La Ilíada (44 page)

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Authors: Homero

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Hera veneranda, la de ojos de novilla, obligó al sol infatigable a hundirse, mal de su grado, en la corriente del Océano. Y una vez puesto, los divinos aqueos suspendieron la enconada pelea y el general combate.

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Los troyanos, por su parte, retirándose de la dura contienda, desuncieron de los carros los veloces corceles y se reunieron en el ágora antes de preparar la cena. Celebraron el ágora de pie y nadie osó sentarse; pues a todos les hacía temblar el que Aquiles se presentara después de haber permanecido tanto tiempo apartado del funesto combate. Fue el primero en arengarles el prudente Polidamante Pantoida, el único que conocía lo futuro y lo pasado: era amigo de Héctor, y ambos nacieron en la misma noche; pero Polidamante superaba a Héctor en la elocuencia, y éste descollaba más que él en el manejo de la lanza. Y arengándoles benévolo, así les dijo:

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—Pensadlo bien, amigos, pues yo os exhorto a volver a la ciudad en vez de aguardar a la divinal aurora en la llanura, junto a las naves, y tan lejos del muro como al presente nos hallamos. Mientras ese hombre estuvo irritado con el divino Agamenón, fue más fácil combatir contra los aqueos; y también yo gustaba de pernoctar junto a las veleras naves, esperando que acabaríamos tomando los corvos bajeles. Ahora temo mucho al Pelida, de pies ligeros, que con su ánimo arrogante no se contentará con quedarse en la llanura, donde troyanos y aqueos sostienen el furor de Ares, sino que luchará para apoderarse de la ciudad y de las mujeres. Volvamos a la población; seguid mi consejo, antes de que ocurra lo que voy a decir. La noche inmortal ha detenido al Pelida, de pies ligeros; pero, si mañana nos acomete armado y nos encuentra aquí, conoceréis quién es, y llegará gozoso a la sagrada Ilio el que logre escapar, pues a muchos de los troyanos se los comerán los perros y los buitres. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Si, aunque estéis afligidos, seguís mi consejo, tendremos el ejército reunido en el ágora durante la noche, pues la ciudad queda defendida por las torres y las altas puertas con sus tablas grandes, labradas, sólidamente unidas. Por la mañana, al apuntar la aurora, subiremos armados a las torres; y si aquél viniere de las naves a combatir con nosotros al pie del muro, peor para él; pues habrá de volverse después de cansar a los caballos, de erguido cuello, con carreras de todas clases, llevándolos errantes en torno de la ciudad. Pero no tendrá ánimo para entrar en ella, y nunca podrá destruirla; antes se lo comerán los veloces perros.

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Mirándole con torva faz, exclamó Héctor, el de tremolante casco:

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—¡Polidamante! No me place lo que propones de volver a la ciudad y encerrarnos en ella. ¿Aún no os cansáis de vivir dentro de los muros? Antes todos los hombres dotados de palabra llamaban a la ciudad de Príamo rica en oro y en bronce, pero ya las hermosas joyas desaparecieron de las casas: muchas riquezas han sido llevadas a la Frigia y a la encantadora Meonia para ser vendidas, desde que Zeus se irritó contra nosotros. Y ahora que el hijo del artero Crono me ha concedido alcanzar gloria junto a las naves y acorralar contra el mar a los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún troyano te obedecerá, porque no lo permitiré. Ea, procedamos todos como voy a decir. Cenad en el campamento, sin romper las filas; acordaos de la guardia y vigilad todos. Y el troyano que sienta gran temor por sus bienes, júntelos y entréguelos al pueblo para que en común se consuman; pues es mejor que los disfrute éste que no los aqueos. Mañana, al apuntar la aurora, vestiremos la armadura y suscitaremos un reñido combate junto alas cóncavas naves. Y si verdaderamente el divino Aquiles pretende salir del campamento, le pesará tanto más, cuanto más se arriesgue. Porque intento no huir de él, sino afrontarle en la batalla horrísona; y alcanzará una gran victoria, o seré yo quien la consiga. Que Enialio es a todos común y suele causar la muerte del que matar deseaba.

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Así se expresó Héctor, y los troyanos le aclamaron, ¡oh necios!, porque Palas Atenea les quitó el juicio. ¡Aplaudían todos a Héctor por sus funestos propósitos y ni uno siquiera a Polidamante, que les daba un buen consejo! Tomaron, pues, la cena en el campamento; y los aqueos pasaron la noche dando gemidos y llorando a Patroclo. El Pelida, poniendo sus manos homicidas sobre el pecho del amigo, dio comienzo a las sentidas lamentaciones, mezcladas con frecuentes sollozos. Como el melenudo león a quien un cazador ha quitado los cachorros en la poblada selva, cuando vuelve a su madriguera se aflige y, poseído de vehemente cólera, recorre los valles en busca de aquel hombre, de igual modo, y despidiendo profundos suspiros, dijo Aquiles entre los mirmidones:

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—¡Oh dioses! Vanas fueron las palabras que pronuncié un día en el palacio para tranquilizar al héroe Menecio, diciendo que a su ilustre hijo le llevaría otra vez a Opunte tan pronto como, tomada Ilio, recibiera su parte de botín. Zeus no les cumple a los hombres todos sus deseos; y el hado ha dispuesto que nuestra sangre enrojezca una misma tierra, aquí en Troya; porque ya no me recibirán en su palacio ni el anciano caballero Peleo, ni Tetis, mi madre, sino que esta tierra me contendrá en su seno. Ahora, ya que tengo de penetrar en la tierra, oh Patroclo, después que tú, no te haré las honras fúnebres hasta que traiga las armas y la cabeza de Héctor, tu magnánirno matador. Degollaré ante la pira, para vengar tu muerte, doce hijos de ilustres troyanos. Y en tanto permanezcas tendido junto a las corvas naves, te rodearán, llorando noche y día, las troyanas y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro valor y la ingente lanza, al entrar a saco opulentas ciudades de hombres de voz articulada.

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Cuando esto hubo dicho, el divino Aquiles mandó a sus compañeros que pusieran al fuego un gran trípode para que cuanto antes le lavaran a Patroclo las manchas de sangre. Y ellos colocaron sobre el ardiente fuego una caldera propia para baños, sostenida por un trípode; llenáronla de agua, y metiendo leña debajo la encendieron: el fuego rodeó la caldera y calentó el agua. Cuando ésta hirvió en la caldera de bronce reluciente, lavaron el cadáver, ungiéronlo con pingüe aceite y taparon las heridas con un unguento que tenía nueve años; después, colocándolo en el lecho, lo envolvieron de pies a cabeza en fina tela de lino y lo cubrieron con un velo blanco. Los mirmidones pasaron la noche alrededor de Aquiles, el de los pies ligeros, dando gemidos y llorando a Patroclo. Y Zeus habló de este modo a Hera, su hermana y esposa:

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—Lograste al fin, Hera veneranda, la de ojos de novilla, que Aquiles, ligero de pies, volviera a la batalla. Sin duda nacieron de ti los melenudos aqueos.

360
Respondió Hera veneranda, la de ojos de novilla:

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—¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! Si un hombre, no obstante su condición de mortal y no saber Canto, puede realizar su propósito contra otro hombre, ¿cómo yo, que me considero la primera de las diosas por mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos, no había de causar males a los troyanos estando irritada contra ellos?

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Así éstos conversaban. Tetis, la de argénteos pies, llegó al palacio imperecedero de Hefesto, que brlllaba como una estrella, lucía entre los de las deidades, era de bronce y habíalo edificado el cojo en persona. Halló al dios bañado en sudor y moviéndose en torno de los fuelles, pues fabricaba veinte trípodes que debían permanecer arrimados a la pared del bien construido palacio y tenían ruedas de oro en los pies para que de propio impulso pudieran entrar donde los dioses se congregaban y volver a la casa. ¡Cosa admirable! Estaban casi terminados, faltándoles tan sólo las labradas asas, y el dios preparaba los clavos para pegárselas. Mientras hacía tales obras con sabia inteligencla, llegó Tetis, la diosa de argénteos pies. La bella Caris, que llevaba luciente diadema y era esposa del ilustre cojo, viola venir, salió a recibirla, y, asiéndola por la mano, le dijo:

385
—¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro palacio? Antes no solías frecuentarlo. Pero sígueme, y te ofreceré los dones de la hospitalidad.

388
Dichas estas palabras, la divina entre las diosas introdujo a Tetis y la hizo sentar en un hermoso trono labrado, tachonado con clavos de plata y provisto de un escabel para los pies. Y, llamando a Hefesto, ilustre artífice, le dijo:

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—¡Hefesto! Ven acá, pues Tetis te necesita para algo.

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Respondió el ilustre cojo de ambos pies:

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—Respetable y veneranda es la diosa que ha venido a este palacio. Fue mi salvadora cuando me tocó padecer, pues vime arrojado del cielo y caí a lo lejos por la voluntad de mi insolente madre, que me quería ocultar a causa de la cojera. Entonces mi corazón hubiera tenido que soportar terribles penas, si no me hubiesen acogido en su seno Eurínome y Tetis; Eurínome, hija del retluente Océano. Nueve años viví con ellas fabricando muchas piezas de bronce —broches, redondos brazaletes, sortijas y collares— en una cueva profunda, rodeada por la inmensa, murmurante y espumosa corriente del Océano. De todos los dioses y los mortales hombres, sólo lo sabían Tetis y Eurínome, las mismas que antes me salvaron. Hoy que Tetis, la de hermosas trenzas, viene a mi casa, tengo que pagarle el beneficio de haberme conservado la vida. Sírvele hermosos presentes de hospitalidad, mientras recojo los fuelles y demás herramientas.

