La hija del Espantapájaros (10 page)

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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

—No, azul —contestó Loella muy segura.

—Sí… yo opino lo mismo. Murmuraba cosas incomprensibles y no se sabía si hablaba con Loella o consigo mismo. Finalmente cerró el libro y se puso de pie.

Rió y su cara se llenó de mil arrugas.

—¿Sabes? Tú y yo hemos hecho un importante descubrimiento —dijo dándose muchos aires—. Sí, realmente importante…

Iba y venía tras el mostrador, frotándose las manos y repitiendo satisfecho:

—Sí, realmente importante…

Luego se detuvo y preguntó:

—¿Querías algo, por casualidad?

Loella se lo dijo. Quería saber el precio de los sellos extranjeros.

—¿Usados o nuevos? —preguntó él.

Ella pensó que debían ser usados para que se viera que venían en las cartas de su padre. Y así los pidió.

—Aja… ¿Y los quieres de algún país en especial?

—No… me da lo mismo de cualquier sitio. De América, quizás… pero es igual. Con tal de que no sean muy caros.

El hombre abrió un cajón, sacó bolsitas, cajas y un gran sobre marrón. Lo puso todo sobre el mostrador y de ellos extrajo un montón de sellos de muchos colores.

—Aquí tienes muchos diferentes —dijo—. De América también; de todo el mundo. Algunos son muy parecidos, pero eso no importa.

Loella los miró, vacilante.

—¿Cuánto cuestan? Sólo necesito unos pocos. ¿Los de América son más caros?

—Llévate el sobre. Me has sido de gran ayuda. Te los regalo. De éstos tengo muchos; llévatelos.

Y sonreía amistosamente mientras ofrecía el sobre a Loella, que no sabía si tomarlo o no. Acabó por aceptarlo, algo confusa.

—Gracias —dijo y fue hacia la puerta.

El volvió a sumergirse en el grueso volumen. Loella dio media vuelta para darle las gracias otra vez, pero él ya ni la oía ni la veía.

Al día siguiente Eva recibió un sello de América. Y, a partir de entonces, otro casi todos los días y de los más apartados rincones del globo. Estaba muy impresionada.

—Tu padre te escribe muchísimo ahora —dijo a Loella.

—Sí. Se ve que tiene más tiempo.

Afortunadamente a nadie se le ocurrió pensar que el padre de Loella parecía moverse con una increíble rapidez. Hasta por el aire hubiera sido imposible recorrer la distancia que hay, por ejemplo, entre China y Brasil, de un día para otro. Y mucho más difícil todavía en barco, como había dicho Loella que viajaba su padre. Pero a Eva no le preocupaba esta cuestión. Estaba encantada con los preciosos sellos que recibía.

El valor de Loella aumentó. Estimulada por la admiración de Eva, su imaginación se puso en marcha y construyó castillos en el aire cada vez mayores.

Consiguió unos sobres y un tubo de pegamento. Escribió nombre y señas en los sobres: Loella Pelerín —no Nilsson-Skogsstigen— sus señas en el bosque, no en el Hogar de los Niños. Puso un poco de goma en la parte posterior de los sellos, ya que habían perdido la suya propia porque eran usados.

En lugar de llevar al colegio sólo los sellos, empezó a llevar la carta completa diciendo que todavía no había tenido tiempo de leerla.

Abría el sobre y se iba a leer a un rincón. Luego despegaba el sello y se lo daba a Eva. Y escondía la carta.

Esta escena se repetía casi a diario. Nunca se cansaba de ella. Y llegó a representarla con tanta autenticidad que hasta llegó a creérsela. Y no por darse importancia. No sospechaba que podía despertar curiosidad o envidia en los demás. No, no lo hacía por esa razón, sino por otras muy distintas.

Cuando uno necesita convencerse de algo y no tiene pruebas suficientes para estar seguro, suele actuar de un modo insensato, como Loella; porque es más fácil creer en algo que también los demás creen. Y como ahora todos creían que las cartas se las mandaba su padre, a ella le parecía más lógico pensar que existía.

