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Aquiles, vástago de Zeus, dejó su lanza arrimada a un tamariz de la orilla, saltó al río, cual si fuese una deidad, con sólo la espada y meditando en su corazón acciones crueles, y comenzó a herir a diestro y a siniestro: al punto levantóse un horrible clamoreo de los que recibían los golpes, y el agua bermejeó con la sangre. Como los peces huyen del ingente delfín, y, temerosos, llenan los senos del hondo puerto, porque aquél devora a cuantos coge, de la misma manera los troyanos iban por la impetuosa corriente del río y se refugiaban, temblando, debajo de las rocas. Cuando Aquiles tuvo las manos cansadas de matar, cogió vivos, dentro del río, a doce mancebos para inmolarlos más tarde en expiación de la muerte de Patroclo Menecíada. Sacólos atónitos como cervatos, les ató las manos por detrás con las correas bien cortadas que llevaban en las flexibles túnicas y encargó a los amigos que los condujeran a las cóncavas naves. Y el héroe acometió de nuevo a los troyanos, para hacer en ellos gran destrozo.
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Allí se encontró Aquiles con Licaón, hijo de Príamo Dardánida; el cual, huyendo, iba a salir del río. Ya anteriormente le había hecho prisionero encaminándose de noche a un campo de Príamo: Licaón cortaba con el agudo bronce los ramos nuevos de un cabrahígo para hacer los barandales de un carro, cuando el divinal Aquiles, presentándose cual imprevista calamidad, se lo llevó mal de su grado. Transportóle luego en una nave a la bien construida Lemnos, y allí lo puso en venta: el hijo de Jasón pagó el precio. Después Eetión de Imbros, que era huésped del troyano, dio por él un cuantioso rescate y enviólo a la divina Arisbe. Escapóse Licaón, y, volviendo a la casa paterna, estuvo celebrando con sus amigos durance once días su regreso de Lemnos; mas, al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, que debía mandarle al Hades, sin que Licaón lo deseara. Como el divino Aquiles, el de los pies ligeros, le viera inerme —sin casco, escudo ni lanza, porque todo lo había tirado al suelo— y que salía del río con el cuerpo abatido por el sudor y las rodillas vencidas por el cansancio, sorprendióse, y a su magnánimo espíritu así le habló:
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—¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. Ya es posible que los troyanos a quienes maté resuciten de las sombrías tinieblas; cuando éste, librándose del día cruel, ha vuelto de la divina Lemnos, donde fue vendido, y las olas del espumoso mar que a tantos detienen no han impedido su regreso. Mas, ea, haré que pruebe la punta de mi lanza para ver y averiguar si volverá nuevamente o se quedará en el seno de la fértil tierra que hasta a los fuertes retiene.
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Pensando en tales cosas, Aquiles continuaba inmóvil. Licaón, asustado, se le acercó a tocarle las rodillas; pues en su ánimo sentía vivo deseo de lfbrarse de la triste muerte y de la negra Parca. El divino Aquiles levantó enseguida la enorme lanza con intención de herirlo, pero Licaón se encogió y corriendo le abrazó las rodillas; y aquélla, pasándole por cima del dorso, se clavó en el suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de un hombre. En tanto Licaón suplicaba a Aquiles; y, abrazando con una mano sus rodillas y sujetándole con la otra la aguda lanza, sin que la soltara, estas aladas palabras le decía:
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—Te lo ruego abrazado a tus rodillas, Aquiles: respétame y apiádate de mí. Has de tenerme, oh alumno de Zeus, por un suplicante digno de consideración; pues comí en tu tienda el fruto de Deméter el día en que me hiciste prisionero en el campo bien cultivado, y, llevándome lejos de mi padre y de mis amigos, me vendiste en Lemnos: cien bueyes te valió mi persona. Ahora te daría el triple por rescatarme. Doce días ha que, habiendo padecido mucho, volví a Ilio; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Debo de ser odioso al padre Zeus, cuando nuevamente me entrega a ti. Para darme una vida corta, me parió Laótoe, hija del anciano Altes, que reina sobre los belicosos léleges y posee la excelsa Pédaso junto al Satnioente. A la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con otras muchas; de la misma nacimos dos varones y a entrambos nos habrás dado muerte. Ya hiciste sucumbir entre los infantes delanteros al deiforme Polidoro, hiriéndole con la aguda pica; y ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de tus manos después que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No me mates; pues no soy del mismo vientre que Héctor, el que dio muerte a tu dulce y esforzado amigo.
