La Guerra de los Dioses (34 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

Dejaron los niveles superiores y se dirigieron a las profundidades de la torre, hacia la Trampa de Dragones, inutilizada desde hacía mucho tiempo.

27

La Trampa de Dragones

La Torre del Sumo Sacerdote no tenía previstos sitio ni aprovisionamiento para cubrir las necesidades de unos hechiceros. No era de extrañar, considerando que los Caballeros de Solamnia nunca habían utilizado el servicio de los magos en toda su larga historia. Se decía que Huma había ido a la batalla con un hechicero a su lado, y que los dos, valiéndose del acero y de la magia, habían derrotado a sus enemigos. El nombre del hechicero era Magius, un Túnica Roja que había sido amigo de Huma desde la infancia. El bastón que Palin llevaba había pertenecido al tal Magius, cuya trágica suerte era la razón para que en la actualidad se permitiera que los hechiceros de Ansalon llevaran también una daga. Pero Magius casi nunca era mencionado por los caballeros cuando contaban la historia de Huma. O, si lo incluían en el relato, lo hacían de mala gana y siempre dándole un papel de segundón. Los caballeros hacían hincapié en que Huma no había dependido nunca de Magius, mientras que, en más de una ocasión, el noble y valeroso caballero lo arriesgó todo para proteger a su amigo, más débil.

Los hechiceros de Krynn contaban una historia muy diferente, por supuesto. En su versión, Magius era el verdadero héroe que daba la vida por su amigo, y sufría una muerte espantosa a manos del enemigo. Huma era el segundón cuando la historia se contaba en la Torre de la Alta Hechicería: un buen tipo, todo músculo y corazón, que dependía de Magius para determinar el curso de la batalla.

La verdad descansa en la tumba perdida y olvidada donde yace el cuerpo de Magius, y en la tumba vacía de Huma. Lo que sí era seguro era que no había almacenes de productos mágicos, ni laboratorios, ni estanterías llenas de libros de hechizos en la Torre del Sumo Sacerdote.

Y, así, los hechiceros grises de los Caballeros de Takhisis tuvieron que proveerse y equiparse con sus propios medios.

Eligieron la cámara conocida como la Trampa de Dragones, que llevaba abandonada mucho tiempo, por varias razones, bien que la principal era, por supuesto, la intimidad. Aunque los hechiceros eran parte integrante de los Caballeros de Takhisis, y vivían, se entrenaban y combatían con sus compañeros de las otras órdenes, los Caballeros Grises seguían siendo hechiceros, y los hechiceros necesitaban lugares apartados, tranquilos, seguros, en los que trabajar.

La Trampa de Dragones cumplía todos esos requisitos. Nadie iba nunca allí sin una razón específica. Durante la Guerra de la Lanza, la sala central en la que estuvo el Orbe de los Dragones se había derrumbado sobre sí misma. Los Caballeros de Solamnia habían limpiado los escombros, pero «las piedras recuerdan la muerte», o eso es lo que dicen los enanos, porque la sangre que se empapa en sus poros nunca desaparece del todo por mucho que se lave. Los suelos de piedra de la Trampa de Dragones tenían manchas descoloridas de sangre: la sangre de dragones y de caballeros que habían combatido a los grandes reptiles aquí abajo. Era un lugar rebosante de muerte, un lugar espantoso, un lugar cargado de tristeza.

Palin oía los alaridos horribles, los gritos torturados, los aullidos agónicos. Más de una vez había vuelto la cabeza con temor, creyendo que unas alas batían frenéticas el aire delante de él. Pero todo era producto de su imaginación, a menos que los fantasmas de los dragones y de los caballeros muertos aquí, en la desesperada refriega, siguieran batallando en otro plano de existencia. En éste, la Trampa de Dragones estaba oscura, tan fría como podía estar cualquier sitio con aquel calor abrasador, y repletas de los pequeños ruidos asociados con los hechiceros: el raspar de una pluma sobre papel escribiendo un conjuro; la salmodia susurrante de alguien aprendiendo de memoria un hechizo; la queda pronunciación de unos labios descifrando las palabras mágicas; el susurro de túnicas arrastrándose sobre el suelo polvoriento.

Palin tuvo tiempo para escuchar los sonidos, tanto de los vivos como de los muertos. No había sido torturado, como imaginaba que ocurriría, a manos de la Señora de la Noche. Tampoco lo habían matado, como también había imaginado que harían. Parecía que se hubieran olvidado de él. Hacía tanto que lo habían dejado sentado allí, en lo más profundo de la fortaleza, lejos del abrasador sol, que había perdido la noción del tiempo. Podían haber transcurrido horas o días desde su llegada a la fortaleza. Nadie se había acercado a él; nadie le había hablado.

La mordaza, atada muy tirante, lo obligaba a mantener separadas las mandíbulas y le causaba una sensación de asfixia. Estaba sediento, y tenía la garganta reseca. Las ataduras de las muñecas le cortaban la circulación. Estaba encadenado por un tobillo a la pata de una gran mesa de mármol gris, en la que había grabados símbolos cabalísticos.

