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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

La Guerra de los Dioses (38 page)

—Soy un marinero estupendo —anunció Tas, que se sentó en el borde del muelle y balanceó las piernas mientras se asomaba al agua intentando atisbar algún pez—. Flint no lo era. Odiaba el agua. No acababa de entender por qué existía. «Reorx nos dio la cerveza», solía decir. «Lo lógico es que se hubiera parado ahí, cuando había conseguido el líquido perfecto.» Intenté explicarle que no resultaría muy fácil navegar con un barco sobre un mar de cerveza. Bueno, seguramente sí que se podría, pero la espuma sería un inconveniente. Flint mantenía que las embarcaciones eran inventos malditos, en cualquier caso. Por supuesto, esto se debía a que casi se ahoga una vez al caerse de un bote. ¿Te he contado alguna vez cuando Flint estuvo a punto de ahogarse? Un día, estaba yo con tu padre...

—No hablemos de nada que tenga que ver con ahogarse —lo interrumpió Palin—. Ni de mi padre.

El peligro podía estar acercándose a la posada El Último Hogar. Caramon había regresado a casa para advertir a los vecinos de Solace, prepararlos para la lucha, hacer cuanto estuviera en su mano para protegerlos contra cualquier horror al que tuvieran que enfrentarse.

—¿Sabe mi padre lo que voy a hacer? —le había preguntado Palin a su tío, y éstas fueron casi las últimas palabras que cruzaron entre los dos—. ¿Sabe adonde voy?

—Lo sabe —le había contestado Raistlin.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el joven, intranquilo.

El archimago esbozó una sonrisa.

—Ha dicho que, cuando todo esto haya terminado, él y tu madre te esperan en casa para cenar.

Palin se sintió complacido con la respuesta. Su padre sabía el peligro al que se enfrentaría y, en lugar de disuadirlo (como habría hecho en los viejos tiempos), encontraba el modo de decir a su hijo que sus padres tenían confianza en él, que creían en él y sabían que haría todo lo posible.

Una mano pequeña le estaba tirando de la manga, y Palin bajó la vista. Tas estaba de pie a su lado.

—Palin —dijo el kender en un susurro—, después de lo que oímos decir a los dioses sobre los irdas, me temo que Usha se va a sentir muy desdichada cuando llegue a casa.

—Sí, Tas, se sentirá muy desdichada.

—¿No deberíamos decírselo ahora, para prepararla?

Palin miró a la muchacha, que trabajaba afanosamente, estibando equipo y bártulos para dejar sitio para las otras dos personas que viajarían con ella.

—Lo sabe, Tas —dijo el joven—. Lo sabe ya.

* * *

Resultó que nadie intentó impedirles que salieran a navegar. Ninguna persona advirtió siquiera que zarpaban o, si alguien se dio cuenta, ya tenía bastante con sus problemas como para preocupare por los de otros. El viento por el que la gente había rezado todo el verano, la brisa de las montañas que refrescaría la cargada atmósfera de la ciudad, había decidido, perversamente al parecer, soplar precisamente ahora. Pero el viento no proporcionó alivio al calor, sino que trajo el terror. El incendio de los bosques bajaba por las laderas de las montañas rápidamente, empujado hacia Palanthas por el aire.

Las campanas volvieron a sonar, y la gente corrió a hacer lo que podía para intentar salvar sus hogares y sus negocios si llegaba a ocurrir lo impensable. El humo que flotaba en el aire provocaba escozor en los ojos y hacía que costara trabajo respirar. Empezaron a caer cenizas sobre la ciudad. Desde el bote, Palin volvió la vista hacia la gran ciudad de Palanthas y trató de imaginar lo que sería si el fuego llegaba a ella. Pensó en su tío, solo en la torre. Los aprendices ya se habían marchado a Wayreth para prestar ayuda en la preparación de hechizos. Recordó la última imagen que tenía de su tío, de pie junto al estanque de la Cámara de Visión.

—Desde aquí os estaré observando —había dicho el archimago—, y haré cuanto pueda por guiaros.

Palin pensó en Astinus, escribiendo sin descanso. Podía imaginar a Bertrem, lleno de pánico, y a los otros monjes, trabajando frenéticamente para salvar los libros, la historia del mundo.

«¿Salvarlos para qué? Puede que no quede nadie para leerlos. Navegamos hacia una isla muerta, quizás hacia nuestra propia muerte», pensó.

—¡Bien, nos vamos! —anunció alegremente Tas, que estaba encaramado en la proa, mirando al frente, mientras Usha dirigía el bote hacia la bocana del puerto y a mar abierto—. ¿Sabes? —añadió, soltando un suspiro de satisfacción—. No hay nada más emocionante que ir a un sitio en el que nunca has estado.

31

Carbonilla y ceniza

Dejaron atrás la bahía de Branchala y entraron en el océano Turbulento, con la brisa empujándolos como si deseara ayudar. Luego, de repente, el viento que los había llevado hasta allí —el mismo que aventaba el fuego hacia Palanthas— se calmó, y el bote se quedó flotando en la quieta superficie del mar encalmado.

