La hija del Espantapájaros (12 page)

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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

¿Por qué no venía papá? El último día de Abril estaba a punto de terminar. Luego sería el primero de Mayo. Loella estaba más inquieta que nunca. Había creído en lo que le había dicho el vaso. Mona y Maggie le aseguraron que con ellas había acertado. ¿Por qué no era verdad también para ella? ¿Por qué no? Pero aún no era demasiado tarde. Faltaban muchas horas para el primero de Mayo.

Lo que tuviera que pasar, pasaría antes. En el espacio de esas horas. Luego, ya no habría esperanzas. Una terrible posibilidad en la que se negaba a pensar. Contaba cada minuto, cada segundo, diciéndose: «Ahora… ahora…».

Andaba por las calles febrilmente, mientras el reloj avanzaba implacable hacia la hora en que toda esperanza debería ser abandonada.

Habían preparado una gran fogata en el jardín del Hogar. La encendieron temprano, antes de que fuera completamente de noche, para que los pequeños pudieran verla. Cantaron canciones que hablaban de la primavera y luego entraron para tomar chocolate caliente porque de noche aún hacía frío.

Eran las nueve en punto. Sólo quedaban tres horas. Loella fue a su cuarto. Allí estaba Mona, con la cabeza llena de rulos y maquillándose. Llevaba puesto el camisón, pero debajo estaba completamente vestida. Eso significaba que Mona iba a salir más tarde, cuando todos se hubieran acostado. Ultima-mente lo hacía a menudo.

Estaba cantando, pero al ver a Loella se calló.

—Ah, menos mal que eres tú, niña…

Siguió pintándose tan tranquila. La persiana estaba echada. Hacía calor en la habitación. Loella se sentó en su cama y permaneció en silencio. Mona la miró.

—¡Qué cara…! Parece que estás en las nubes. ¿Qué te pasa? ¿No te gustó la fiesta?

Loella siguió callada.

—Oye, niña… no te va a entrar la murria precisamente hoy. Es una noche para divertirse… Y mañana habrá música y mucho jaleo en toda la ciudad. Será formidable, ya lo verás… Siempre hacemos baile cuando llega el verano. ¡No te estés ahí enfurruñada como un crío…!

Loella apreciaba los intentos de Mona por animarla. Reuniendo todo su coraje, preguntó:

—Mona… ¿puedo ir contigo esta noche?

—¿Qué dices, niña? ¿Crees que soy una niñera o algo por el estilo?

Alguien pasó junto a la puerta y Mona se metió de un salto en la cama. Pero no entró nadie. Se sentó, apoyando la espalda en la almohada y continuó maquillándose. Después de unos minutos, dijo:

—Bueno… a lo mejor… Sólo vamos yo, Maggie, Johnny y Bert. Podrías venir con nosotros si a ellos no les molesta.

—¿Y les molesta?

Mona rió y dijo en tono confidencial:

—A ver si te aclaras, niña. Si yo quiero, ellos también. Así como te lo digo. Anda, métete en la cama y ponte el camisón encima de la ropa. Así estarás lista para salir cuando den la señal.

Loella, satisfecha, se quitó solamente los zapatos antes de acostarse. Mona apagó las luces.

—¿Cuándo vendrán, Mona?

—A las diez y media. A esa hora la casa siempre está a oscuras.

—Entonces faltará poco para la medianoche…

—¿Qué te anda por la cabeza, niña?

—Nada.

—Entonces, cierra los ojos de una vez. No te preocupes, que yo te despertaré. Pero ahora, a dormir. No hay nada mejor que el sueño para mantenerse bella.

Loella no dijo ni una palabra más. Si se ponía pesada, Mona no querría llevarla con ellos. Y era muy importante tener oportunidad de salir. Entonces tenía que ocurrir. Entonces tenía que encontrar a papá. Y puede que no sucediera hasta el último minuto. Las cosas más importantes suelen suceder cuando ya parece que no queda ninguna esperanza. No tenía que darse por vencida. Siempre había sido su norma y ahora, precisamente, hubiera cometido una tontería haciéndolo. Todo marchaba bien. ¿Quién le hubiera dicho que iba a salir con Mona esa noche? Y sin embargo, así era.

Se estiró, buscó una postura cómoda, tumbada de espaldas con los brazos bajo la cabeza y los ojos abiertos en la oscuridad. Ya no estaba preocupada. Confiaba por completo en esa última hora. Pero no pudo dormir. Tampoco quería, por otra parte. No fuera que Mona no oyese la señal… Hubiera sido horrible. Esperó con relativa tranquilidad.

Mona dormía. El despertador dejaba oír su tic, tac…

De pronto, alguien silbó en el jardín. Mona saltó de la cama.

—¡Vamos! ¡Muévete!

—Sí.

Loella ya estaba de pie. Se quitó el camisón y se puso los zapatos y la vieja chaqueta de punto verde. Su abrigo estaba colgado en el vestíbulo y era peligroso salir a buscarlo. Mona llevaba su chaqueta de cuero. Se quitó los rulos y se cepilló el pelo rápidamente. Levantaron la persiana sin hacer ruido y las iluminó la luz de una farola. Mona abrió la ventana.

—¿Estás lista?

—Sí.

El suelo estaba a metro y medio de distancia, más o menos. Abajo había hierba y unos cuantos arbustos. Entre ellos, Loella divisó la silueta de un muchacho, como una sombra.

—Salta tú primero —dijo Mona—. ¡Pero no hagas ruido!

Loella se las arregló para bajar en silencio y Mona la siguió. El muchacho, que era más alto que ellas, se deslizó hasta la ventana, la cerró y luego salió corriendo, lo más agachado que pudo. Salieron, por la puerta trasera del jardín, a la calle vacía donde esperaba un coche.

Nadie dijo nada hasta que llegaron junto a él. Entonces Johnny preguntó si Loella iba con ellos.

—¡Claro que viene! Y no hagas más preguntas. ¡Al coche, andando! —dijo Mona en un tono que no admitía réplica.

Maggie y Bert fumaban en el asiento de atrás. Maggie saludó a Loella con un ¡hola! cordial y no demostró la menor sorpresa al verla; pero Bert parecía algo desconcertado.

—¿El jardín de infancia sale esta noche de excursión? —dijo.

—A ti no te importa. ¡Y no te hagas el listo! —dijo Mona. Abrió la puerta delantera, hizo pasar a Loella y luego entró ella. Johnny iba al volante.

Cuando el coche arrancó, Mona pensó que era conveniente una explicación.

—La niña está preocupada por algo. Se lo vengo notando hace tiempo. La he traído para que se anime un poco. No os importa, ¿verdad?

No, no les importaba. Se alegraban de que fuera con ellos.

Johnny sacó un paquete de cigarrillos. Ofreció a Mona, que tomó uno y luego a Loella, que tomó otro casi sin pensar. Pero Mona estaba vigilante.

—¿Qué haces, niña? No debes fumar hasta que seas mayor.

Le quitó el cigarrillo y le dio una pastilla de chicle que sacó de su bolso.

—Esto sí es para ti. ¿Y a que te gusta más?

—¿Adónde vamos, Johnny? —preguntó Maggie.

El coche ya estaba lejos del Hogar. Iba a gran velocidad a través de una zona poco poblada. Las ruedas sonaban como quejándose de que las obligaran a ir tan de prisa.

Johnny dijo que podían dar una vuelta por el pueblo vecino. No estaba muy apartado. Llegarían pronto.

La radio del coche estaba sintonizada en un programa de música moderna y Mona y Maggie, que sabían casi todas las canciones, fueron cantando todo el tiempo. Bert y Johnny silbaban. De vez en cuando Mona daba largas chupadas a su cigarrillo. Pasó el brazo sobre los hombros de Loella y enrolló los dedos en su negro pelo.

