fuera de servicio durante toda una semana. El encargado de los dragones, incapaz de hacer nada con Llamarada, la había declarado no apta para el servicio. El resto de los dragones se mantenían alejados de ella.

Steel confiaba en que la hembra de dragón volvería a la normalidad ahora que él había regresado, aunque sabía que probablemente se mostraría malhumorada durante una semana antes de decidirse a perdonarlo. A fin de acelerar el proceso, Steel tenía intención de pasar por las cocinas y ver si podía persuadir al cocinero para que le diera un lechón. A Llamarada le encantaba la carne de cerdo, y Steel confiaba en que aceptaría el bocado como una ofrenda de paz.

Recorría los vacíos y silenciosos corredores, de camino al cuarto nivel de la torre, donde estaban localizadas las cocinas, cuando un vislumbre de color atrajo su mirada. Ningún color tenía cabida en los sobrios y severos tonos negros y grises que vestían los caballeros. Y esto era un choque de colores, algo extravagante que parecía extremadamente llamativo a la luz de las antorchas, y que estaba total, sospechosamente fuera de lugar.

Sumándose a sus recelos concernientes al atisbo de color, estaba el hecho de que se había movido y había desaparecido en el momento en que Steel se volvió para mirar hacia allí. Le pareció oír un ruido, como si una voz hubiera estado a punto de hablar, pero hubiera sido inmediata y súbitamente acallada.

Soltando la trabilla que sujetaba la espada a la vaina, Steel fue a investigar. El sonido había llegado de detrás de un hueco de escalera situado en una zona apartada de la luz. El caballero avanzó sigilosamente, confiando en poder acercarse a hurtadillas hasta el espía, pues para entonces había llegado a la conclusión de que eso tenía que ser el intruso. Steel no llevaba puesta la armadura por el calor, y no hizo ningún ruido. Se asomó al hueco de la escalera y vio dos figuras envueltas en las sombras. Una iba vestida de negro, y llevaba la cabeza encapuchada. Esto no era nada fuera de lo normal, con tantos clérigos de Takhisis rondando por la torre, pero la otra figura sí era inusual. Para su asombro, Steel descubrió que era un kender.

—¡Era él! —estaba diciendo el kender en voz baja a su compañero encapuchado—. ¡Lo reconocería en cualquier parte! Se parece a Sturm, ¿comprendes? Creo que deberíamos preguntarle...

Steel avanzó rápidamente, sigiloso, por detrás de ellos. Los dos estaban tan absortos en la conversación que pudo llegar muy cerca de ellos sin que lo oyeran. Steel agarró al kender por el copete y, dando un giro a la muñeca, enroscó el cabello en su mano.

—¿Preguntarme qué? —inquirió.

—¡Ay! ¡Cuidado! ¡Me haces daño! —chilló el kender, que intentaba, sin éxito, librarse de la mano de Steel.

—¡Suéltalo! —ordenó la figura vestida de negro, con voz femenina.

Steel hizo caso omiso de la sacerdotisa, y arrastró al indignado kender hacia la luz. Creía haber reconocido su voz, pero quería asegurarse.

Sí, era él.

—¿Qué haces aquí? —demandó al tiempo que sacudía al hombrecillo.

—¡Ay! ¡Uy! ¡Me estás arrancando el pelo! —aulló el kender.

La sacerdotisa agarró la mano de Steel tratando de que abriera los dedos.

—¡Te dije que lo soltaras! —repitió.

Steel arrojó al kender contra la pared y se volvió hacia la sacerdotisa. Con los forcejeos, la capucha había caído hacia atrás, y la luz de la antorcha se reflejaba en un cabello plateado.

Al ver los ojos de Steel abiertos por la sorpresa, la mujer se puso de nuevo la capucha para ocultar el rostro.

Demasiado tarde.

—¡Tú! —dijo el caballero, sin salir de su asombro.

La joven no respondió, limitándose a lanzarle una mirada virulenta. Le dio la espalda y fue a atender al kender, que se frotaba la cabeza y se enjugaba los ojos mientras exigía saber —falto de resuello— si todavía le quedaba pelo.

Steel echó una rápida mirada en derredor, preguntándose si había alguien más por allí cerca. La escalera estaba localizada en una zona apartada del pasillo. La hora de la cena había pasado hacía mucho, y los únicos que podían estar por esta parte de la torre eran el cocinero y sus pinches. Lo primero que se le ocurrió a Steel fue dar la alarma, alertar a la guardia, hacer que estos dos fueran arrestados. Fue lo primero que pensó y lo que sabía que debía hacer... y tenía intención de hacer, salvo que se encontró incapaz de hacerlo.

Cogió a la mujer por el hombro y los llevó a ella y al kender de vuelta a las sombras.

«Los interrogaré primero», se dijo, «y después los entregaré a la guardia.»

—En nombre de Takhisis, ¿qué demonios estáis haciendo aquí? —interrogó en voz alta. No conseguía recordar ni el nombre de la mujer ni el del kender.

El kender iba a responder, pero cerró la boca cuando la muchacha lo pellizcó.

—Nada que sea de tu incumbencia —contestó ella, altanera—. Pero, para que lo sepas, ahora soy una sacerdotisa de Takhisis, y llevo a este prisionero...

—El prisionero soy yo —intervino el kender, servicial.

—... a las celdas —terminó la muchacha al tiempo que miraba, ceñuda, al kender.

—Debe de tratarse de un prisionero muy importante —comentó Steel—, para que hayas faltado a la ceremonia del funeral.

Los dorados ojos de la mujer parpadearon.

—¿Funeral? —dijo con un hilo de voz mientras sus dedos estrujaban el suave terciopelo de la negra túnica—. No... sabía nada. ¿Quién ha muerto?

—Tu superiora, la suma sacerdotisa —contestó Steel fríamente—. Todos los demás clérigos y sacerdotisas de este lugar están de duelo. En cuanto a esa poco convincente historia sobre un kender prisionero, nadie la creería. Cualquier clérigo de Takhisis que hubiera encontrado a un kender deambulando por la torre, lo habría enviado con Chemosh al instante. Será mejor que empieces otra vez y me digas qué hacéis aquí.

Tenía que reconocer que la joven aceptaba la derrota con coraje. Aunque se había quedado pálida, y a pesar de costarle un gran esfuerzo, consiguió recobrar la compostura. Alzó la barbilla y apretó los labios, mirándolo con dignidad, erguida.

—¿Qué piensas hacer con nosotros? ¿Llamar a la guardia?

—Soy yo quien hace las preguntas. ¿Qué hacéis aquí? Y esta vez quiero la verdad.

La muchacha se mordió el labio y, finalmente, admitió:

—Hemos venido a rescatar a Palin, pero no hemos logrado descubrir dónde lo tienen encerrado.

—En las celdas, no —añadió el kender—. Ya he mirado allí. ¿Lo ves, Usha? Tenía razón. Éste es Steel, y seguramente sabrá dónde está Palin.

—¿Lo sabes? —preguntó ella, que se acercó al caballero y puso una mano en su brazo—. ¿Nos lo dirás? No tienes que llevarnos allí; sólo dinos dónde está, e iremos nosotros solos. ¿Qué mal hay en eso? Palin vino para salvarte la vida. ¡No puedes dejar que muera!

Steel maldijo a la muchacha para sus adentros, maldijo al kender, maldijo la mala suerte que lo había llevado a cruzarse en su camino justo cuando estaba pensando que Palin no merecía morir, que era innoble por su parte permitir que el joven mago fuera ajusticiado.

Y esto hizo que Steel se parara a pensar. ¿Había sido la mala suerte la que había hecho que se encontrara con estos dos, o se trataba de algo más? ¿Estaba la mano de su reina en todo ello? Probablemente era Takhisis quien lo había traído a esta zona de la torre. Notaba su presencia, la percibía en la oscuridad que lo rodeaba. Sin embargo... ¿qué era lo que su Oscura Majestad quería que hiciera? ¿Apresar a estos dos? ¿Entregarlos a una muerte segura? ¿O quería que los ayudara a liberar a Palin?

A todos los caballeros les habían enseñado que, ante la duda, consultaran la Visión de la Reina de la Oscuridad. A Steel siempre lo había desconcertado la naturaleza enigmática, extraña, de su experiencia de la Visión, y en este caso no le servía de mucha ayuda. Se sentía arrastrado en dos direcciones opuestas, una instándolo a traicionar a Usha y a Tas, mientras que la otra lo urgía a ayudarlos.

De lo único que Steel estaba seguro era de que lo que Palin le había contado a lord Ariakan era cierto. Él mismo se había sentido desasosegado, inquieto. El propio aire estaba cargado de peligro, del mismo modo que estaba cargado con la tormenta eléctrica. Algo, en alguna parte, iba terriblemente mal.

—Venid conmigo —indicó de repente a Usha y a Tas—. Mantén echada la capucha sobre el rostro.

—¡Gracias! —dijo la muchacha fervientemente.

—No me lo agradezcas todavía —replicó Steel con frío desdén—. No bajo allí para liberar a Palin. Necesito hablar con él, saber más acerca del asunto de la Gema Gris. Os llevo a ti y al kender conmigo sólo para teneros vigilados. Puede que decida entregaros a ambos. Y no digáis ni una palabra ninguno de los dos. Si alguien nos para, dejad que sea yo quien hable.

Los dos asintieron con la cabeza; el kender iba a decir algo, pero Usha lo hizo callar. Steel sentía curiosidad por saber cómo planeaban sacar a Palin de esta fortaleza, y estuvo a punto de preguntárselo, pero decidió que, cuanto menos supiera, mejor para todos. «Deben de tener algún modo de hacerlo. Al fin y al cabo, la mujer es hechicera», se dijo.

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