410
Dijo; y levantóse de cabe al yunque el gigantesco e infatigable numen que al andar cojeaba arrastrando sus gráciles piernas. Apartó de la llama los fuelles y puso en un arcón de plata las herramientas con que trabajaba; enjugóse con una esponja el sudor del rostro, de las manos, del vigoroso cuello y del velludo pecho, vistió la túnica, tomó el fornido cetro, y salió cojeando, apoyado en dos estatuas de oro que eran semejantes a vivientes jóvenes, pues tenían inteligencia, voz y fuerza, y hallábanse ejercitadas en las obras propias de los inmortales dioses. Ambas sostenían cuidadosamente a su señor, y éste, andando, se sentó en un trono reluciente cerca de Tetis, asió la mano de la deidad, y le dijo:

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—¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro palacio? Antes no solías frecuentarlo. Di qué deseas; mi corazón me impulsa a ejecutarlo, si puedo ejecutarlo y es hacedero.

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Respondióle Tetis, derramando lágrimas:

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—¡Hefesto! ¿Hay alguna entre las diosas del Olimpo que haya sufrido en su ánimo tantos y tan graves pesares como a mí me ha enviado el Cronida Zeus? De las ninfas del mar, únicamente a mí me sujetó a un hombre, a Peleo Eácida, y tuve que tolerar, contra toda mi voluntad, el tálamo de un hombre que yace ya en el palacio, rendido a la triste vejez. Ahora me envía otros males: concedióme que pariera y alimentara un hijo insigne entre los héroes, que creció semejante a un árbol, lo crié como a una planta en terreno fértil y lo mandé a Ilio en las corvas naves, para que combatiera con los troyanos; y ya no le recibiré otra vez, porque no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras vive y ve la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque, llevarle socorro. Los aqueos le habían asignado, como recompensa, una joven, y el rey Agamenón se la quitó de las manos. Apesadumbrado por tal motivo, consumía su corazón, pero los troyanos acorralaron a los aqueos junto a los bajeles y no les dejaban salir del campamento, y los próceres argivos intercedieron con Aquiles y le ofrecieron espléndidos regalos. Entonces, aunque se negó a librarles de la ruina, hizo que vistiera sus armas Patroclo y envióle a la batalla con muchos hombres. Combatieron todo el día en las puertas Esceas; y los aqueos hubieran destruido la ciudad, a no haber sido por Apolo, el cual mató entre los combatientes delanteros al esforzado hijo de Menecio, que tanto estrago causaba, y dio gloria a Héctor. Y yo vengo a abrazar tus rodillas por si quieres dar a mi hijo, cuya vida ha de ser breve, escudo, casco, hermosas grebas ajustadas con broches, y coraza; pues las armas que tenía las perdió su fiel amigo al morir a manos de los troyanos, y Aquiles yace en tierra con el corazón afligido.

462
Contestóle el ilustre cojo de ambos pies:

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—Cobra ánimo y no te apures por las armas. Ojalá pudiera ocultarlo a la muerte horrísona cuando el terrible destino se le presence, como tendrá una hermosa armadura que admirarán cuantos la vean.

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Así habló; y, dejando a la diosa, encaminóse a los fuelles, los volvió hacia la llama y les mandó que trabajasen. Estos soplaban en veinte hornos, despidiendo un aire que avivaba el fuego y era de varias clases: unas veces fuerte, como lo necesita el que trabaja de prisa, y otras al contrario, según Hefesto lo deseaba y la obra lo requería. El dios puso al fuego duro bronce, estaño, oro precioso y plata; colocó en el tajo el gran yunque, y cogió con una mano el pesado martillo y con la otra las tenazas.

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Hizo lo primero de todo un escudo grande y fuerte, de variada labor, con triple cenefa brillante y reluciente, provisto de una abrazadera de plata. Cinco capas tenía el escudo, y en la superior grabó el dios muchas artísticas figuras, con sabia inteligencia.

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Allí puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; allí las estrellas que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa, llamada por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orión y es la única que deja de bañarse en el Océano.

490
Allí representó también dos ciudades de hombres dotados de palabra. En la una se celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por la ciudad a la luz de antorchas encendidas, oíanse repetidos cantos de himeneo, jóvenes danzantes formaban ruedos, dentro de los cuales sonaban flautas y cítaras, y las matronas admiraban el espectáculo desde los vestíbulos de las casas. Los hombres estaban reunidos en el ágora, pues se había suscitado una contienda entre dos varones acerca de la multa que debía pagarse por un homicidio: el uno, declarando ante el pueblo, afirmaba que ya la tenía satisfecha; el otro negaba haberla recibido, y ambos deseaban terminar el pleito presentando testigos. El pueblo se hallaba dividido en dos bandos, que aplaudían sucesivamente a cada litigante; los heraldos aquietaban a la muchedumbre, y los ancianos, sentados sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo, tenían en las manos los cetros de los heraldos, de voz potente, y levantándose uno tras otro publicaban el juicio que habían formado. En el centro estaban los dos talentos de oro que debían darse al que mejor demostrara la justicia de su causa.

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