—Tienes un bonito pelo, niña… ¿No lo sabías? Te quedaría muy bien si te lo cortaras y te lo peinaras para atrás. Yo de esto entiendo. Voy a ser peluquera.

—Yo también —dijo Maggie—. Y creo que estaría mejor con flequillo.

—¿Te parece? —dijo Mona, dudando. Para comprobarlo, puso un mechón de pelo en la frente de Loella.

—No, no le favorece. No es su estilo.

Puso el brazo alrededor de Loella otra vez y dijo, en voz baja y afectuosa:

—A veces hemos andado a la greña… pero ahora nos llevamos muy bien, ¿verdad?

—Sí.

Loella masticaba su chicle frenéticamente. Estaba embargada por un sentimiento casi místico. La loca velocidad, la música ruidosa, la amistosa actitud de Mona… todo la llenaba de una especie de confusa felicidad.

Eran casi las once, pero dentro del coche parecía que el tiempo se había detenido.

—¡Ah! ¡No hay nada mejor que ir con los amigos en un coche a todo gas y olvidarse del resto del mundo! —suspiró Mona, satisfecha.

—Tienes razón —aprobó Johnny, atento a su volante—. Todo lo demás son tonterías.

—Ya lo creo… Pero así es la vida —dijo Mona filosóficamente.

Empezaron a cantar otra canción a grito pelado.

Loella miraba la oscura carretera que se abría ante el coche. Había muy pocas casas, pero pronto llegaron a una zona más poblada, con faroles en las calles. Entraron a una velocidad increíble por una calle que desembocaba en una plaza. Estacionaron junto a otros coches que había allí y salieron.

Un grupo de chicos y chicas se arremolinaba junto a un puesto de perritos calientes. Bert compró para todos; también para Loella. Estaba algo mareada por la carrera en el coche. Miraba a la gente que estaba allí, pero se sentía tan rara que le costaba mucho concentrarse en nada.

Hacía frío; sus alientos dibujaban blancas bocanadas y el vapor caliente del quiosco se elevaba formando nubes. Pero Loella no sentía frío. Los demás charlaban con unos conocidos. Ella se mantenía aparte, comiendo su salchicha y pensando incoherentemente en su padre.

Si viniera ahora tendría que empezar por localizarla y, luego, encargarse él de todo. Loella estaba tan cansada, tenía la cabeza tan terriblemente vacía, que le faltaban las fuerzas para planear nada. Todo tendría que hacerlo él. Ojalá pudiera. ¿Y cómo se reconocerían? ¡Oh, qué bobada!… No debía preocuparse por eso. Apenas se vieran, sabría cada uno quién era el otro. ¿Acaso no se parecían tanto?

Era hora de marcharse, dijo Mona, empujando a Loella hacia el coche.

—¿Tienes sueño, niña?

—No.

—Pues lo parece.

—No.

Avanzaron lentamente por la población luminosa y desconocida.

—Vamos al puerto —dijo Johnny. Y Loella se despertó de repente. ¡El puerto! ¡Allí sí que sería fácil encontrar a papá!

Llegaron junto a las negras aguas. El coche, con las ventanillas bajadas, avanzaba con precaución a lo largo del muelle. El corazón de Loella golpeaba con agitación en su pecho.

Los barcos estaban alineados uno junto a otro. Oscuros, gigantescos, se erguían entre el agua y el cielo con sus luces amarillas, verdes y rojas como ojos de fantásticos animales. Se oían voces, gritos, músicas. Quiso salir un momento del coche y le pidió a Johnny que parara.

—Sí, vamos a echar un vistazo —dijo él.

Bert también bajó pero Maggie y Mona se quedaron dentro porque tenían frío.

Bert y Johnny se detuvieron para llenar sus pipas. Loella echó a correr, sola, a lo largo del muelle. Quizás en uno de aquellos barcos… Si papá pudiera verla… Si mirara hacia ella en ese momento…

En la cubierta de los barcos se veían oscuras siluetas que difícilmente se distinguían. El sí la vería, suponiendo que estuviera en uno de los barcos. Pero nadie desembarcaba, nadie iba a su encuentro ni le hacía un gesto. Iban y venían o simplemente se apoyaban en la borda, pero nadie se fijaba en ella. Nadie la conocía.

