La hora del ángel (15 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

No le gustó el aspecto del coche y no quería entrar en él, a pesar de que había visto muchos parecidos deslizándose por la Quinta Avenida al atardecer, y aparcados junto a las entradas del Carnegie Hall y de la Metropolitan Opera.

Por fin, detrás de Alonso se deslizó en el interior y se sentó frente a dos hombres jóvenes que ocupaban el asiento opuesto de piel negra.

Los dos lo miraban con una curiosidad indisimulada. Eran pálidos, de cabello rubio, rusos casi con toda seguridad.

Toby casi dejó de respirar como le ocurrió cuando su madre le destrozó el laúd. Mantuvo la mano en el bolsillo, sujetando la pistola. Todas las manos estaban a la vista, excepto la de Toby.

Se volvió y miró a Alonso. «Me has traicionado.»

—No, no —dijo el hombre de enfrente, el mayor de los dos, y Alonso sonrió como si acabara de escuchar un aria perfecta. El hombre hablaba como un norteamericano, no como un ruso.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó el hombre rubio más joven de los dos. También él era norteamericano. Miró su reloj—. Aún no son las once.

—Tengo hambre —dijo Toby. Seguía empuñando con fuerza la pistola en el bolsillo—. Siempre he querido comer en el Russian Tea Room.

Fuera o no a morir, la respuesta hizo que Toby se sintiera muy listo. Además era cierto. Si había de tomar un último almuerzo, quería que fuera en el Russian Tea Room.

El hombre mayor rio.

—Bueno, pero no dispares contra nosotros, hijo —dijo, señalando el bolsillo de Toby—. Sería una estupidez porque vamos a darte más dinero del que nunca has visto en tu vida. —Soltó otra carcajada—. Te daremos más dinero del que nunca hemosvisto en nuestrasvidas. Y, por supuesto, te llevaremos al Russian Tea Room.

El coche se detuvo. Alonso se apeó.

—¿Por qué te vas? —preguntó Toby. Otra vez sintió ese miedo que lo dejaba sin respiración, y su mano se apretó sobre la pequeña pistola hasta casi rasgar la tela del bolsillo.

Alonso se inclinó y lo besó. Le sujetó la cabeza y lo besó en los ojos y en los labios, y luego lo soltó.

—No me quieren a mí —dijo—. Te quieren a ti. Te he vendido a ellos, pero por tu bien. ¿Lo entiendes? Yo no puedo hacer las mismas cosas que tú. No podemos seguir adelante con esto, tú y yo. Te he vendido a ellos para protegerte. Tú eres mi chico. Siempre serás mi chico. Ahora ve con ellos. Te quieren a ti, no a mí. Vete. Yo me llevo a mi madre a Miami.

—Pero ya no tienes que hacerlo —protestó Toby—. Puedes volver a tener la casa. Puedes recuperar el restaurante. Yo cuidaré de todo.

Alonso sacudió la cabeza. Toby se sintió estúpido de inmediato.

—Hijo, con lo que me pagan, estoy encantado de irme —dijo Alonso—. Mi madre verá Miami y será feliz. —Volvió a rodear la cara de Toby con las dos manos y lo besó—. Me has traído la suerte. Cada vez que toques esas viejas canciones napolitanas, piensa en mí.

El coche arrancó.

Comieron en el Russian Tea Room, y mientras Toby daba cuenta con un apetito voraz del pollo Kiev, el mayor de los dos hombres dijo:

—¿Ves a esos hombres de allí? Son policías de Nueva York. Y el que está con ellos es del FBI.

Toby no miró. Se limitó a clavar los ojos en el hombre que hablaba. Todavía tenía la pistola a su alcance, aunque odiaba sentir su peso.

Sabía que podía, si deseaba hacerlo, llevarse por delante a los dos hombres, y probablemente matar a uno de los otros tres antes de que acabaran con él. Pero aún no iba a intentar nada parecido. Ya se presentaría por sí mismo un momento mejor.

—Trabajan para nosotros —dijo el hombre mayor—. Nos han estado siguiendo desde que salimos de tu casa. Y nos seguirán después, cuando salgamos de la ciudad. De modo que relájate. Estamos muy bien protegidos, te lo aseguro.

Y así fue como Toby se convirtió en un sicario. Así fue como Toby llegó a ser Lucky el Zorro. Pero todavía hay algo más que reseñar, sobre la transición.

Esa noche, tendido en la cama, en una gran casa de campo a bastantes kilómetros de la ciudad, pensó en la muchacha que se había arrodillado y alzado las manos. Pensó en cómo le había rogado con palabras que no necesitaban traducción. Su rostro estaba empapado en lágrimas. Pensó en cómo se había doblado sobre sí misma y sacudido la cabeza y apoyado las manos contra él.

Pensó en ella después de que le hubiera disparado, tendida allí, inmóvil como su hermano y su hermana en la bañera.