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Con tales palabras el preclaro hijo de Príamo suplicaba a Aquiles, pero fue amarga la respuesta que escuchó:
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—¡Insensato! No me hables del rescate, ni lo menciones siquiera. Antes que a Patroclo le llegara el día fatal, me era grato abstenerme de matar a los troyanos y fueron muchos los que cogí vivos y vendí luego; mas ahora ninguno escapará de la muerte, si un dios lo pone en mis manos delante de Ilio y especialmente si es hijo de Príamo. Por Canto, amigo, muere tú también. ¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y la Parca cruel. Vendrá una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco.
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Así dijo. Desfallecieron las rodillas y el corazón del troyano que, soltando la lanza, se sentó y tendió ambos brazos. Aquiles puso mano a la tajante espada a hirió a Licaón en la clavícula, junto al cuello: metióle dentro toda la hoja de dos filos, el troyano dio de ojos por el suelo y su sangre fluía y mojaba la tierra. El héroe cogió el cadáver por el pie, arrojólo al río para que la corriente se lo llevara, y profirió con jactancia estas aladas palabras:
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—Yaz ahí entre los peces que tranquilos te lamerán la sangre de la herida. No te colocará tu madre en un lecho para llorarte, sino que serás llevado por el voraginoso Escamandro al vasto seno del mar. Y algún pez, saliendo de las olas a la negruzca y encrespada superficie, comerá la blanca grasa de Licaón. Así perezcáis los demás troyanos hasta que lleguemos a la sacra ciudad de Ilio, vosotros huyendo y yo detrás haciendo gran riza. No os salvará ni siquiera el río de hermosa corriente y argénteos remolinos, a quien desde antiguo sacrificáis muchos toros y en cuyós vórtices echáis vivos los solípedos caballos. Así y todo, pereceréis miserablemente unos en pos de otros, hasta que hayáis expiado la muerte de Patrocio y el estrago y la matanza que hicisteis en los aqueos junto a las naves, mientras estuve alejado de la lucha.
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Así habló, y el río, con el corazón irritado, revolvía en su mente cómo haría cesar al divinal Aquiles de combatir y libraría de la muerte a los troyanos. En tanto, el hijo de Peleo dirigió su ingente lanza a Asteropeo, hijo de Pelegón, con ánimo de matarlo. A Pelegón le habían engendrado el Axio, de ancha corriente, y Peribea, la hija mayor de Acesámeno; que con ésta se unió aquel río de profundos remolinos. Encaminóse, pues, Aquiles hacia Asteropeo, el cual salió a su encuentro llevando dos lanzas; y el Janto, irritado por la muerte de los jóvenes a quienes Aquiles había hecho perecer sin compasión en la misma corriente, infundió valor en el pecho del troyano. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, fue el primero en hablar, y dijo:
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—¿Quién eres tú y de dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices de aquéllos cuyos hijos se oponen a mi furor.
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Respondióle el preclaro hijo de Pelegón:
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—¡Magnánimo Pelida! ¿Por qué sobre el abolengo me interrogas? Soy de la fértil Peonia, que está lejos; vine mandando a los peonios, que combaten con largas picas, y hace once días que llegué a Ilio. Mi linaje trae su origen del Axio de ancha corriente, del Axio que esparce su hermosísimo raudal sobre la tierra: Axio engendró a Pelegón, famoso por su lanza, y de éste dicen que he nacido. Pero peleemos ya, esclarecido Aquiles.
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Así habló, en son de amenaza. El divino Aquiles levantó el fresno del Pelión, y el héroe Asteropeo, que era ambidextro, tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en el escudo, pero no lo atravesó porque la lámina de oro que el dios puso en el mismo la detuvo; la otra rasguñó el brazo derecho del héroe, junto al codo, del cual brotó negra sangre; mas el arma pasó por encimá y se clavó en el suelo, codiciosa de la carne. Aquiles arrojó entonces la lanza, de recto vuelo, a Asteropeo con intención de matarlo, y erró el tiro: la lanza de fresno cayó en la elevada orilla y se hundió hasta la mitad del palo. El Pelida, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, arremetió enardecido a Asteropeo, quien con la mano robusta intentaba arrancar del escarpado borde la lanza de Aquiles: tres veces la meneó para arrancarla, y otras tantas careció de fuerza. Y cuando, a la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de fresno del Eácida, acercósele Aquiles y con la espada le quitó la vida: hirióle en el vientre, junto al ombligo; derramáronse en el suelo todos los intestinos, y las tinieblas cubrieron los ojos del troyano, que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó a su pecho, le quitó la armadura; y, blasonando del triunfo, dijo estas palabras:
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—Yaz ahí. Difícil era que tú, aunque engendrado por un río, pudieses disputar la victoria a los hijos del prepotente Cronión. Dijiste que tu linaje procede de un río de ancha corriente; mas yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus. Engendróme un varón que reina sobre muchos mirmidones, Peleo, hijo de Éaco; y este último era hijo de Zeus. Y como Zeus es más poderoso que los nos, que corren al mar, así también los descendientes de Zeus son más fuertes que los de los ríos. A tu lado tienes uno grande, si es que puede auxiharte. Mas no es posible combatir con Zeus Cronión. A éste no le igualan ni el fuerte Aqueloo, ni el grande y poderoso Océano de profunda corriente del que nacen todos los ríos, todo el mar y todas las fuentes y grandes pozos; pues también el Océano teme el rayo del gran Zeus y el espantoso trueno, cuando retumba desde el cielo.
