La Ilíada (54 page)

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Authors: Homero

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Habiendo hablado así, puso la cabellera en las manos del compañero querido, y a todos les excitó el deseo de llorar. Y entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si Aquiles no se hubiese acercado a Agamenón para decirle:

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—¡Atrida! Puesto que la gente aquea te obedecerá más que a nadie, y tiempo habrá para saciarse de llanto, aparta de la pira a los guerreros y mándales que preparen la cena; y de lo que resta nos cuidaremos nosotros, a quienes corresponde de un modo especial honrar al muerto. Quédense tan sólo los caudillos.

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Al oírlo, el rey de hombres, Agamenón, despidió la gente para que volviera a las naves bien proporcionadas; y los que cuidaban del funeral amontonaran leña, levantaron una pira de cien pies por lado, y, con el corazón alligido, pusieron en lo alto de ella el cuerpo de Patrocio. Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües ovejas y flexípedes bueyes de curvas astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquéllas y de éstos, cubrió con la misma el cadáver de pies a cabeza, y hacinó alrededor los cuerpos desollados. Llevó también a la pira dos ánforas, llenas respectivamente de miel y de aceite, y las abocó al lecho; y, exhalando profundos suspiros, arrojó a la hoguera cuatro corceles de erguido cuello. Nueve perros tenía el rey que se alimentaban de su mesa, y, degollando a dos, echólos igualmente en la pira. Siguiéronles doce hijos valientes de troyanos ilustres, a quienes mató con el bronce, pues el héroe meditaba en su corazón acciones crueles. Y entregando la pira a la violencia indomable del fuego para que la devorara, gimió y nombró al compañero amado:

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—¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya te cumplo cuanto te prometí. El fuego devora contigo a doce hijos valientes de troyanos ilustres; y a Héctor Priámida no le entregaré a la hoguera para que lo consuma, sino a los perros.

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Así dijo en son de amenaza. Pero los canes no se acercaron a Héctor. La diosa Afrodita, hija de Zeus, los apartó día y noche, y ungió el cadáver con un divino aceite rosado para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Y Febo Apolo cubrió el espacio ocupado por el muerto con una sombna nube que hizo pasar del cielo a la llanura, a fin de que el ardor del sol no secara el cuerpo, con sus nervios y miembros.

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En tanto, la pira en que se hallaba el cadáver de Patroclo no ardía. Entonces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra idea: apartóse de la pira, oró a los vientos Bóreas y Céfiro y votó ofrecerles solemnes sacrificios; y, haciéndoles repetidas libaciones con una copa de oro, les rogó que acudieran para que la leña ardiese bien y los cadáveres fueran consumidos prestamente por el fuego. La veloz Iris oyó las súplicas, y fue a avisar a los vientos, que estaban reunidos celebrando un banquete en la morada del impetuoso Céfiro. Iris llegó corriendo y se detuvo en el umbral de piedra. Así que la vieron, levantáronse todos, y cada uno la llamaba a su lado. Pero ella no quiso sentarse, y pronunció estas palabras:

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—No puedo sentarme; porque voy, por cima de la corriente del Océano, a la tierra de los etíopes, que ahora ofrecen hecatombes a los inmortales, para entrar a la parte en los sacrificios. Aquiles ruega al Bóreas y al estruendoso Céfiro, prometiéndoles solemnes sacrificios, que vayan y hagan arder la pira en que yace Patroclo, por el cual gimen los aqueos todos.

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Habló así y fuese. Los vientos se levantaron con inmenso ruido, esparciendo las nubes; pasaron por cima del ponto, y las olas crecían al impulso del sonoro soplo, llegaron, por fin, a la fértil Troya, cayeron en la pira y el fuego abrasador bramó grandemente. Durante toda la noche, los dos vientos, soplando con agudos silbidos, agitaron la llama de la pira, durante toda la noche, el veloz Aquiles, sacando vino de una crátera de oro, con una copa de doble asa, lo vertió y regó la tierra, e invocó el alma del mísero Patroclo. Como solloza un padre, quemando los huesos del hijo recién casado, cuya muerte ha sumido en el dolor a sus progenitores, de igual modo sollozaba Aquiles al quemar los huesos del amigo; y, arrastrándose en torno de la hoguera, gemía sin cesar.

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Cuando el lucero de la mañana apareció sobre la tierra anunciando el día, y poco después la aurora, de azafranado velo, se esparció por el mar, apagábase la hoguera y moría la llama. Los vientos regresaron a su morada por el ponto de Tracia, que gemía a causa de la hinchazón de las olas alborotadas, y el Pelida, habiéndose separado un poco de la pira, acostóse, rendido de cansancio, y el dulce sueño le venció. Pronto los caudillos se reunieron en gran número alrededor del Atrida; y el alboroto y ruido que hacían al llegar despertaron a Aquiles. Incorporóse el héroe; y, sentándose, les dijo estas palabras:

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—¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Primeramente apagad con negro vino cuanto de la pira alcanzó la violencia del fuego; recojamos después los huesos de Patroclo Menecíada, distinguiéndolos bien —fácil será reconocerlos, porque el cadáver estaba en medio de la pira y en los extremos se quemaron confundidos hombres y caballos—, y pongámoslos en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa donde se guarden hasta que yo descienda al Hades. Quiero que le erijáis un túmulo no muy grande, sino cual corresponde al muerto; y más adelante, aqueos, los que estéis vivos en las naves de muchos bancos cuando yo muera, hacedIo anchuroso y alto.

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Así dijo, y ellos obedecieron al Pelión, de pies ligeros. Primeramente apagaron con negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda, tendiendo sobre la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira, echaron los cimientos, e inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado. Y, erigido el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar, formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que vencieren en los juegos, calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura y luciente hierro.

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Empezó exponiendo los premios destinados a los veloces aurigas: el que primero llegara se llevaría una mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós medidas; para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba en su vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego y luciente aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de oro; y para el quinto, un vaso con dos asas no puesto al fuego todavía. Y, estando en pie, dijo a los argivos:

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—¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Estos premios que en medio he colocado son para los aurigas. Si los juegos se celebraran en honor de otro difunto, me llevaría a mi tienda los mejores. Ya sabéis cuánto mis caballos aventajan en ligereza a los demás, porque son inmortales: Poseidón se los regaló a mi padre Peleo, y éste me los ha dado a mí. Pero yo me quedaré, y también los solípedos corceles, porque perdieron al ilustre y benigno auriga que tantas veces derramó aceite sobre sus crines, después de lavarlos con agua pura. Ambos, habiéndose quedado quietos, sienten soledad de él; y con las crines colgando hasta tocar la tierra permanecen en pie y afligidos en su corazón. ¡Adelantaos, pues, los aqueos que confiéis en vuestros corceles y sólidos carros!

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Así hablo el Pelida, y los veloces aurigas se reunieron. Levantóse mucho antes que nadie el rey de hombres Eumelo, hijo amado de Admeto, que descollaba en el arte de guiar el carro. Presentóse después el fuerte Diomedes Tidida, el cual puso el yugo a los corceles de Tros, que había quitado a Eneas cuando Apolo salvó a este héroe. Alzóse luego el rubio Menelao Atrida, del linaje de Zeus, y unció al carro una yegua y un caballo veloces: Eta, propia de Agamenón, y Podargo, que era suyo. Había dado la yegua a Agamenón, como presente, Equepolo, hijo de Anquises, por no seguirle a la ventosa Ilio y gozar tranquilo en la vasta Sición, donde moraba, de la abundante riqueza que Zeus le había concedido; ésta fue la yegua que Menelao unció al yugo, la cual estaba deseosa de correr. Fue el cuarto en aparejar los corceles de hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre del magnánimo rey Néstor Nelida: de su carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su padre se le acercó y empezó a darle buenos consejos, aunque no le faltaba inteligencia:

306
—¡Antíloco! Si bien eres joven, Zeus y Poseidón te quieren y te han enseñado todo el arte del auriga. No es preciso, por tanto, que yo lo instruya. Sabes perfectamente cómo los caballos deben dar la vuelta en torno de la meta, pero tus corceles son los más lentos en correr, y temo que algún suceso desagradable ha de ocurrirte. Empero, si otros caballos son más veloces, sus conductores no te aventajan en obrar sagazmente. Ea, pues, querido, piensa en emplear toda clase de habilidades para que los premios no se te escapen. El leñador más hace con la habilidad que con la fuerza; con su habilidad el piloto gobierna en el vinoso ponto la veloz nave combatida por los vientos; y con su habilidad puede un auriga vencer a otro. El que confía en sus caballos y en su carro les hace dar vueltas imprudentemente acá y acullá, y luego los corceles divagan en la carrera y no los puede sujetar, mas el que conoce los arbitrios del arte y guía caballos inferiores clava los ojos continuamente en la meta, da la vuelta cerca de la misma, y no le pasa inadvertido cuándo debe aguijar a aquéllos con el látigo de piel de buey: así los domina siempre, a la vez que observa a quien le precede. La meta de ahora es muy fácil de conocer, y voy a indicártela para que no dejes de verla. Un tronco seco de encina o de pino, que la lluvia no ha podrido aún, sobresale un codo de la tierra; encuéntranse a uno y otro lado del mismo, cuando el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno es llano por todas partes y propio para las carreras de carros: el tronco debe de haber pertenecido a la tumba de un hombre que ha tiempo murió, o fue puesto como mojón por los antiguos; y ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, lo ha elegido por meta. Acércate a ésta y den la vuelta casi tocándola carro y caballos; y tú inclínate en el fuerte asiento hacia la izquierda y anima con imperiosas voces al corcel del otro lado afojándole las riendas. El caballo izquierdo se aproxime tanto a la meta, que parezca que el cubo de la bien construida rueda haya de llegar al tronco, pero guárdate de chocar con la piedra: no sea que hieras a los corceles, rompas el carro y causes el regocijo de los demás y la confusión de ti mismo. Procura, oh querido, ser cauto y prudente. Pero, si aguijando los caballos, logras dar la vuelta a la meta, ya nadie se te podrá anticipar ni alcanzarte siquiera, aunque guíe al divino Arión —el veloz caballo de Adrasto, que descendía de un dios— o sea arrastrado por los corceles de Laomedonte, que se criaron aquí tan excelentes.

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Así dijo Néstor Nelida, y volvió a sentarse cuando hubo enterado a su hijo de lo más importante de cada cosa.

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Meriones fue el quinto en aparejar los caballos de hermoso pelo. Subieron los aurigas a los carros y echaron suertes en un casco que agitaba Aquiles. Salió primero la de Antíloco Nestórida; después, la del rey Eumelo; luego, la de Menelao Atrida, famoso por su lanza; enseguida, la de Meriones; y por último, la del Tidida, que era el más hábil. Pusiéronse en fila, y Aquiles les indicó la meta a lo lejos, en el terreno llano; y encargó a Fénix, escudero de su padre, que se sentara cerca de aquélla como observador de la carrera, a fin de que, reteniendo en la memoria cuanto ocurriese, les dijese luego la verdad.

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Todos a un tiempo levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos y los animaron con ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura con suma rapidez; la polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o un torbellino, y las crines ondeaban al soplo del viento. Los carros unas veces tocaban al fértil suelo, y otras daban saltos en el aire; los aurigas permanecían en los asientos con el corazón palpitante por el deseo de la victoria; cada cual animaba a sus corceles, y éstos volaban, levantando polvo, por la llanura.

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Mas, cuando los veloces caballos llegaron a la segunda mitad de la carrera y ya volvían hacia el espumoso mar, entonces se mostró la pericia de cada conductor, pues todos aquéllos empezaron a galopar. Venían delante las yeguas, de pies ligeros, de Eumelo Feretíada. Seguíanlas los caballos de Diomedes, procedentes de los de Tros; y estaban tan cerca del primer carro, que parecía que iban a subir en él: con su aliento calentaban la espalda y anchos hombros de Eumelo, y volaban poniendo la cabeza sobre el mismo. Diomedes le hubiera pasado delante, o por lo menos hubiera conseguido que la victoria quedase indecisa si Febo Apolo, que estaba irritado con el hijo de Tideo, no le hubiese hecho caer de las manos el lustroso látigo. Afligióse el héroe, y las lágrimas humedecieron sus ojos al ver que las yeguas corrían más que antes, y en cambio sus caballos aflojaban, porque ya no sentían el azote. No le pasó inadvertido a Atenea que Apolo jugara esta treta al Tidida; y, corriendo hacia el pastor de hombres, devolvióle el látigo, a la vez que daba nuevos bríos a sus caballos. Y la diosa, irritada, se encaminó al momento hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada yegua se fue por su lado, fuera de camino; el timón cayó a tierra, y el héroe vino al suelo, junto a una rueda, hirióse en los codos, boca y narices, se rompió la frente por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos de lágrimas, y la voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los solípedos caballos, desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a todos los demás; porque Atenea dio vigor a sus corceles y le concedió a él la gloria del triunfo. Seguíale el rubio Menelao Atrida. E inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los caballos de su padre:

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—Corred y alargad el paso cuanto podáis. No os mando que compitáis con aquéllos, con los caballos del aguerrido Tidida, a los cuales Atenea dio ligereza, concediéndole a él la gloria del triunfo. Mas alcanzad pronto a los corceles del Atrida y no os quedéis rezagados para que no os avergüence Eta con ser hembra. ¿Por qué os atrasáis, excelentes caballos? Lo que os voy a decir se cumplirá: se acabarán para vosotros los cuidados en el palacio de Néstor, pastor de hombres, y éste os matará enseguida con el agudo bronce si por vuestra desidia nos llevamos el peor premio. Seguid y apresuraos cuanto podáis. Y yo pensaré cómo, valiéndome de la astucia, me adelanto en el lugar donde se estrecha el camino; no se me escapará la ocasión.

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