Sin embargo, no lo era. Toda la historia era falsa. Ella misma no la hubiera aceptado si se hubiera detenido a pensarlo; pero actuaba sólo por instinto, siguiendo su ilusión y dejándola crecer a su antojo.

Se limitaba a dejar en libertad su esperanza, con el secreto deseo de que todo terminara bien. Pero una mañana Max, un chico de su clase, le arrebató la carta cuando fingía leerla. Sintió tal pánico que se lanzó a perseguirlo por el patio del colegio como si en ello le fuera la vida. Pero era demasiado tarde.

En realidad a él no le interesaba leerla. Sólo quería jugar, fastidiarla un poco. Si hubiera sabido lo que iba a descubrir, no lo hubiera hecho.

Cuando sacó la carta del sobre vio, más apurado que nadie, la hoja completamente en blanco. No había nada escrito en ella. Los chicos, que se habían agolpado a su alrededor, la miraron con el mismo estupor.

Loella se lanzó sobre el chico como una fiera salvaje y le dio una bofetada.

—¡Asqueroso ladrón! ¿Cómo te atreves a quitarme la carta? ¡Dámela!

A pesar de la bofetada, Max no quiso darse por vencido tan pronto.

—¿Qué carta? —dijo en tono quejumbroso—. Esto no es una carta. Es sólo una hoja de papel en blanco.

Los demás apoyaban su declaración.

—Sí, es cierto.

—Es una hoja de papel.

—Pero no es una carta…

Loella les hizo frente. Aunque sus ojos brillaban de indignación, fue capaz de decir con bastante calma:

—¡Idiotas! ¿Creéis que papá me escribe cartas corrientes? ¿Para que todo el mundo pueda leerlas? ¡Usa tinta invisible, para que lo sepáis!

Las dudas de sus compañeros se convirtieron en sorpresa y dejaron de murmurar. Max miraba estúpidamente el papel.

De repente apareció el director. Lo había oído todo. Loella sintió un ligero temblor. No lo había visto desde el día en que había llegado al colegio y hubiera preferido no encontrárselo por segunda vez en semejante ocasión. Le pareció que sus ojos, de un gris azulado, la miraban de un modo extraño; sin embargo, desafiante, mantuvo su mirada.

—¿Qué pasa? —preguntó él, muy serio.

Max continuaba con el papel en una mano y el sobre en la otra, atemorizado.

—Dame eso.

Pero Loella se interpuso.

—¡Es mío! —dijo con tono amenazador.

—No pienso quedármelo —aseguró el director—. ¿Pero por qué tiene Max la carta de Loella?

—Es que yo… yo sólo quería… Mire… es una carta muy rara. No tiene nada escrito. Loella dice que su padre le escribe con tinta invisible. ¿Existe de verdad una tinta así?

Max enseñó la hoja blanca y el director se limitó a echarle un vistazo. Luego miró a Loella. Los ojos de los dos, al encontrarse, produjeron un chispazo, como dos espadas que chocan. El director se volvió hacia Max.

—Dale su carta a Loella —dijo, y Max obedeció, avergonzado—. Menos mal que hay maneras invisibles para que dos personas se comuniquen —continuó—. De otro modo, toda la escuela sabría ahora lo que pone la carta de Loella.

Y se marchó.

Todos pensaron que Loella había obtenido una gran victoria. Sus cartas se convirtieron en algo mucho más importante aún a sus ojos; pero habían perdido su encanto para ella. Y quizás no fuera Max el único que sintió vergüenza aquel día…

Capítulo 15

TÍA Adina escribió preguntando si no le gustaría volver a casa y traerse con ella a los mellizos, ahora que había llegado la primavera. No existía ya ningún inconveniente. Decía que Loella no podía imaginarse lo bien que se habían arreglado las cosas, tal como se debía haber hecho mucho tiempo antes. Pero ahora estaba realmente contenta, decía; por fin tenía la conciencia tranquila.