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Dijo; arrancó del escarpado borde la broncínea lanza y abandonó a Asteropeo allí, tendido en la arena, tan pronto como le hubo quitado la vida: el agua turbia bañaba el cadáver, y anguilas y peces acudieron a comer la grasa que cubría los riñones. Aquiles se fue para los peonios que peleaban en carros; los cuales huían por las márgenes del voraginoso río, desde que vieron que el más fuerte caía en el duro combate, vencido por las manos y la espada del Pelida. Éste mató entonces a Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso, Trasio, Enio y Ofelestes. Y a más peonios diera muerte el veloz Aquiles, si el río de profundos remolinos, irritado y transfigurado en hombre, no le hubiese dicho desde uno de los profundos vórtices:
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—¡Oh Aquiles! Superas a los demás hombres tanto en el valor como en la comisión de acciones nefandas; porque los propios dioses te prestan constantemente su auxilio. Si el hijo de Crono te ha concedido que destruyas a todos los troyanos, apártalos de mí y ejecuta en el llano tus proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que obstruyen el cauce y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú sigues matando de un modo atroz. Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh príncipe de hombres.
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Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
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—Se hará, oh Escamandro, alumno de Zeus, como tú lo ordenas; pero no me abstendré de matar a los altivos troyanos hasta que los encierre en la ciudad y, peleando con Héctor, él me mate a mí o yo acabe con él.
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Esto dicho, arremetió a los troyanos, cual si fuese un dios. Y entonces el río de profundos remolinos dirigióse a Apolo:
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—¡Oh dioses! Tú, el del arco de plata, hijo de Zeus, no cumples las órdenes del Cronión, el cual te encargó muy mucho que socorrieras a los troyanos y les prestaras tu auxilio hasta que, llegada la tarde, se pusiera el sol y quedara a obscuras el fértil campo.
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Dijo. Aquiles, famoso por su lanza, saltó desde la escarpada orilla al centro del río. Pero éste le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y, arrastrando muchos cadáveres de hombres muertos por Aquiles, que había en el cauce, arrojólos a la orilla mugiendo como un toro, y en Canto salvaba a los vivos dentro de la hermosa corriente, ocultándolos en los profundos y anchos remolinos. Las revueltas olas rodeaban a Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se podía tener en pie. Asióse entonces con ambas manos a un olmo corpulento y frondoso; pero éste, arrancado de raíz, rompió el borde escarpado, oprimió la hermosa corriente con sus muchas ramas, cayó entero al río y se convirtió en un puente. Aquiles, amedrentado, dio un salto, salió del abismo y voló con pie ligero por la llanura. Mas no por esto el gran dios desistió de perseguirlo, sino que lanzó tras él olas de sombría cima con el propósito de hacer cesar al divino Aquiles de combatir y librar de la muerte a los troyanos. El Pelida salvó cerca de un tiro de lanza, dando un brinco con la impetuosidad de la rapaz águila negra, que es la más forzuda y veloz de las aves; parecido a ella, el héroe coma y el bronce resonaba horriblemente sobre su pecho. Aquiles procuraba huir, desviándose a un lado; pero la corriente se iba tras él y le perseguía con gran ruido. Como el fontanero conduce el agua desde el profundo manantial por entre las plantas de un huerto y con un azadón en la mano quita de la reguera los estorbos; y la corriente sigue su curso, y mueve las piedrecitas, pero al llegar a un declive murmura, acelera la marcha y pasa delante del que la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba continuamente a Aquiles, porque los dioses son más poderosos que los hombres. Cuantas veces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, intentaba esperarla, para ver si le perseguían todos los inmortales que tienen su morada en el espacioso cielo, otras tantas, las grandes olas del río, que las celestiales lluvias alimentan, le azotaban los hombros. El héroe, afiigido en su corazón, saltaba; pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa corriente, le cansaba las rodillas y le robaba el suelo allí donde ponía los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al vasto cielo, gimió y dijo: