273
—¡Zeus padre! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme a mí, miserando, de la persecución del río, y luego sufriré cuanto sea preciso? Ninguna de las deidades del cielo tiene tanta culpa como mi madre, que me halagó con falsas predicciones: dijo que me matarían al pie del muro de los troyanos, armados de coraza, las veloces flechas de Apolo. ¡Ojalá me hubiese muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente hubiera muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo perezca de miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño pórquerizo a quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba atravesar.
284
Así se expresó. Enseguida Poseidón y Atenea, con figura humana, se le acercaron y le asieron de las manos mientras le animaban con palabras. Poseidón, que sacude la tierra, fue el primero en hablar y dijo:
288
—¡Pelida! No tiembles, ni te asustes. ¡Tal socorro vamos a darte, con la venia de Zeus, nosotros los dioses, yo y Palas Atenea! Porque no dispone el hado que seas muerto por el río, y éste dejará pronto de perseguirte, como verás tú mismo. Te daremos un prudente consejo, por si quieres obedecer: no descanse tu brazo en la batalla funesta hasta haber encerrado dentro de los ínclitos muros de Ilio a cuantos troyanos logren escapar. Y cuando hayas privado de la vida a Héctor, vuelve a las naves; que nosotros te concederemos que alcances gloria.
298
Dichas estas palabras, ambas deidades fueron a reunirse con los demás inmortales. Aquiles, impelido por el mandato de los dioses, enderezó sus pasos a la llanura inundada por el agua del río, en la cual flotaban cadáveres y hermosas armas de jóvenes muertos en la pelea. El héroe caminabá derechamente, saltando por el agua, sin que el anchuroso río lograse detenerlo; pues Atenea le había dado muchos bríos. Pero el Escamandro no cedía en su furor; sino que, irritándose aún más contra el Pelión, hinchaba y levantaba a lo alto sus olas, y a gritos llamaba al Simoente:
308
—¡Hermano querido! Juntémonos para contener la fuerza de ese hombre, que pronto tomará la gran ciudad del rey Príamo, pues los troyanos no le resistirán en la batalla. Ven al momento en mi auxilio: aumenta tu caudal con el agua de las fuentes, concita a todos los arroyos, levanta grandes olas y arrastra con estrépito troncos y piedras, para que anonademos a ese feroz guerrero que ahora triunfa y piensa en hazañas propias de los dioses. Creo que no le valdrán ni su fuerza, ni su hermosura, ni sus magníficas armas, que han de quedar en el fondo de este lago cubiertas de cieno. A él lo envolveré en abundante arena, derramando en torno suyo mucho cascajo; y ni siquiera sus huesos podrán ser recogidos por los aqueos: tanto limo amontonaré encima. Y tendrá su túmulo aquí mismo, y no necesitará que los aqueos se lo erijan cuando le hagan las exequias.
324
Dijo; y, revuelto, arremetió contra Aquiles, alzándose furioso y mugiendo con la espuma, la sangre y los cadáveres. Las purpúreas ondas del río, que las celestiales lluvias alimentan, se mantenían levantadas y arrastraban al Pelida. Pero Hera, temiendo que el gran río derribara a Aquiles, gritó, y dijo enseguida a Hefesto, su hijo amado:
331
—¡Levántate, estevado, hijo querido; pues creemos que el Janto voraginoso es tu igual en el combate! Socorre pronto a Aquiles, haciendo aparecer inmensa llama. Voy a suscitar con el Céfiro y el veloz Noto una gran borrasca, para que viniendo del mar extienda el destructor incendio y se quemen las cabezas y las armas de los troyanos. Tú abrasa los árboles de las orillas del Janto, métele en el fuego, y no te dejes persuadir ni con palabras dulces ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo te lo diga gritando; y entonces apaga el fuego infatigable.