Durante largo rato Loella estuvo tratando de descifrar el sentido de sus palabras, pero no siempre era posible penetrar los pensamientos de tía Adina, especialmente cuando tenían algo que ver con su conciencia. Dedujo que debía tratarse de un conflicto entre tía Adina y su conciencia; algo en lo que Loella ni entraba ni salía. De todos modos, todavía no podía volver a casa.

Loella le contestó diciendo que debía quedarse hasta que terminara el curso. No era cierto; los estudios le interesaban más bien poco. Si ésa hubiera sido la única razón, no hubiera vacilado en volver en seguida a su casa. La echaba mucho de menos.

Pero no podía marcharse hasta haberse encontrado con su padre. Llegaría pronto y ella debía esperarlo. Estaba convencida de que el destino la había llevado a la ciudad con ese único objeto…

Tía Adina escribió insistiendo, pero Loilla no cambió de opinión.

Loella cayó enferma de gripe uno de los últimos días de marzo. Tosía y tuvo que meterse en cama. Llegó a tener fiebre muy alta y una noche creyó que deliraba porque ocurrió algo muy extraño.

A eso de las doce vio que Mona se levantaba y se vestía. Luego abrió la ventana y se sentó, inmóvil, como esperando algo. Fuera estaba oscuro. Sólo entraba en la habitación el reflejo de una farola lejana, iluminando a Mona que miraba hacia afuera.

Loella no supo cuánto tiempo duró esto, pero de pronto oyó un débil silbido. Mona se puso rápidamente de pie y, en silencio, hizo un gesto a alguien que estaba en la calle. Sus ojos y los ojos de Loella se encontraron. Inclinándose sobre ella, Mona murmuró nerviosamente:

—No se lo contarás a nadie ¿verdad, niña?

Entonces saltó por la ventana casi sin hacer ruido y desapareció.

Luego cerraron la ventana desde fuera, y aunque lo hicieron con mucho cuidado, se oyó un ligero golpe. Todo quedó en silencio. Poco después el ruido de un motor se desvanecía en la distancia. Loella permaneció despierta un momento tratando de imaginar qué había ocurrido realmente. ¿Mona se había escapado? La fiebre no le permitía pensar con claridad; se sentía mareada y luego debió quedarse amodorrada, porque no recordaba nada más.

A la mañana siguiente Mona estaba en su cama, como de costumbre. La ventana estaba cerrada y la persiana baja. Loella lo hubiera atribuido a un delirio de fiebre si no hubiera pasado lo mismo la noche siguiente. Entonces hizo como que dormía, pero vio a Mona marcharse y volver.

Estuvo fuera varias horas y por la mañana, al levantarse, tenía mucho sueño. Pero eso le pasaba siempre.

Una noche asomó la cabeza por la puerta diciendo:

—Oye, niña… Mi amiga Maggie ha venido a verme. ¿No te importa que nos quedemos a charlar un rato aquí?

Naturalmente, Loella no puso ninguna objeción. Debía ser la Maggie que aparecía en las oraciones nocturnas de Mona.

Maggie entró. Era una chica regordeta, pelirroja y tan pintada como Mona. Llevaba el pelo peinado igual que ella y rociado con la misma gran cantidad de laca.

Ofrecieron a Loella caramelos de una bolsa que tenían. Luego Mona encendió un cigarrillo y lo fumó a medias con Maggie, pasándoselo de una a otra y chupando con breves y nerviosas bocanadas. Después abrieron la ventana y reían mientras echaban fuera el humo con la mano.

—¿Y qué hacemos ahora? ¡Ah, ya sé! Espera un momento —dijo Mona.

Salió de la habitación, pero volvió en seguida con un gran pliego de papel blanco de envolver y un vasito.

Desocupó rápidamente la mesa y extendió sobre ella la hoja de papel. Luego puso el vaso boca abajo y dibujó su borde con un lápiz para hacer un círculo. Corrió un poco el vaso y dibujó otro círculo. Y siguió hasta que todo el papel estuvo cubierto de círculos.

Luego escribió una letra en cada uno, hasta completar el alfabeto. Al terminar quedaban tres círculos vacíos a la izquierda. En uno escribió SI; en otro, NO. El tercero quedó en blanco y puso dentro el vasito.

La cara de Maggie estaba roja de excitación. Se notaba que las dos eran del mismo pueblo, aunque Mona imitaba bastante bien el estilo de la ciudad en sus gestos y manera de hablar y Maggie, a pesar de intentarlo, no lo conseguía.

Mona dijo a Maggie:

—Que la niña juegue con nosotras. Con tres se mueve mucho mejor, ya sabes.

Maggie no tenía ningún inconveniente. Dedicó a Loella una sonrisa amistosa.

—Entonces, levántate, niña.

Maggie era del tipo maternal; envolvió a Loella en una manta y le puso un par de calcetines.

—Como estás malucha…

—Sí, eso, que no coja frío —dijo Mona.

Loella preguntó qué clase de juego tan raro era aquél. Ellas se echaron a reír.

—Es difícil de explicar… Ya lo verás. Tú preguntas algo al vaso mágico. Cualquier cosa que quieras saber… y los espíritus te contestan. Vamos a empezar.

—¿Tú o yo? —preguntó Maggie.

—Tú. Pregunta primero.

Maggie cogió el vasito y se lo llevó a la boca. Susurró algo dentro de él, ruborizándose, hasta que el cristal quedó completamente empañado.

—No hay que decirlo en voz alta porque entonces no sale —explicó Mona.

Maggie dejó el vaso boca abajo en el círculo vacío y colocó dos dedos en su base. Mona también apoyó dos dedos y dijo a Loella que hiciera lo mismo.

—Sin empujar. Sólo debes tocar el cristal.

Al principio no pasó nada; pero después el vaso empezó a moverse ligeramente y luego más de prisa aunque nadie lo empujaba. Se deslizaba sobre el papel sin vacilaciones, como con un objetivo definido. Fue hasta la A y se detuvo allí; luego, se movió de nuevo. Algo más rápido fue hasta la L. Se paró otra vez y siguió yendo hacia otras letras.

—A-L-B… —susurró Maggie casi sin aliento.

—E-R —susurró Mona a continuación.

—T —balbuceó Loella—. ¿Pero quién es Albert?

La cara de Maggie se puso roja como un tomate y Mona se rió, burlona.

A-M-A, deletreaba el vaso. A-O-T-R… Luego pareció vacilar. No se decidía entre la A y la B. Se echó hacia atrás y se detuvo entre las dos. Maggie se puso pálida. El vaso fue hacia la A. A partir de ahí se movió muy de prisa.

Albert ama a otra persona.

El vaso regresó bruscamente al círculo vacío y allí se paró. Las tres retiraron los dedos y se miraron. Los ojos azules de Maggie estaban muy tristes.

—¿Quién me habrá robado a Albert? —dijo—. Una persona indecente; eso es lo que es.

Mona sacudió la cabeza.

—No tengo ni idea… ¡Pero ya nos enteraremos! Ahora me toca a mí.

Mona susurró algo dentro del vaso. Luego lo frotó. Según dijo, para aumentar su poder. Y realmente el truco dio resultado. Empezó a moverse a un ritmo frenético.

John ama a Mona.

Se echó a reír, muy satisfecha.

—¡Quién lo hubiera pensado! ¡Johnny! ¿Qué te parece, Maggie? Es un chico estupendo, ¿no?

Sí, Maggie opinaba igual y Mona se quedó contentísima.

—Los espíritus están muy animados esta noche —dijo—. Ahora te toca a ti, niña.

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