En una ocasión había intentado comunicar, mediante gruñidos y jadeos incoherentes, su desesperada necesidad de beber, pero el mago que pasaba en ese momento por allí hizo caso omiso de él y siguió andando.

La Señora de la Noche le había arrebatado el Bastón de Mago, y esta pérdida era un amargo tormento, quizá mayor que la mordaza, la sed, la incertidumbre y el miedo. Junto con el bastón, había desaparecido la voz de su tío, y Palin se sintió verdaderamente solo; una sensación que no había experimentado desde que le había sido entregado el cayado.

Se preguntó qué pensarían hacer con él los Caballeros Grises, y cuándo tenían intención de hacerlo, y por qué no le habían hecho nada todavía. Cuanto más tiempo pasaba sin que ocurriera nada, más crecía su temor. No había sentido miedo alguno en el patio mientras hablaba con lord Ariakan, rodeado de enemigos. Ni siquiera cuando miró el tajo y vio la costra de sangre reseca en el horrible hueco. Podría haber muerto en ese momento con dignidad, sin lamentarlo, salvo por la pena que su muerte causaría a quienes lo amaban.

El miedo se fue apoderando de él a medida que pasaba el tiempo y seguía allí, sentado, solo, en la nociva oscuridad. Su mente divagaba, los pensamientos llevándolo a veces hasta lugares horribles. Miró a su alrededor, a la Trampa de Dragones, vio cómo funcionaba, vio los huecos a través de los cuales los caballeros habían atacado con las Dragonlances. Los reptiles que los caballeros habían matado eran criaturas del Mal, seres perversos, servidores de la Reina Oscura; dragones rojos y azules que habían asesinado a incontables inocentes, que habían torturado y atormentado a sus víctimas.

El Orbe de los Dragones, situado sobre un pedestal, en el corazón de la torre, había atraído a los reptiles hacia la trampa, llamándolos con palabras encantadas que eran irresistibles. Una vez que éstos habían volado hacia adentro por las puertas abiertas, la trampa había saltado. Los rastrillos habían caído con gran estruendo, y los dragones no habían podido escapar. Los caballeros habían atacado entonces con espada, lanza y flecha. Imaginando el modo en que los reptiles habían perecido —atrapados, frenéticos, furiosos, rugiendo de rabia y agonía—, Palin descubrió que compadecía a las magníficas criaturas condenadas.

Finalmente, agotado, exhausto, se quedó dormido, sólo para despertar sobresaltado por sueños horribles llenos de sangre e insufrible dolor y, sobre todo, por el terror de estar atrapado en una trampa cuya única salida era la muerte.

Con resolución, apartó de su mente aquellas imágenes de pesadilla, pero ellas volvieron con persistente insistencia. No las entendía, pero lo desasosegaban, hacían que aumentara su temor. El terror de que lo hubieran dejado solo en este sitio espantoso empezó a consumirlo hasta el punto de que la idea de la tortura le resultó placentera si ese dolor traía consigo un rostro vivo, una voz viva.

Y así, cuando la Señora de la Noche regresó llevando el Bastón de Mago en su mano, Palin, irracionalmente, se alegró de verla.

Ese sentimiento no duró mucho.

Lillith sostenía el cayado frente a él. De momento, la mente aturdida de Palin no captó ningún significado en aquel hecho. Luego recordó cómo había quemado el bastón a la Señora de la Noche la primera vez que ésta había intentado tocarlo. El miedo le estrujó el corazón. ¿Había logrado imponerse al poder del bastón? ¿El bastón lo había abandonado a su suerte?


¡Shirak! -
-dijo Lillith con voz triunfante, y el cristal del cayado emitió un mortecino resplandor y titiló lóbregamente, como si fuera reacio a obedecer.

Palin agachó la cabeza, como si la luz le hiciera daño, pero la verdad es que no quería que la mujer viera sus lágrimas.

La Señora de la Noche rompió a reír y dejó el bastón apoyado en la mesa, a una mínima, tentadora, distancia del alcance de Palin.

—Sabía que el bastón vendría a mí tarde o temprano. Lo vi en las piedras adivinatorias. ¿Qué dices?

Palin estaba mascullando algo, y la Señora de la Noche le quitó la mordaza con un hábil giro de su mano.

El joven intentó humedecerse los labios secos para poder hablar.

—Agua.

—Sí, pensé que tendrías sed. —Lillith destapó una cantimplora y vertió agua en la boca de Palin.

El joven bebió con esfuerzo, se atragantó, y miró a la mujer con ojos borrosos.

—¿Por qué no me has matado todavía? ¿A qué esperas?

La Señora de la Noche esbozó una sonrisa desagradable.

—¿No lo imaginas? El cazador no mata al conejo antes de que el zorro haya metido la cabeza en el lazo.

Le costó unos segundos a Palin entender lo que la mujer quería decir. Cuando, por fin, comprendió a lo que se refería, la miró de hito en hito.

—¿Has puesto una trampa? ¿Para quién? ¿Para mi tío? —Casi se echó a reír—. Me gustaría vivir lo suficiente para presenciar ese encuentro.