Se levantó, se puso sus ropas y el abrigo, con la pistola aún en el bolsillo, y bajó las escaleras de la gran casa, pasando delante de los dos hombres que jugaban a las cartas en la sala de estar. Ésta parecía una enorme cueva. Había muebles sobredorados por todas partes. Y mucha piel de color negro. Parecía uno de esos elegantes clubes privados de una vieja película en blanco y negro. Esperabas ver a caballeros de edad madura atisbándote desde sus sillones de orejas. Pero sólo estaban los dos hombres que jugaban a las cartas debajo de una lámpara, aunque en el hogar ardía un fuego que iluminaba con alegres reflejos la oscuridad.

Uno de los hombres se puso en pie.

—¿Deseas algo, una bebida tal vez?

—Necesito dar un paseo —dijo Toby.

Nadie lo detuvo.

Salió y caminó alrededor de la casa.

Se dio cuenta del aspecto que ofrecían las hojas de los árboles más próximos a las farolas. Se dio cuenta del brillo del hielo en las ramas desnudas de otros árboles. Observó el tejado de pizarra, alto y empinado, de la casa. Vio el reflejo de la luz en los cristales emplomados en forma de rombo de las ventanas. Una casa del norte, construida para resguardarse de las fuertes nevadas, del largo invierno, una casa como él sólo había visto en el cine, si es que se había fijado en ellas.

Escuchó el sonido de la hierba helada bajo sus pies, y llegó hasta una fuente que manaba a pesar del frío, y vio brotar el chorro de agua y caer en forma de una aérea ducha blanca en el estanque agitado a la luz tenue.

La luz venía de un farol colocado ante la puerta cochera. La limusina negra estaba aparcada allí, reluciente bajo el farol. También venía la luz de las lámparas que flanqueaban las numerosas puertas de la casa. Y la luz brotaba de pequeños focos alineados a lo largo de los senderos de grava del jardín. El aire olía a agujas de pino y a leña quemada. Había un frescor y una nitidez en el aire que no había conocido en la ciudad. Todo era de una belleza deliberada.

Aquello le recordó un verano en el que fue a pasar las fiestas a una casa a orillas del lago Pontchartrain con dos de los alumnos más ricos de los jesuitas. Eran chicos simpáticos, mellizos, y le caían muy bien. Jugaban al ajedrez, les gustaba la música clásica. Destacaban en los deportes de la escuela, hasta el punto de que en la ciudad todo el mundo iba a verlos. Toby habría querido ser amigo de esos dos chicos, pero tenía que guardar el secreto de su vida de familia. Y por esa razón, nunca llegó a tener una verdadera amistad con ellos. En el curso superior, apenas se hablaban.

Pero nunca olvidó la hermosa casa cerca de Mandeville, con sus hermosos muebles, la madre que hablaba un inglés perfecto, el padre que tenía discos de grandes ejecutantes de laúd y había dejado que Toby los escuchara en una habitación que llamaba su estudio y estaba forrada por entero de libros.

Esta casa de campo se parecía a aquella casa de Mandeville.

Yo lo observaba. Observaba su rostro y sus ojos, y veía esas imágenes en su memoria y en su corazón.

Es verdad que los ángeles no comprendemos los corazones humanos. Es muy cierto. Lloramos a la vista del pecado, a la vista del sufrimiento. Pero no poseemos corazones humanos. Sin embargo, los teólogos que anotan observaciones como ésa no tienen en consideración el poder de nuestra inteligencia. Podemos poner en relación un número infinito de gestos, expresiones, cambios en la respiración y movimientos, y deducir de todo ello conclusiones profundamente conmovedoras. Somos capaces de conocer la pena.

Yo me formé mi concepto de Toby mientras lo hacía, y escuché la música que oía él en aquella remota casa de Mandeville, una antigua grabación de un tañedor de laúd judío que interpretaba temas de Dowland. Y observé a Toby de pie bajo los pinos hasta casi helarse de frío.

Toby regresó despacio a la casa. No podía dormir. La noche no tenía el menor significado para él.

Luego ocurrió una cosa extraña cuando se aproximó a las paredes de piedra cubiertas de hiedra, algo totalmente inesperado. Del interior de la casa le llegó una música sutil y estremecedora. Seguramente una ventana quedó abierta a pesar del frío y le permitió escuchar un fragmento de tanta ternura, de una belleza tan sutil. Supo que era un fagot o un clarinete. No estaba seguro. Pero venía de la ventana situada delante de él, alta, de cristales emplomados y abierta al frío exterior. De ahí venía la música: una larga nota grávida, y luego una melodía meditativa.

Se acercó más.

Era el sonido del despertar de algo, pero luego a la melodía de los vientos se unieron otras voces, ásperas como el sonido de una orquesta al afinar los instrumentos, pero unidas en una rígida disciplina. Luego la orquesta calló y emergieron de nuevo los vientos, y de nuevo una extraña urgencia volvió a henchir las voces de la orquesta mientras los vientos se remontaban con un tono más agudo y penetrante.

Se quedó quieto junto a la ventana.

De pronto la música enloqueció. Atacaron los violines, y la percusión resonó como una locomotora lanzada en la noche. Él casi se llevó las manos a los oídos, tan feroz era aquel sonido. Los instrumentos gimieron. Lloraron. Parecía la locura, el chillido de las trompetas, el vertiginoso torrente de las cuerdas, el batir de los timbales.

No pudo ya identificar lo que estaba oyendo. Por fin el trueno se apagó. Emergió de él una melodía más suave, apoyada en una sensación de paz, en transcripciones musicales de soledad y de despertares.

Él estaba ahora recostado en el pretil de la ventana, la cabeza inclinada, los dedos en las sienes, como para detener a cualquiera que se interpusiera entre la música y él.

Aunque empezaron a entrelazarse al azar melodías más suaves, por debajo de ellas palpitaba una urgencia oscura. De nuevo aumentó el volumen de la música. El volumen de los vientos creció hasta un punto casi insoportable. El tono se hizo inquietante.

De pronto toda la composición parecía preñada de amenazas, el preludio y reconocimiento de la vida que él había vivido. No puedes confiar en los repentinos remansos de ternura y quietud, porque la violencia volverá a irrumpir con un redoble de tambores y gritos de violines.

Una y otra vez la melodía se apagaba hasta una quietud casi perfecta y luego se producía una nueva erupción de violencia industrial tan fiera y oscura que lo paralizaba.

Entonces tuvo lugar la transformación más extraña. La música dejó de ser un asalto. Se convirtióen la sabia orquestación de su propia vida, de sus sufrimientos, de su sentimiento de culpa y su terror.

Era como si alguien hubiera arrojado una red envolvente sobre todo lo que él había llegado a ser, sobre cómo había destruido todas las cosas que tenía como sagradas.

Apretó la frente contra el cristal exterior helado de la ventana abierta.

El estruendo orquestado se le hizo insoportable, y cuando creyó que no podía resistirlo más, cuando casi se estaba ya tapando los oídos, cesó de pronto.

Abrió los ojos. En el interior de la habitación en penumbra, iluminada sólo por el fuego de la chimenea, había un hombre sentado en un gran sillón de piel, mirándolo. El reflejo del fuego centelleaba en el borde plateado de las gafas cuadradas de aquel hombre, y en su cabello blanco muy corto, y en la sonrisa de su boca.

Hizo a Toby una seña con un lánguido movimiento de su mano derecha, para que fuera hacia la puerta principal, y con la izquierda me hizo a mí el gesto de que entrara.

El hombre que estaba en la puerta principal dijo:

—El jefe quiere verte ahora, chico.

Toby recorrió una serie de habitaciones decoradas con dorados y terciopelos, con pesados cortinajes. Las cortinas estaban sujetas con cuerdas de flecos dorados. Dos fuegos estaban encendidos, uno en lo que parecía ser una gran biblioteca, y justo a continuación había una habitación con vidrios pintados de blanco y una pequeña piscina humeante en el centro, de aguas azules.

En la biblioteca, y no podía ser otra cosa con todos sus estantes abarrotados de libros, estaba sentado «el jefe» tal como Toby lo había visto desde la ventana, en su sillón de respaldo alto tapizado en cuero.

Todo lo que había en la habitación era exquisito. El escritorio era negro, de madera tallada. Había una vitrina de libros a la izquierda del hombre con figuras talladas a ambos lados de las puertas. Las figuras intrigaron a Toby.

Todo aquello parecía alemán, como si el mobiliario procediera directamente de Europa, del Renacimiento alemán.

La alfombra había sido tejida para aquella habitación, un mar inmenso de flores oscuras enmarcadas por el oro que relucía en las paredes y las altas repisas bruñidas. Toby nunca había visto una alfombra hecha a propósito para una habitación, recortada alrededor de las semicolumnas que flanqueaban las dobles puertas o de los bordes salientes de la base de las ventanas.

—Siéntate y hablemos, hijo —dijo el hombre.

Toby tomó asiento en el sillón de cuero situado enfrente, pero no dijo nada. Nada podía salir de su boca. La música sonaba aún en sus oídos.

—Voy a decirte exactamente lo que quiero que hagas —dijo el hombre. Y entonces lo explicó.

Muy estudiado, sí, pero un desafío casi imposible, aunque elegante.

—¿Pistolas? Las pistolas son chapuceras —dijo el hombre—. Esto es más sencillo, pero sólo tienes una oportunidad. —Suspiró—. Clavas la aguja en la base del cuello, o en la mano, y sigues andando. Sabes cómo hacerlo, sigues andando con la mirada al frente como si no hubieras llegado a rozar siquiera a ese tipo. La gente estará comiendo y bebiendo, descuidada. Creen que los hombres de fuera impedirán la entrada de los pistoleros a los que temen. ¿Vacilas? Entonces tu oportunidad desaparece, y si te atrapan con esa aguja...

—No me atraparán —dijo Toby—. No parezco peligroso.

—¡Es verdad! —dijo el hombre. Abrió las manos, como sorprendido—. Eres un chico guapo. No puedo localizar tu acento. Me parece que no eres de Boston. De Nueva York, tampoco. ¿De dónde vienes?

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