La hora del ángel (14 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

Oyó gritos en el piso alto y subió, pasando por encima de un cuerpo tras otro, y disparó contra las puertas, abriendo grandes agujeros en ellas, hasta que todo quedó en silencio.

Se quedó quieto en el extremo del vestíbulo y esperó. Apareció un hombre que se movía con cautela, con un arma visible en la mano y otra al hombro. Toby le disparó de inmediato.

Pasaron veinte minutos. Tal vez más. Nada se movía en la casa. Despacio, recorrió una por una todas las habitaciones. Todos muertos.

Recogió todos los teléfonos móviles que encontró, y los guardó en la mochila de piel. Encontró un ordenador portátil, y lo cerró y también lo guardó, a pesar de que era un poco más pesado de lo que habría deseado. Cortó los cables del ordenador de mesa, y la línea telefónica.

Cuando ya se marchaba, oyó los gemidos de alguien que hablaba en voz baja en tono patético. Abrió de una patada la puerta y vio a una mujer muy joven, rubia con los labios pintados de rojo, acurrucada sobre sus rodillas y con un móvil en la oreja. Dejó caer el teléfono aterrorizada, al verlo. Sacudió la cabeza y le rogó en una lengua que él no consiguió entender.

La mató. Cayó al instante y quedó allí tendida como había estado su madre sobre el colchón ensangrentado. Muerta.

Recogió su teléfono. Una voz bronca preguntó:

—¿Qué está ocurriendo?

—Nada —contestó en un susurro—. Se ha vuelto loca.

Cortó la comunicación de golpe. La sangre circulaba veloz por sus venas. Se sintió poderoso.

Ahora recorrió de nuevo muy deprisa todas las habitaciones. Encontró a un hombre herido, gimiendo, y le disparó. Encontró a una mujer sangrante y moribunda, y también la remató. Recogió más teléfonos. La mochila estaba llena.

Luego salió, recorrió a pie varias manzanas y tomó un taxi que lo llevó a la parte alta, a la oficina del abogado que había gestionado la transmisión de la propiedad.

Simulando una ligera cojera al caminar y resoplando como si el maletín pesara demasiado y la mochila al hombro lo abrumara, entró en la oficina.

La recepcionista acababa de abrir las puertas, y le explicó sonriente que su jefe aún no había llegado, pero sólo tardaría unos minutos. Comentó que el pañuelo amarillo que llevaba al cuello era bonito.

Él se dejó caer en el sofá de cuero y, después de quitarse cuidadosamente un guante, se secó la frente como si le acuciara un fuerte dolor. Ella lo miró con ternura.

—Hermosas manos —dijo—, como las de un músico.

Él se echó a reír entre dientes. En un susurro, dijo:

—Todo lo que deseo es volver a Suiza.

Se sentía muy excitado. Sabía que ceceaba al hablar debido a la placa bucal de plástico. Eso le hizo reír, pero sólo para sí mismo. Nunca se había sentido tentado de ese modo en toda su vida. Pensó durante una fracción de segundo que ahora entendía la vieja expresión sobre «la seducción del mal».

Ella le ofreció un café. Él volvió a ponerse el guante. Dijo:

—No, me tendría despierto en el avión. Quiero dormir al atravesar el Atlántico.

—No consigo reconocer su acento. ¿De dónde es?

—Suizo —susurró, ceceando sin esforzarse por el artilugio que tenía en la boca—. Estoy impaciente por volver a casa. Odio esta ciudad.

Un ruido súbito que venía de la calle le sobresaltó. Era el conductor de una grúa que empezaba la jornada en una obra vecina. El ruido se repitió, y hacía temblar toda la oficina.

Él hizo una mueca de dolor, y ella le expresó cuánto sentía que hubiese de soportar todo esto.

Llegó el abogado.

Toby se puso en pie, desplegando toda su imponente estatura, y dijo con el mismo susurro ceceante:

—Vengo por una cuestión importante.

El hombre se sintió impresionado de inmediato, e invitó a Toby a entrar en su despacho.

—Mire, me muevo tan deprisa como puedo —dijo el hombre—, pero ese viejo italiano está loco. Y es tozudo. Su patrón pide milagros. —Revolvió unos papeles que había sobre su escritorio—. He encontrado esto. Se ha instalado en un edificio remodelado a pocas manzanas del restaurante, un sitio que vale millones.

Otra vez estuvo Toby a punto de echarse a reír, y se reprimió. Tomó los papeles que le tendía el hombre, miró la dirección, que era la de su hotel, y guardó todo en su maletín.

El abogado estaba petrificado.

Llegaban del exterior un estruendo metálico y fuertes golpes que repercutían en temblores, como si se arrojaran a la calle los escombros de un edificio demolido. Toby vio una gran grúa pintada de blanco al mirar por la ventana.

—Llame al banco ahora —susurró Toby, en lucha con su ceceo—. Y sabrá de lo que he venido a hablar.

De nuevo rio para sí mismo, y el hombre percibió su sonrisa y de inmediato marcó un número en su teléfono móvil.

—Se han creído ustedes que soy una especie de Einstein —masculló el abogado. Luego su expresión cambió: el hombre del banco había contestado.

Toby le quitó de las manos al abogado el teléfono móvil, y dijo al aparato:

—Quiero verle. Quiero verle fuera del banco. Quiero que me esté esperando.

Al otro lado de la línea, el hombre accedió de inmediato. El número de la ventanilla digital del teléfono era el mismo que el de una de las tarjetas que llevaba Toby en el bolsillo. Toby cerró el móvil y lo guardó en su maletín.

—¿Qué está haciendo? —preguntó el abogado.

Toby sintió que tenía un poder absoluto sobre aquel hombre. Se sintió invencible. Alguna reminiscencia perdida de las novelas leídas le impulsó a decir:

—Eres un mentiroso y un ladrón.

Sacó la pistola pequeña del bolsillo y disparó. El ruido quedó ahogado por los golpes y traqueteos de la calle.

Miró el ordenador portátil que había sobre el escritorio. No podía dejarlo ahí. Torpemente lo embutió en la mochila con todo lo demás.

Iba sobrecargado, pero era fuerte y tenía unas espaldas anchas.

Rio de nuevo entre dientes mientras miraba al hombre muerto. Se sintió magníficamente. Se sintió de maravilla. Se sintió como cuando se imaginaba a sí mismo tocando el laúd en un escenario de fama mundial. Sólo que esto era mejor.

Sintió un delicioso mareo, parecido al que percibió la primera vez que imaginó todas estas cosas, estas piezas y fragmentos de cosas que había visto en las series de crímenes televisivos y leído en las novelas, y se forzó a sí mismo a no echarse a reír, y en cambio a moverse con rapidez.

Cogió todo el dinero que había en el billetero del hombre, unos mil quinientos dólares.

En el antedespacho, sonrió seductor a la joven secretaria.

—Oiga —dijo, inclinándose sobre su mesa—. Dice que salga ahora. Está esperando, bueno, a ciertas personas.

—Ah, sí, entiendo —dijo ella, intentando parecer muy lista, muy colaboradora y muy tranquila—. Pero ¿cuánto tiempo he de estar fuera?

—El día, tómese el día —dijo Toby—. No, créame, él lo quiere así. —Le dio varios billetes de veinte dólares de la billetera del hombre—. Vaya a casa en taxi. Diviértase. Y llame mañana por la mañana, ¿me entiende? No vuelva sin haber llamado antes.

Ella estaba encantada.

Salió con él hacia el ascensor, orgullosa de estar a su lado, al lado de un hombre alto y joven, guapo y misterioso, y le dijo otra vez que su fular amarillo era espléndido. Se dio cuenta de que cojeaba, pero simuló no advertirlo.

Antes de que las puertas del ascensor se cerraran, él la miró a través de las gafas oscuras, le dirigió una sonrisa tan radiante como la de ella, y le dijo como despedida:

—Recuérdeme como su lord Byron.

Recorrió a pie las pocas manzanas que lo separaban del banco y se detuvo a pocos metros de la entrada. El gentío cada vez mayor lo empujó a un lado. Se arrimó a la pared y marcó el número del banquero en el teléfono robado al abogado.

—Salga ahora —dijo con su susurro ceceante, mientras su mirada recorría la multitud que pasaba ante las puertas del banco.

—Estoy fuera —respondió el hombre, bronco e irritado—. ¿Dónde diablos está usted?

Toby lo localizó sin dificultad cuando el hombre se volvió a meter el móvil en el bolsillo.

Toby miró a su alrededor, asombrado por la velocidad a que se movía el gentío en ambas direcciones. El ruido del tráfico era ensordecedor. Las bicicletas sorteaban zumbando el perezoso avance de camiones y taxis. El fragor ascendía por las paredes como si quisiera llegar al cielo. Sonaban las bocinas y una humareda gris flotaba en el aire.

Miró arriba, a la rendija de cielo azul que no alcanzaba a iluminar aquella grieta de la gigantesca ciudad, y se dijo a sí mismo que nunca se había sentido tan vivo. Ni siquiera en los brazos de Liona había sentido aquel vigor.

Marcó de nuevo el número, y esta vez esperó el timbrazo y observó al hombre, casi perdido en aquella masa de gente en perpetuo movimiento, cuando contestó.

Sí, ése era su hombre, de pelo gris, grueso, con la cara colorada ahora por la furia. Su víctima se detuvo delante del bordillo.

—¿Cuánto tiempo he de estar aquí esperando? —ladró al teléfono.

Dio media vuelta y caminó hacia los muros de granito del banco y se quedó a la izquierda de la puerta giratoria, mirando a su alrededor con calma.

El hombre miraba ceñudo a todos los que pasaban junto a él, excepto al joven flaco que pasó un poco agachado, cojeando, tal vez debido al peso de su voluminosa mochila y su maletín.

En ese hombre no se fijó en absoluto.

Tan pronto como se hubo colocado a su espalda, Toby disparó al hombre en la cabeza. Rápidamente volvió a guardar la pistola en su abrigo y, con la mano derecha, ayudó al hombre a deslizarse recostado en la pared hasta el suelo, con las piernas extendidas al frente. Toby se arrodilló solícito a su lado.

Sacó el pañuelo del bolsillo del hombre y le enjugó el rostro. Por supuesto, el hombre estaba muerto. Entonces, invisible para el gentío que pasaba a escasos centímetros, se apoderó del teléfono del hombre, de su billetero y de un pequeño bloc de notas que llevaba en el bolsillo del pecho.

Ni una sola de las personas que pasaban se detuvo, ni siquiera los que hubieron de sortear las piernas extendidas del banquero.

Un recuerdo fugaz asaltó a Toby. Vio a su hermano y a su hermana, muertos, sumergidos en la bañera.

Rechazó con energía aquel recuerdo. Se dijo a sí mismo que era intrascendente. Plegó el pañuelo de lino lo mejor que pudo con la mano enguantada, y lo colocó sobre la frente húmeda del hombre.

Caminó tres manzanas antes de tomar un taxi, y se bajó a tres manzanas de su apartamento.

Subió las escaleras, empuñando la pistola de su bolsillo con dedos temblorosos. Cuando llamó a la puerta, oyó la voz de Alonso.

—¿Vincenzo?

—¿Estás solo ahí? —preguntó.

Alonso abrió la puerta y lo hizo entrar.

—¿Dónde has estado, qué te ha ocurrido?

Miraba el pelo teñido, las gafas oscuras.

Toby examinó el apartamento.

Luego se volvió a Alonso y le dijo:

—Están todos muertos, los tipos que te molestaban. Pero esto no se ha acabado. No he tenido tiempo de ir al restaurante y no sé lo que está pasando allí.

—Yo sí —dijo Alonso—. Han despedido a todos mis empleados y cerrado el local. ¿Qué demonios me estás diciendo?

—Ah, bueno —dijo Toby—, entonces no está tan mal.

—¿Qué quieres decir con eso de que están todos muertos? —preguntó Alonso.

Toby le contó todo lo que había ocurrido. Luego dijo:

—Tienes que llevarme a gente que sepa cómo acabar esto. Llévame con tus amigos que no han querido ayudarte. Ahora sí te ayudarán. Querrán estos ordenadores. Querrán estos teléfonos móviles. Querrán este bloc de notas. Aquí hay datos, toneladas de datos sobre esos criminales y lo que quieren y lo que están haciendo.

Alonso se lo quedó mirando mucho rato sin hablar, y luego se postró en el único sillón de la habitación y hundió los dedos en su espesa cabellera.

Toby echó el cerrojo de la puerta del cuarto de baño. Tenía con él la pistola. Colocó la pesada tapa de porcelana del inodoro contra la puerta y se duchó con la cortina descorrida, frotando y frotando hasta que desapareció todo el tinte negro de su cabello. Trituró las gafas. Envolvió los guantes, los fragmentos de las gafas y el fular en una toalla.

Cuando salió, Alonso estaba hablando por el teléfono. Parecía muy absorto en la conversación. Hablaba en italiano o en dialecto siciliano, Toby no estaba seguro. En el restaurante podía atrapar al vuelo el sentido de algunas expresiones, pero aquél era un torrente de palabras demasiado rápido.

Cuando el viejo colgó, le dijo:

—Has acabado con ellos. Con todos ellos.

—Ya te lo dije —contestó Toby—. Pero vendrán otros. Esto es sólo el principio de algo. La información que guarda el ordenador de ese abogado no tiene precio.

Alonso lo miraba con un asombro tranquilo. Su ángel de la guarda estaba a su lado con los brazos cruzados observándolo todo con tristeza..., es como mejor puedo describir en términos humanos su actitud. El ángel de Toby lloraba.

—¿Conoces a gente que pueda ayudarme a utilizar estos ordenadores? —preguntó Toby—. Había ordenadores de sobremesa en la casa y en la oficina, pero no sé cómo desconectar los cables. Todos estos ordenadores tienen que estar repletos de información. Ahí hay números de teléfono, cientos con toda probabilidad.

Alonso asintió. Estaba asombrado.

—Quince minutos —dijo.

—¿Quince minutos, qué? —preguntó Toby.

—Estarán aquí, encantados de conocerte y encantados también de enseñarte todo lo que puedan.

—¿Estás seguro? —preguntó—. Si antes no querían ayudarte, ¿por qué no matarnos sencillamente a los dos?

—Vincenzo —dijo Alonso—. Tú eres justo lo que hasta ahora no tenían. Eres justo lo que necesitan. —Las lágrimas asomaron a los ojos de Alonso—. Hijo, ¿crees que te traicionaría? —dijo—. Tengo una deuda eterna contigo. En alguna parte tiene que haber copias de todas esas escrituras, pero tú has matado a los hombres que las manejaban.

Bajaron a la calle. Una enorme limusina negra los estaba esperando.

Antes de entrar en el coche aparcado, Toby tiró a un contenedor de basura la toalla con las gafas, el pañuelo y los guantes grises, empujándolo todo al fondo entre la masa crepitante de vasos de cartón y bolsas de plástico. Le repugnó el olor que quedó en su mano izquierda. Tenía su maleta y su laúd, y el maletín y la mochila de piel con los ordenadores y los teléfonos móviles.

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