—También a mí —dijo Lillith, que le devolvió la sonrisa. Luego se encogió de hombros—. Pero será más adelante. La trampa no es para tu tío, sino para otro miembro de tu familia.

Creyendo que se refería a su padre o a su madre, el joven sacudió la cabeza en un gesto de desconcierto. Y entonces se le ocurrió otra idea.

—¿Steel...?

Los ojos de Lillith centellearon; arqueó una ceja.

Esta vez, Palin soltó la carcajada, aunque sonó como un graznido.

—No cazarás a ese zorro con este conejo. ¿Es que crees que le intereso lo bastante como para que intente liberarme? —Palin se echó a reír otra vez, divertido con la idea.

La Señora de la Noche se inclinó sobre él y pareció apagar la luminosidad de su risa con su oscuridad.

—Su majestad os reunió a los dos por un motivo. He echado las piedras muchas veces, y la respuesta es siempre la misma. Mira, lo volveré a hacer.

Lillith sacó un puñado de pulidas ágatas de una bolsa negra que llevaba colgada de la muñeca izquierda. Murmuró las palabras de un conjuro y tiró las piedras sobre la superficie de mármol gris. La luz del bastón lució con más fuerza, reflejándose en las ágatas multicolores.

—¡Mira, ahí tienes! —Señaló con el huesudo dedo—. La piedra negra es Steel, y la blanca eres tú. En medio, una fortaleza... —Palin vio una ágata verde marcada con una runa que representaba una torre—... y, encima de la fortaleza, llamas. —Observó una ágata roja marcada con una minúscula lengua de fuego.

»
Tú estás a un lado; él, al otro. Y la perdición en medio. —Se agachó y recogió las piedras con un gesto brusco—. ¡Mira, los dos habéis desaparecido! —susurró—. Los dos habéis muerto y...

—Y la perdición continúa —la interrumpió Palin con calma, sin quitar los ojos de la piedra de la torre y la de la llama, que seguían sobre la mesa.

La Señora de la Noche parpadeó, sobresaltada. Su intención había sido recoger todas las piedras, pero, de algún modo, su mano había pasado por alto estas dos. Por un instante vaciló, preguntándose, sin duda, qué presagiaba este nuevo augurio.

A Palin no le importaba. Estaba demasiado cansado.

—Oíste lo que conté sobre los dioses —dijo con desgana—. Vi...

—¡Lo que tu tío quería que vieras! —se burló Lillith—. Y así se lo he hecho saber a mi señor. Un truco de Raistlin Majere. ¡Ah, es un maestro de los trucos! Pero algún día se excederá con sus ardides y lo pagará caro. —Recogió las dos piedras que quedaban sobre la mesa y las guardó en la bolsa—. En cuanto a Steel Brightblade, es un traidor a la causa de nuestra reina, y se lo demostraré a mi señor. ¡Entonces los dos moriréis juntos, como corresponde a unos primos que están tan unidos!

Con las piedras adivinadoras tintineando en la bolsa, la Señora de la Noche se marchó, llevándose consigo el reluciente Bastón de Mago.

Palin se recostó en la mesa mientras la oscuridad lo envolvía. Y con las sombras llegó el desaliento. Iba a morir aquí. Lo encontrarían encadenado a este pedestal...

* * *

Unas voces lo despertaron.

Palin levantó la cabeza, aturdido, y entrecerró los ojos para resguardarlos de la brillante luz de una antorcha. Apenas distinguía las figuras de los que estaban allí: el brillo de una armadura, tal vez el apagado destello de una joya, pero nada más.

Dos de esas personas, fueran quienes fuesen, sostuvieron una breve y susurrante conversación. Una voz masculina, fría y severa, interrumpió la charla al ordenar:

—Quedaos aquí, y guardad silencio.

Palin reconoció esa voz, y el corazón se le subió a la garganta. Trató de hablar, pero estaba demasiado sorprendido, demasiado desconcertado. El hombre con la antorcha y la reluciente Joya Estrella era Steel Brightblade.

Dejó detrás a sus dos compañeros, que de inmediato fueron tragados por la oscuridad que reemplazó rápidamente la luz de la antorcha. Steel se acercó a Palin.

—¿Majere? —El caballero no bajó la voz, y los tacones de sus botas resonaron en la cámara. Caminaba con seguridad, con la confianza de saber que tenía derecho a estar allí. No era un hombre con intención de deslizarse a hurtadillas para liberar a un prisionero. Se acercó más a Palin.

—Majere, tengo que hablar contigo...

Se encendió una luz. En los nichos de ataque donde, años atrás, los Caballeros de Solamnia se habían escondido para luchar contra los dragones, ahora había Caballeros de Takhisis.

—¿Lo veis, mi señor? —La voz de Lillith sonaba estridente por la excitación de su triunfo. El Bastón de Mago relucía con fuerza en su mano—. ¿Lo veis?

La voz de lord Ariakan llegó de la oscuridad, cargada de tristeza, ardiendo en cólera:

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