Usha agarró el timón y viró la proa de la embarcación hacia el norte.

—A casa —ordenó.

El bote empezó a deslizarse veloz sobre el agua, un agua que parecía haber sido teñida de rojo. La vela ondeaba fláccida, ya que no la agitaba el más leve soplo de brisa, pero la embarcación continuó desplazándose con progresiva rapidez, hasta el punto de saltar peligrosamente sobre la superficie del agua y levantar rociadas de espuma que azotaban a los tres pasajeros.

Tas iba en la proa, agarrado con las dos manos, de cara al viento y a la espuma, boquiabierto por la emoción del desenfrenado viaje. Usha sujetaba con fuerza el timón. Palin se agarraba a los costados del bote, parpadeando para eliminar el agua salada que le escocía los ojos.

La velocidad de la embarcación aumentó. Tas fue desplazado de su posición y cayó sobre un rollo de cuerda. Finalmente, los tres se vieron obligados a acurrucarse en el fondo del bote, viendo cómo el cielo pasaba veloz por encima de sus cabezas mientras las olas rompían sobre ellos. Estaban calados hasta los huesos, y llevaban los pies metidos en varios centímetros de agua. Palin temió que estuviera entrando demasiada agua en la embarcación, pero Usha le dijo que, aun llegado ese caso, la magia los mantendría a flote. Se agarraron el uno al otro. Ahora no veían otra cosa que el rojo y brillante cielo.

* * *

—Estamos frenando —dijo una voz excitada—. Creo que hemos llegado.

Usha despertó sobresaltada al darse cuenta de que se había quedado dormida. Palin levantó la cabeza y se frotó los ojos. Todos debían de haberse dormido, y Usha recordaba vagamente haber tenido sueños de estar mojada y hambrienta.

Palin miró hacia el sol, cuya ardiente y cegadora órbita parecía mirarlos fijamente por encima del borde del horizonte.

—Al parecer hemos dormido todo el día —dijo—. El sol se está poniendo.

—Pues se lo está tomando con mucha calma —comentó Tas.

—¿Qué quieres decir? —Palin se puso de pie con cuidado.

—Debe de hacer unas tres horas que lo estoy observando, desde que me desperté. El sol no se ha movido de esa posición.

—Debes de estar equivocado, Tas. —Palin sonrió con indulgencia—. Probablemente no han sido tres horas, aunque te lo haya parecido porque el tiempo se te ha hecho largo.

—¡Mirad! —Tas había vuelto a su puesto en la proa—. ¡Allí delante!

Una estrecha línea oscura se recortaba contra el cielo rojo.

Usha se incorporó de un brinco, olvidando que estaba en un bote, y su brusco movimiento hizo que la embarcación se meciera tan violentamente que la muchacha tuvo que agarrarse al mástil para no caer por la borda. Se dirigió a la proa, para reunirse con Palin y con Tas, y miró al frente atentamente, con la boca entreabierta en un gesto de alegría.

—Creo que ésa debe de ser tu tierra, Usha —dijo Palin—. Parece que nos dirigimos directamente hacia allí.

El bote los llevó más y más cerca.

—Qué aspecto más raro tienen esos árboles —comentó Tas—. ¿Eres de un sitio en el que hay árboles de aspecto raro, Usha?

—Nuestros árboles son como todos los demás —respondió la muchacha—. Pero tienes razón; ésos tienen un aspecto extraño...

Las olas y su propia magia impulsaron el bote más cerca de la costa.

—Paladine bendito —musitó Palin, horrorizado.

—Caray —dijo Tas con un hilo de voz—. Esos árboles ya no son árboles. Están carbonizados.

—No —susurró Usha—, es imposible. La magia no ha funcionado bien y el bote nos ha llevado a un sitio equivocado. Eso... —El nudo que tenía en la garganta le impidió seguir hablando, ahogándola—. Eso no es mi tierra.

Pero el maldito bote siguió acercándola más y más a la costa.

—Lo lamento, Usha —dijo Palin mientras le tendía la mano.

La muchacha hizo caso omiso de sus palabras, de su mano. Tropezando en los rollos de cuerda y en los odres de agua, regresó corriendo a la popa, agarró el timón y lo empujó, intentando cambiar el curso, hacer que el bote virara.

El timón no se movió.

Usha apoyó todo su peso en él, y, cuando Palin la agarró y la apartó del timón, la muchacha lo golpeó con los puños al tiempo que lloraba y forcejeaba para soltarse. La embarcación se bamboleó violentamente.

—¡Vas a hacer que volquemos! —le gritó Palin.

—¡No me importa! —sollozó—. ¡Me da igual si morimos todos!

—Sí que te importa, Usha —le dijo con dulzura, repitiendo lo mismo una y otra vez—. Sí que te importa.

Siguió hablándole en tono tranquilizador, le apartó el húmedo cabello de la cara y la estrechó con fuerza contra sí. Usha dejó de sollozar poco a poco, y descansó entre los brazos de él. El bote, gobernado por la magia, los llevó hacia la orilla.

Para cuando llegaron a la playa, Usha se había sumido en un frío y sosegado silencio, casi tan terrible como su anterior estallido histérico. Saltó del bote al agua, y vadeó hasta alcanzar la ancha franja de arena donde los Caballeros de Takhisis habían desembarcado no mucho tiempo atrás.

La muchacha miró en derredor, a una escena de total devastación.

A excepción de la fina línea donde las olas rompían en la playa, la arena, en tiempos blanca, ahora era negra.

Palin arrastró el bote hasta la playa; al principio, el joven mago pensó que el color negro era un fenómeno natural, pero después se fijó en los restos que flotaban en el agua, en la fina capa de sedimento posada en las olas. Vio los troncos carbonizados de lo que una vez habían sido árboles vivos, y de repente supo por qué la arena era negra: estaba cubierta de carbonilla y ceniza.

Suspirando, Palin ayudó a Tas a bajar del bote. Cuando se volvió hacia Usha, vio a la muchacha corriendo frenética, enloquecidamente, hacia lo que antaño había sido un bosque. Palin y Tas echaron a correr tras ella, resbalando en la profunda arena. La muchacha los dejó atrás. El kender, con sus cortas piernas y la falta de resuello a causa de la edad, no tardó en quedar rezagado, y Palin, poco acostumbrado al esfuerzo físico, además del estorbo que representaba la larga túnica con la parte inferior mojada, no pudo mantener el paso.

Sin embargo, era fácil seguir el rastro de la muchacha, lastimosamente fácil, según comprobó el kender. Era un rastro de pisadas que se hundían hasta el tobillo en la ceniza, y que los conducía hacia el corazón de la salvaje desolación. El penetrante, desagradable y ligeramente dulzón olor a madera quemada era tan intenso que cortaba la respiración. El polvo de carbonilla y las pavesas, agitados por la brisa, se les metían en los ojos y los hacían toser. Ramas ennegrecidas colgaban por encima de sus cabezas, meciéndose y crujiendo, a punto de partirse y caer.

Llegaron a una pared de piedra que formaba un cuadrado. Una chimenea ennegrecida se alzaba a un extremo; era todo lo que quedaba de lo que había sido una pequeña y cómoda casa.

—¡Palin! —llamó Tas con voz estrangulada.

El joven mago se dio media vuelta. El kender señalaba algo. Palin no tuvo que acercarse más para ver qué era; lo sabía.

El cadáver —o lo que quedaba de él— yacía cerca de la casa, como si la persona hubiera salido corriendo de la casa en llamas, sólo para ser alcanzada por el fuego.

—Vi Que-shu después de que los dragones pasaran por allí —dijo Tasslehoff, decaído por el espantoso espectáculo—. Era igual. Lo más triste que había visto en mi vida hasta ahora. ¿Crees... crees que todos han muerto, Palin?

El joven recorrió con la mirada los carbonizados tocones de los árboles, la gruesa capa de ceniza que cubría el suelo.

—Tenemos que encontrar a Usha —dijo, y, cogiendo a Tas de la mano, los dos siguieron el rastro dejado en la ceniza por la chica.

La encontraron delante de otra pared de piedra. No quedaba nada reconocible de la casa y su contenido. Se había derrumbado sobre sí misma, y era un montón de cascotes negros.

Usha no lloraba ni gritaba. No se había movido para tocar lo poco que quedaba. Palin se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Fue como si abrazara un pedazo de roca. Tenía el cuerpo helado, rígido; y los ojos, desorbitados, miraban fijamente al frente.

—¡Usha! —llamó Palin, profundamente asustado por su aspecto—. Usha, no te hagas esto. No serviría de nada. Usha, no...

Ella siguió inmóvil, mirando fijamente los restos carbonizados de la casa. Su rostro estaba blanco como la tiza bajo la fina película de hollín que lo manchaba. Una lágrima se deslizó por su mejilla, dejando una huella igual que sus pies la habían dejado en las cenizas del suelo.

—Lo lamento mucho, Usha —musitó Palin cariñosamente—. Pero debes consolarte pensando que los irdas no han sido destruidos del todo. Quedas tú, que perpetuarás...

—No —dijo la muchacha con una calma terrible, remota—. No, han desaparecido completa, totalmente. Prot sabía que ocurriría esto, por eso me envió lejos. ¡Oh, Prot, lo siento! —Un sollozo desgarrador la sacudió—. ¡Lo siento mucho!

—No llores, cariño. Tú no podías hacer nada. Quizás alguno de ellos logró escapar —añadió Palin con tono esperanzado—. Su magia...

—Aunque algunos hubieran podido salvarse, jamás habrían dejado atrás a los demás. —Usha sacudió la cabeza—. No, todos han muerto. No queda nada. Nada.

El espeluznante resplandor rojo del sol se reflejaba en los árboles esqueléticos. Un rayo del astro cayó sobre Usha, bañándola en luz roja, haciendo que sus ojos dorados parecieran bronce bruñido.

El sol...

—¡Tas tenía razón! —exclamó Palin, dando un respingo—. ¡El sol no se ha movido! Tas, tenías... ¿Tas?

Miró a su alrededor. El kender se había marchado.

32

Dougan Martillo Rojo.

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