La hija del Espantapájaros (11 page)

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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

Loella contestó que no tenía preparada ninguna pregunta y Maggie cogió el vaso, musitó unas palabras dentro de él y también lo frotó antes de dejarlo sobre la mesa. Parecía muy decidida. Pero no debía estar en tan buenas relaciones con los espíritus como Mona, porque el vaso se mostró muy indeciso.

—Tienes que concentrarte, Maggie. Haz la pregunta otra vez.

Maggie tomó el vaso de nuevo y se concentró con tal fuerza que parecía a punto de reventar. Cuando terminó, su cara estaba encendida; pero el vaso empezó a funcionar de verdad. Dio un par de traspiés, vaciló un poco y al fin dio una respuesta que debía contener una importante información.

Anita.

—¡Oh, la muy sinvergüenza…! —chilló Maggie furiosa, levantándose y sentándose en la silla varias veces seguidas—. ¡Pero ya veremos quién ríe la última!

—Sí, yo también creo que debe ser Anita —dijo Mona—. Los he visto juntos el sábado en el café. Estaban tomando un batido.

—¿Y por qué no me lo dijiste? —preguntó Maggie, sorprendida y disgustada.

—Porque sabía que te fastidiaría. De todos modos, ya te has enterado. Y es mucho mejor que te lo hayan dicho los espíritus, ¿no te parece?

—Sí —dijo Maggie—. Anita ni se imagina la que le espera…

—Eso: dale su merecido —dijo Mona—. Ahora me toca a mí otra vez.

La respuesta no se hizo esperar.

Chaqueta de cuero - sapatos altos.

Se quedaron asombradas ante una respuesta tan extraña y Mona se echó a reír.

—¿Has preguntado a los espíritus lo que te debes poner el sábado? —quiso saber Maggie.

—No te lo diré. Ya sabes que las preguntas no se dicen.

—Por si acaso, yo también me pondré mi chaqueta de cuero —dijo Maggie.

Loella, que observaba callada, no pudo contenerse.

—Estos espíritus no saben ortografía. Y no dicen más que estupideces.

Lo dijo sin ánimo de molestar, porque estaba sorprendida; pero Mona contestó irritada:

—¿Tú crees? A mí no me lo parece. ¿Y a ti, Maggie?

Maggie estaba algo confusa.

—No sé… Creo que se han equivocado al escribir «sapatos». Es con zeta; no con ese.

Pero Mona salió en defensa de los espíritus.

—Considerando el tiempo que llevan muertos, no se les puede pedir que estén en esos detalles. Además, en sus tiempos se escribía de otra forma. ¿No os dais cuenta?

—Eso es cierto —dijo Maggie—. Sabemos tan poco sobre ellos…

Loella estaba atónita.

—¿Están muertos?

—Naturalmente.

—Entonces son fantasmas, ¿no?

—Según se mire…

—Más o menos…

Mona y Maggie contestaban muy serias. Mona dijo a Maggie:

—¿No crees que deberíamos explicárselo todo a la niña?

Maggie asintió solemnemente y Mona contó a Loella que una tía suya era miembro de una especie de club espiritista. No todo el mundo podía pertenecer a él; sólo los que tenían un sexto sentido. Y la tía de Mona lo tenía. En otras palabras: era capaz de ver a los espíritus y de hablar con ellos por medio de trompetas. Era… era… no recordaba la palabra. Preguntó a Maggie:

—¿Cómo les llaman?

—Medium —dijo Maggie.

—Ah, sí, eso es.

Luego Mona dijo que cada persona tiene un espíritu guardián que la ayuda. El espíritu guardián de Mona era un rey negro que vivió en el siglo diecisiete, por eso se le debía perdonar que tuviera mala ortografía. Se llamaba Huapalayka o algo parecido. Su tía lo había averiguado. Y también logró descubrir al guardián de Maggie. Era un príncipe japonés, más viejo todavía. Había vivido por lo menos mil años antes.

—¿Cómo se llama, Maggie? —dijo Mona, interrumpiendo su discurso.

Maggie no recordaba cómo era el nombre en japonés. Era muy complicado; pero traducido significaba Árbol de los Suspiros.

—¡Bárbaro!, ¿verdad? —exclamó Mona.

Loella estaba totalmente de acuerdo. No salía de su asombro al oír tales cosas. Y ahora comprendía muy bien el por qué de las faltas de ortografía. Pero lo más que le extrañaba era que los espíritus pudieran hablar en sueco.

—Claro que pueden —dijo Mona—. Conocen todos los idiomas. En cuanto mueren, tienen que aprenderlos. Imagínate qué lata… ¡Con lo que a nosotras nos cuesta aprender sólo el inglés…!

Mona, al recordarlo, lanzó un suspiro; pero Maggie la animó.

—Ten en cuenta que ellos tienen cientos de años para estudiar. Y seguro que no les mandan hacer en casa más deberes que a nosotras.

—Es que si les mandaran tantos, se habrían muerto hace mucho.

—¡Pero si ya están muertos! —comentó sensatamente Loella.

Maggie y Mona rieron con aire de superioridad.

—Ahora pregunta tú —dijo Mona—. Si hay algo que quieras saber, aprovecha la ocasión.

Loella cogió el vaso, murmuró algo dentro de él rápidamente, lo frotó con energía y lo dejó luego en el círculo vacío. Las tres apoyaron los dedos. Silencio absoluto. Y como Loella sabía ahora que el vaso lo guiaban reyes y príncipes muertos hacía mucho tiempo, el silencio le pareció siniestro y fantasmal.

El vaso tardó bastante en empezar a moverse.

—Tu espíritu no está acostumbrado a esto todavía, ¿sabes? Tiene que entrenarse un poquito antes —susurró Mona.

Ahora el vaso comenzaba a deslizarse despacio, muy despacio. Se movía vacilando de un borde a otro del papel.

—Quiere echar un vistazo primero —explicó Mona en voz baja—. Debe ser alguien muy observador… ¡Ah! ¡Ahora se mueve más de prisa!

En efecto, el vaso cogió impulso. Cada vez más. Pero no se expresaba claramente. Describía círculos, se paraba de repente, daba una vuelta, otra, corría en línea recta, adelante, atrás…

—¡Qué prisa lleva! —exclamó Mona, encantada—. Creo que tu espíritu debe de haber sido alguien aficionado a las carreras. Un campeón automovilista, o algo así…

—¿En aquellos tiempos? No… Habrá sido un vikingo —dijo Maggie—. ¡Mira! ¡Ahora se para!

El vaso se detuvo bruscamente sobre la A. Luego echó a andar otra vez.

Del mismo modo brusco se paró en la B.

—A-B… —susurró Loella, pálida de emoción.

Después de echar varias carreras alrededor del papel, se quedó en la R.

Otra escapada hasta la I. Y otra a la L.

—Abril… —murmuró Loella. El vaso giraba con la rapidez del rayo. Mona y Maggie dijeron que se les estaba cansando el brazo. Mona insistió en que sólo un campeón de carreras podía conducirse así; pero Loella dijo que únicamente estaba claro que era un espíritu con mucho ímpetu.

—A lo mejor no está muerto del todo —comentó Maggie, divertida.

Loella le dirigió una mirada severa. Ella se lo tomaba muy en serio.

Por fin el vaso cesó de dar vueltas.

Y deletreó abril una vez más.

—Abril, abril… —dijo Maggie mirando a Mona—. ¿Qué querrá decir?

—¿Y yo qué sé? —contestó Mona—. Este automovilista, o vikingo o lo que sea, nos está tomando el pelo. ¿Tú lo entiendes, niña?

Loella asintió con la cabeza. Sí, lo comprendía muy bien.

—Bueno, entonces… —dijo Mona, guiñando un ojo a Maggie— eso es lo que importa. Pero yo sigo pensando que está loco.

Maggie, preocupada, le tocó la frente a Loella.

—Tiene fiebre —dijo—. Más vale que se vuelva a la cama. Todavía no está bien.

—Sí —dijo Mona—. Acuéstate, niña. Debes estar agotada con las carreras que ha pegado tu espíritu. A mí también me dejó sin resuello.

Loella hizo lo que le decían y se acostó mientras las otras encendían un cigarrillo.

Es cierto que estaba débil y afiebrada; pero feliz. Sólo ella podía comprender la respuesta. Y era estupenda. Quería decir que sus esperanzas se convertirían en realidad. Había preguntado cuándo vendría papá a buscarla. Y se lo dijeron por dos veces. No cabía ninguna duda. Era verdad. Y no tendría que esperar mucho tiempo. Abril estaba a punto de empezar.

Capítulo 16

LOS días del mes de abril pasaban deprisa. Estaban en plena primavera. El sol llegaba con su luz fulgurante a todos los rincones. Sin embargo, de pronto el cielo se ponía oscuro y nevaba; pero al día siguiente volvía a estar claro y azul.

Agudas voces de mujeres se oían de una casa a otra mientras aireaban y sacudían las alfombras y las mantas. Las tardes eran largas. Los pájaros gorjeaban en el cielo. Los árboles se llenaban de brotes nuevos. Todo se agitaba en una especie de gozosa espera.

Loella también esperaba, inquieta, pero no a causa de la primavera. Cada día se levantaba con renovada fe. «Quizás hoy…». Y cada noche pensaba ilusionada: «Mañana.»

Nadie contó los días de Abril con tal ansia. Papá estaba a punto de llegar. Pero la constante espera acababa por agotarla. Se sentía impaciente, irritada y, en lo más profundo de su ser, algo asustada. A veces un enorme cansancio se apoderaba de ella y entonces se mostraba desatenta, indiferente a cuanto la rodeaba.

No se reconocía a sí misma. A menudo pensaba que si en el bosque hubiera encontrado a una chica igual a como ella era ahora, no la hubiera podido aguantar. Y estaba convencida de que era el mundo de la ciudad el responsable de su cambio.

En el campo uno siempre está haciendo algo. Todo está regido por el trabajo, por la necesidad de «las cosas terrenas», como decía tía Adina.

Los pensamientos, según ella, pertenecían a «las cosas del alma». También se les debía prestar atención, en los rezos de la noche y los domingos en la iglesia; pero la mayor parte del tiempo se dedicaba a las cosas terrenas.

Aquí, ese aspecto se descuidaba mucho. Uno iba a la escuela y basta. Y a eso no se le podía llamar trabajo. Los demás jugaban, pero ella no entendía sus juegos. Y jugaban en lugar de trabajar. El juego era un pobre sustituto del verdadero trabajo. Un pasatiempo de niños.

Loella pensaba así porque había empezado a trabajar desde muy pequeña. Añoraba las «cosas terrenas» que eran las únicas capaces de darle seguridad en sí misma.

En la ciudad nada era claro y simple. Se andaba como sobre una cuerda floja, entre la risa y las lágrimas, sintiéndose feliz o desgraciado sin motivo. En el campo la gente siempre sabía por qué reía o lloraba.

Aquí nadie entendía nada. ¿Existían realmente? Se lo preguntaba cuando andaba por las calles sin que le dirigieran ni un saludo ni una sonrisa. Pasaban unos junto a otros sin mirarse siquiera. Nunca podría acostumbrarse a eso. Era el aspecto más desagradable de la vida en la ciudad. Hubiera preferido mil veces que le gritaran Malos Pelos, a que no le hicieran el menor caso.

Si por lo menos hubiera sido capaz de coger una de aquellas fantásticas rabietas, como cuando estaba en su casa… Pero hasta la rabia la había abandonado. No le faltaban motivos para enfadarse más de una vez; pero ya no tenía ese empuje, esa capacidad de furiosa reacción que en tantas ocasiones le había servido de desahogo. Lo mismo debía sentir el fuego, al ser sustituido por la electricidad.

Tía Adina había estado pensando en poner electricidad en su casa; pero Loella se lo quitó de la cabeza. La idea no le gustaba nada.

Las «cosas del alma» parecían marchar guiadas por la electricidad. Pensamientos, ensoñaciones y otras tonterías se habían introducido en ella con tanta facilidad como en el cine. Algo que la fastidiaba, que la hacía sentirse como una idiota; pero no podía frenarlos. Seguían dando vueltas en su cabeza, automáticamente, como una película.

A veces les daban permiso para ir al cine y ella iba siempre que podía.

En cambio, no quería leer libros. La maestra, la señorita Skog, y tía Svea, le habían prestado algunos. Creían que le gustaría leerlos. Cuando estuvo enferma le dieron un montón, pero ella sólo les echó una ojeada displicente. ¡Qué montaña de palabras! La ponían nerviosa y le daban sueño. En la ciudad se hablaba demasiado.

¿Qué tenían que ver con ella las aventuras y los personajes de los libros? Tenía sus propios problemas y, comparado con ellos, lo demás no era interesante.

El cine ya era otra cosa. Uno podía seguir pensando en sus propios asuntos y también, a veces, ponerse en lugar de las figuras de la pantalla. 0, simplemente, dejar que pasaran las imágenes. Siempre es divertido ver algo que se mueve.

Pero para leer libros es necesario concentrarse y hasta olvidarse de uno mismo. Y ella, en esos momentos, estaba demasiado preocupada como para conseguirlo. Con los libros de texto ya tenía bastante.

Así se sentía Loella mientras iba contando ansiosamente los días de abril.

Un día sucedió algo extraño. Atravesaba el vestíbulo. Era mediodía y rayos de sol temblaban en el aire. Una ventana estaba abierta, la cortina se movía suavemente, un mirlo cantaba.

Aunque la radio estaba encendida, no había nadie allí. De pronto, oyó la voz de un hombre. Alguien leía algo en la radio con una voz curiosa y cantarina. Se paró en seco, como atrapada por las palabras. Sonaban misteriosas y a la vez sencillas. Nunca pensó que los adultos las usaran. Creía que sólo ella les encontraba algún sentido.

… una lluvia tranquila de rayos de sol

es todo lo que recuerdo de aquel día…

Escuchaba, absorbiendo cada palabra. Sus mejillas enrojecieron y le daba vueltas la cabeza. El hombre calló, pero en seguida continuó diciendo:

Flor que nace en las estrellas,

ardilla que carita a la luz de la luna…

Iré por el camino que atraviesa el bosque,

me lleve donde me lleve…

Casi no necesitaba escuchar. Reconocía aquellas palabras que estaban dentro de ella, adormecidas, y que la voz despertó. Era un juego que comprendía muy bien.

Tía Svea apareció en la puerta y se quedó mirándola.

—¿Qué era eso? —preguntó Loella.

—Un poeta leyendo sus versos. ¿Te gustan?

Sí. Aquellas palabras sí le gustaban y no las que hablaban de cosas que no significaban nada para ella. Palabras libres, jugando unas con otras, volando como pájaros en el cielo. Ahora comprendía que las palabras podían ser algo maravilloso. Bien usadas, eran capaces de romper las barreras entre las cosas de la tierra y del alma, y de crear algo más que una simple charla.

Capítulo 17

EL último día de abril se celebraba la Noche de Walpurgis. Una noche de hogueras, canciones y bailes, para celebrar la tardía primavera sueca. Los días que Loella había contado ansiosamente pasaron, uno tras otro, como brillantes moneditas de plata.

Y cada día que terminaba era mucho más difícil de recuperar que una moneda perdida.

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