La hora del ángel (11 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

»Tienes que dejar de beber. Tienes que creer en mí. —Ella lo miraba con ojos adormilados—. Mira, después de la semana próxima tendré lo bastante para pagar a una mujer que vendrá a hacer la colada y todo, y ayudará a Emily y Jacob a hacer los deberes. Trabajaré todo el tiempo. Tocaré en la calle hasta que abran el restaurante. —Le puso las manos sobre los hombros, y la boca de ella se abrió en una sonrisa torcida—. Soy un hombre ahora, Ma. ¡Voy a hacerlo!

Ella se deslizó suavemente en el sueño. Eran más de las nueve.

¿De verdad los ángeles no conocen los corazones? Lloré al escucharlo y observarlo.

Siguió hablando, mientras ella dormía, sobre cómo se irían de este apartamento pequeño y mísero. Emily y Jacob seguirían yendo a la escuela del Santo Nombre, él los llevaría en el coche que se iba a comprar. Ya le había echado el ojo.

—Ma, cuando toque en el conservatorio por primera vez, quiero que estés allí. Quiero que tú, y Emily y Jacob, estéis en el palco. No tardaré mucho. Mi profesora me está ayudando. Ma, voy a hacer que las cosas marchen bien, ¿me entiendes? Ma, te traeré un médico, un médico que sepa lo que se tiene que hacer.

En su sueño alcoholizado, ella murmuró:

—Sí querido, sí querido, sí querido.

Hacia las once, le dio otra cerveza y ella se quedó profundamente dormida. Él le dejó el vino al lado. Cuidó de que Emily y Jacob se pusieran los pijamas y los arropó, y luego se puso el esmoquin negro y la camisa de plastrón que se había comprado para la graduación. Eran, desde luego, las mejores ropas que tenía. Y las había comprado sin dudarlo porque sabía que harían buen efecto si las usaba en la calle, e incluso en los mejores restaurantes.

Bajó a la ciudad vieja a tocar por dinero.

En toda la ciudad había fiestas aquella noche para los graduados de los jesuitas. No las había para Toby.

Se colocó muy cerca de los bares más famosos de Bourbon Street, y allí abrió su estuche y empezó a tocar. Sumergió su corazón y su alma en las letanías más tristes que jamás escribió Roy Orbison. Y muy pronto empezaron a revolotear a su alrededor los billetes de veinte dólares.

Qué espectáculo era, alcanzada ya la madurez artística y tan bien vestido en comparación con los astrosos músicos callejeros sentados aquí o allá, o los mendigos que se limitaban a pedir una moneda entre murmullos, o los desarrapados pero brillantes niños bailarines.

Tocó Danny Boy por lo menos seis veces esa noche sólo para una pareja, y le dieron un billete de cien dólares que guardó en su cartera. Tocó todo lo que le pedían aquellos paseantes festivos, y si daban palmas y pedían bluegrass allá iba él, o tocaba música country con el laúd imitando un violín, y ellos bailaban a su alrededor. Expulsó de su mente todo, excepto la música.

Cuando empezó a amanecer, entró en la catedral de St. Louis, y rezó el salmo que tanto había amado al leerlo en la Biblia católica de su abuela:

¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! Me hundo en el cieno del abismo, sin poder hacer pie; he llegado hasta el fondo de las aguas, y las olas me anegan. Estoy exhausto de gritar, arden mis fauces, mis ojos se consumen de esperar a mi Dios.

Para terminar, susurró: «¡Dios querido!, ¿acabarás con este dolor?»

Ahora tenía más de seiscientos dólares para pagar las facturas. Podía mirar al frente. Pero ¿qué importaba si no podía salvarla?

—Dios querido —rezó—. No quiero que muera. Siento haber rezado para que muriera. Dios querido, sálvala.

Se le acercó una mendiga al salir de la catedral. Estaba mal vestida y murmuraba entre dientes que necesitaba una medicina para salvar a un niño moribundo. Él sabía que mentía. La había visto muchas veces, y siempre le había oído contar la misma historia. Se quedó mirándola largo rato, y luego la hizo callar con un gesto de la mano y una sonrisa, y le dio veinte dólares.

A pesar de lo cansado que estaba, cruzó el barrio para no gastar unos pocos dólares en un taxi, y volvió a casa en el autobús de St. Charles, mirando soñoliento por la ventanilla.

Quería desesperadamente ver a Liona. Sabía que aquella noche iba a verlo graduarse —ella y sus padres, en realidad—, y quería explicarle por qué no se había presentado.

Recordó que habían hecho planes para después, pero ahora todo le parecía remoto y estaba demasiado cansado para pensar en lo que le diría cuando finalmente hablara con ella. Pensó en sus enormes ojos enamorados, en su ingenio siempre a punto y la inteligencia aguda que nunca disimulaba, y en el timbre de su risa. Pensó en todas las maravillosas cualidades que la adornaban, y supo que cuando pasaran los años de los estudios, la perdería con toda seguridad. Ella también se había matriculado en el conservatorio, pero ¿cómo competir con los jóvenes que inevitablemente iban a rodearla?

Tenía una voz espléndida, y en el musical de los jesuitas había actuado como una auténtica estrella, que amaba la escena y que había aceptado los aplausos, las flores y las felicitaciones con modestia pero llena de confianza.

No comprendía por qué se había enredado con él. Y sintió que debía apartarse, dejarla ir, y casi se echó a llorar al pensar en ella.

Mientras el autobús ruidoso y asmático subía hacia la ciudad alta, se abrazó a su laúd e incluso dormitó con la mejilla apoyada en él durante un instante. Pero se despertó sobresaltado al llegar a su parada, bajó y dejó con esfuerzo que los pies lo sostuvieran sobre la acera.

Tan pronto como entró en el apartamento, supo que algo iba mal.

Encontró a Jacob y Emily ahogados en la bañera. Y a su madre con las muñecas cortadas, muerta en la cama, con la manta y parte de la almohada empapadas en sangre.

Durante largo rato miró los cuerpos de su hermano y su hermana. La bañera se había vaciado de agua casi por completo, pero los pijamas aún estaban húmedos y arrugados. Pudo ver moretones por todo el cuerpo de Jacob. Debía de haber luchado con todas sus fuerzas. Pero la cara de Emily, en el otro extremo de la bañera, estaba serena y perfecta, con los ojos cerrados. Tal vez no llegó a despertar cuando su madre la ahogó. El resto de agua que quedaba estaba manchado de sangre. También había sangre en el grifo, en donde había chocado la cabeza de Jacob cuando ella lo empujaba hacia abajo.

Junto al cuerpo de su madre estaba el cuchillo de cocina. Había estado a punto de amputarse la mano izquierda, tan profunda era la herida, pero se había desangrado hasta morir por los cortes en las dos muñecas.

Todo había ocurrido hacía varias horas, lo supo.

La sangre estaba seca, o tal vez sólo pegajosa.

Pero sacó del fondo de la bañera a su hermano e intentó reanimarlo soplando en su boca para devolverle la vida. El cuerpo de su hermano estaba frío como el hielo, o así le pareció. Y tenía un tacto esponjoso.

No pudo soportar la idea de tocar a su madre o a su hermana.

Su madre yacía con los párpados entrecerrados y la boca abierta. Tenía un aspecto reseco, como el de una cáscara. Una cáscara, pensó. Exacto. Vio el rosario en medio de la sangre. La sangre cubría el suelo de madera barnizada.

Sobre aquellas visiones lastimosas sólo flotaba el olor del vino. Sólo el olor de la malta de la cerveza. Fuera pasaban los coches. A una manzana de distancia, oyó el estruendo del tranvía al arrancar.

Toby fue a la sala y estuvo largo rato sentado con el laúd en el regazo.

¿Por qué no había sabido que podía ocurrir algo así? ¿Por qué había dejado a Jacob y Emily solos con ella? Dios bendito, ¿por qué no vio que las cosas llegarían a este punto? Jacob sólo tenía diez años. ¿Cómo, en nombre del cielo, había dejado Toby que les ocurriera esto?

Todo por su culpa. No tenía la menor duda. Sí, pensó en que ella podía hacerse daño a sí misma, y Dios le perdone, rezó para que ocurriera en la catedral. Pero ¿esto? ¿Su hermano y su hermana muertos? De nuevo se detuvo la respiración. Por un instante pensó que no sería capaz de volver a respirar nunca. Se puso en pie, y sólo entonces expulsó el aliento en la forma de un sollozo seco y silencioso.

Contempló aturdido el mezquino apartamento, con sus muebles feos y desparejos, el viejo escritorio de roble y las sillas baratas de fundas floreadas, y todo le pareció mugriento y gris, y afloró en su interior un miedo que se convirtió luego en un terror creciente.

El corazón golpeaba su pecho. Miró las reproducciones de flores en sus feos marcos, bobadas que él mismo había comprado, alineadas en las paredes empapeladas del apartamento. Miró las cortinas descoloridas también compradas por él, y las blancas persianas ordinarias que había detrás de ellas.

No quiso ir al dormitorio y ver la reproducción del ángel de la guarda. Lo rompería en pedazos si lo veía. Nunca, nunca más miraría una cosa así.

La tristeza sucedió al dolor. Una tristeza que llegó cuando el dolor no pudo ya prolongarse más. Cubría cada objeto que contemplaba, e ideas tales como cariño y amor le parecían irreales o fuera de su alcance para siempre, mientras seguía sentado en medio de aquella fealdad y ruina.

En uno u otro momento, durante las horas en que estuvo allí sentado, oyó el contestador del teléfono. Era Liona que lo llamaba. Supo que no podría descolgar el auricular. Supo que nunca volvería a verla, ni a hablarle, ni a decirle lo que había ocurrido.

No rezó. No se le ocurrió. Tampoco se le ocurrió hablar con el ángel que estaba a su lado, ni con el Señor al que había rezado apenas hora y media antes. No volvería a ver vivos a su hermano y a su hermana, ni a su madre, ni a su padre, ni a ninguna persona conocida. Eso es lo que pensó. Estaban muertos, irrevocablemente muertos. No creía en nada. Si alguien se le hubiera acercado en ese momento, como intentaba hacer su ángel, y le hubiera dicho «volverás a verlos a todos otra vez», habría escupido a esa persona en un arrebato de furia.

Se quedó todo el día en el apartamento con su familia muerta a su alrededor. Dejó abiertas las puertas del cuarto de baño y del dormitorio, porque no quiso que los cuerpos se quedaran solos. Le habría parecido irrespetuoso hasta un punto horrible.

Liona llamó dos veces más, y la segunda vez él dormitaba y no estaba del todo seguro de haberla oído.

Finalmente se quedó dormido en el sofá, y cuando volvió a abrir los ojos olvidó lo que había ocurrido, y pensó que estaban todos vivos y las cosas seguían su curso normal.

De nuevo la verdad lo golpeó con la fuerza de un martillo.

Se puso el blazer y los pantalones caqui y guardó toda su ropa en una maleta que su madre se había traído del hospital años atrás, cuando tuvo los niños. Sacó todo el dinero que guardaba en los escondites.

Besó a su hermano pequeño. Se arremangó y sumergió el brazo en la bañera manchada para poner con la punta de los dedos un beso en la mejilla de su hermana. Luego besó el hombro de su madre. Miró de nuevo el rosario. No lo había estado rezando cuando murió. Simplemente estaba allí, olvidado en medio del desorden.

Lo recogió, lo llevó al baño y lo limpió con el agua del lavamanos. Luego lo secó con una toalla y se lo puso en el bolsillo.

Todos parecían muy muertos ahora, muy vacíos. Aún no había olor, pero estaban muy muertos. La rigidez del rostro de su madre lo absorbió. El cuerpo de Jacob en el suelo estaba seco y arrugado.

Luego, cuando ya se disponía a irse, volvió a su escritorio. Quería llevarse dos libros. Tomó su devocionario y el libro titulado Los ángeles, de fray Pascal Parente.

Yo observé aquello. Lo observé con mucho interés.

Me di cuenta de la forma como empaquetaba aquellos libros preciosos en la voluminosa maleta. Pensó en otros libros de religión que amaba, entre ellos las Vidas de los santos, pero no tenía espacio para ellos.

Tomó el tranvía hacia la parte baja y, delante del primer hotel al que llegó, subió a un taxi que lo llevó al aeropuerto.

Sólo una vez pasó por su mente llamar a la policía, e informar de lo que había sucedido. Pero era tal la rabia que sentía que desechó esa idea definitivamente.

Fue a Nueva York. Nadie puede encontrarte en Nueva York, supuso.

En el avión, se aferró a su laúd como si algo pudiera ocurrirle. Miraba por la ventanilla y sentía una angustia tan grande que no le pareció posible que la vida pudiera reservarle nunca ni una partícula de alegría.

Ni siquiera tararear en voz baja para sí mismo las melodías de las canciones que más le gustaba tocar significaba nada para él. En sus oídos sonaba un estruendo como si los diablos del infierno tocaran una música horrenda con la intención de sacarlo de quicio. Susurró para sí, para silenciarla. Deslizó la mano en su bolsillo, encontró el rosario y recitó las palabras, pero no meditó en los misterios. «Santa María... —musitó entre dientes—, ... ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.» «Son sólo palabras», pensó. Le era imposible imaginar la eternidad.

Cuando la azafata le preguntó si deseaba un refresco, contestó:

—Alguien los enterrará.

Ella le sirvió una gaseosa con hielo. Toby no durmió. Sólo eran dos horas hasta Nueva York, pero el avión empezó a volar en círculos durante mucho tiempo antes de aterrizar finalmente.

Pensó en su madre. ¿Qué podía haber hecho? ¿Dónde podía haberla colocado? Había buscado sitios, médicos, un modo, cualquier modo, de ganar tiempo hasta poder salvar a todos. Puede que no se moviera lo bastante aprisa, que no fuera lo bastante listo. Puede que tuviera que habérselo dicho a sus maestros en la escuela.

Ahora no importaba, se dijo a sí mismo.

Era de noche. Los oscuros edificios gigantes del East Side de la ciudad parecían infernales. El ruido absoluto de la urbe lo aturdió. Lo dejaba confinado en el enorme taxi, lo asaltaba en los semáforos cerrados. El taxista, detrás de la gruesa mampara de plástico, era para él sólo un fantasma.

Finalmente, dio unos golpecitos en el plástico y dijo a aquel hombre que lo llevara a un hotel barato. Tuvo miedo de que pensara que era un niño y lo llevara a la policía. No se dio cuenta de que, con su más de metro noventa de estatura y la expresión hosca de su cara, no tenía un aspecto en absoluto infantil. El hotel no era tan malo como había temido.

Pensó en cosas malas mientras recorría las calles en busca de trabajo. Llevaba con él su laúd.

Pensó en las tardes, cuando era pequeño y al volver a casa encontraba borrachos a sus padres. Su padre era un mal policía, y todos lo sabían. Nadie en la familia de su madre podía soportarlo. Sólo su propia madre le había suplicado una y otra vez que tratara mejor a su mujer y a sus hijos.

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