Fue de barco en barco y no pasó nada. Estaba perdiendo el valor. Otra vez la sensación de agotamiento. Si papá llegase, tendría que cogerla en brazos, de tan cansada como se sentía. Como si de pronto se hubiera convertido en una persona muy delicada, incapaz de hacer nada por sí misma.

Entonces oyó el repiqueteo de los pasos de Mona tras ella. Mona la cogió de un brazo.

—¿Por qué te escapas? ¡Lo mismo te caes al charco! ¡Vaya susto que me has dado! ¿Es la primera vez que ves un barco? Vamos, que los pies se me están quedando tiesos de frío.

Mona casi tuvo que arrastrarla; pero sólo porque Loella estaba muy cansada. De otro modo la hubiera seguido obedientemente. Pensó que papá habría desembarcado ya; no era lógico que a esas horas estuviera todavía en el barco. Habría bajado a tierra en seguida para ir en su busca.

—¿Qué hora es, Mona?

—No sé. Las once y media, supongo. Más o menos.

De nuevo corrían por la carretera. Estaba muy oscuro y empezó a caer una fina lluvia. Unas cuantas hogueras de la Noche de Walpurgis ardían aún.

En el coche todos seguían contentos. La radio sonaba a todo volumen, sintonizada en un programa musical.

—¡Déjala ahí, Johnny! —gritó Mona—. ¡Oh…! ¿No es bárbaro?

—¿Qué camino es éste? —preguntó Maggie—. No lo conozco.

—He cogido uno distinto; es un poco más largo, pero más bonito.

Lo cierto es que no veían casi nada, con lo oscuro que estaba y a tal velocidad; pero les gustaba saber que iban por un camino bonito. Maggie estaba encantada. Empezó a pintarse los labios con mucho cuidado. Bert chupaba a fondo su pipa y se puso a toser. Johnny se burló de él. Mona cantaba más fuerte aún que la radio. Loella bostezó y deseó que Mona la rodeara otra vez con el brazo para poder recostarse en su hombro. La cabeza le pesaba cada vez más. Y el coche estaba lleno de humo. No se veía casi nada.

De pronto el coche se desvió bruscamente, Johnny masculló algo, Mona y Maggie gritaron, Loella sintió una sacudida y se encontró en el suelo, a los pies de Mona. El coche se detuvo dando una especie de brinco y todos salieron despedidos. Afortunadamente, nadie se hizo daño.

Loella, eso sí, se tragó el chicle. Mona dijo que podía sentir cómo le crecía un chichón en la cabeza y Maggie, con la pintura corrida por toda la cara, tenía un aspecto de lo más cómico. A Johnny y a Bert no les había pasado nada; pero Johnny estaba preocupado por el coche. Se había quedado atravesado en la carretera y no conseguía ponerlo en marcha. Anduvo hurgando en el motor, pero aun así el coche no se movió ni un centímetro. Otros dos coches se vieron obligados a detenerse. Los conductores, malhumorados, fueron hacia ellos para ver qué pasaba.

Johnny, nervioso, se puso al volante para guiar el coche mientras los hombres lo empujaban hacia un lado de la carretera.

Luego volvieron a sus coches y se marcharon, pero Johnny no consiguió que el suyo arrancara. El y Bert se metieron debajo para tratar de encontrar la avería mientras Mona, Maggie y Loella estaban de pie en la carretera, temblando bajo la llovizna y el viento frío.

—Tendremos que volver andando —dijo Maggie, afligida, mirando los zapatos finos, estrechos y con tacones de aguja que ella y Mona llevaban.

Mona no se quedó callada mucho tiempo, como es de suponer. Hablaba a gritos con Johnny y Bert, que seguían debajo del coche.

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