342
Así dijo; y Hefesto, arrojando una abrasadora llama, incendió primeramente la llanura y quemó muchos cadáveres de guerreros a quienes había muerto Aquiles; secóse el campo, y el agua cristalina dejó de correr. Como el Bóreas seca en el otoño un campo recién inundado y se alegra el que lo cultiva, de la misma suerte, el fuego secó la llanura entera y quemó los cadáveres. Luego Hefesto dirigió al río la resplandeciente llama y ardieron, así los olmos, los sauces y los tamariscos, como el loto, el junco y la juncia que en abundancia habían crecido junto a la hermosa corriente. Anguilas y peces padecían y saltaban acá y allá, en los remolinos o en la corriente, oprimidos por el soplo del ingenioso Hefesto. Y el río, quemándose también, así habiaba:
357
—¡Hefesto! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo ni con tu llama ardiente. Cesa de perseguirme y enseguida el divino Aquiles arroje de la ciudad a los troyanos. ¿Qué interés tengo en la contienda ni en auxiliar a nadie?
361
Así habló, abrasado por el fuego; y la hermosa corriente hervía. Como en una caldera puesta sobre un gran fuego, la grasa de un puerco cebado se funde, hierve y rebosa por todas partes, mientras la leña seca arde debajo; así la hermosa corriente se quemaba con el fuego y el agua hervía, y, no pudiendo ir hacia adelante, paraba su curso oprimida por el vapor que con su arte produjera el ingenioso Hefesto. Y el río, dirigiendo muchas súplicas a Hera, estas aladas palabras le decía:
369
—¡Hera! ¿Por qué tu hijo maltrata mi corriente, atacándome a mí solo entre los dioses? No debo de ser para ti tan culpable como todos los demás que favorecen a los troyanos. Yo desistiré de ayudarlos, si tú lo mandas; pero que éste cese también. Y juraré no librar a los troyanos del día fatal, aunque Troya entera llegue a ser pasto de las voraces llamas por haberla incendiado los belicosos aqueos.
377
Cuando Hera, la diosa de los níveos brazos, oyó estas palabras, dijo enseguida a Hefesto, su hijo amado:
379
—¡Hefesto hijo ilustre! Cesa ya, pues no conviene que, a causa de los mortales, a un dios inmortal atormentemos.
381
Así dijo. Hefesto apagó la abrasadora llama, y las olas retrocedieron a la hermosa corriente.
383
Y tan pronto como el ánimo del Janto fue abatido, ellos cesaron de luchar porque Hera, aunque irritada, los contuvo; pero una reñida y espantosa pelea se suscitó entonces entre los demás dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos con fuerte estrépito; bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo Zeus, sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a embestirse. Y ya no estuvieron separados largo tiempo; pues el primero Ares, que horada los escudos, acometiendo a Atenea con la broncínea lanza, estas injuriosas palabras le decía:
394
—¿Por qué nuevamente, oh mosca de perro, promueves la contienda entre los dioses con insaciable audacia? ¿Qué poderoso afecto te mueve? ¿Acaso no te acuerdas de cuando incitabas a Diomedes Tidida a que me hiriese, y cogiendo tú misma la reluciente pica la enderezaste contra mí y me desgarraste el hermoso cutis? Pues me figuro que ahora pagarás cuanto me hiciste.
400
Apenas acabó de hablar, dio un bote en el escudo floqueado, horrendo, que ni el rayo de Zeus rompería, allí acertó a dar Ares, manchado de homicidios, con la ingente lanza. Pero la diosa, volviéndose, aferró con su robusta mano una gran piedra negra y erizada de puntas que estaba en la llanura y había sido puesta por los antiguos como linde de un campo; e, hiriendo con ella al furibundo Ares en el cuello, dejóle sin vigor los miembros. Vino a tierra el dios y ocupó siete yeguadas, el polvo manchó su cabellera y las armas resonaron. Rióse Palas Atenea; y, gloriándose de la victoria, profirió estas aladas palabras:
410
—¡Necio! Aún no has comprendido que me jacto de ser mucho más fuerte, puesto que osas oponer tu furor al mío. Así padecerás, cumpliéndose las imprecaciones de tu airada madre que maquina males contra ti porque abandonaste a los aqueos y favoreces a los orgullosos troyanos.
415
Cuando esto hubo dicho, volvió a otra parte los ojos refulgentes. Afrodita, hija de Zeus, asió por la mano a Ares y le acompañaba, mientras el dios daba muchos suspiros y apenas podía recobrar el aliento. Pero la vio Hera, la diosa de los níveos brazos, y al punto dijo a Atenea estas aladas palabras:
420
—¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Aquella mosca de perro vuelve a sacar del dañoso combate, por entre el tumulto, a Ares, funesto a los mortales. ¡Anda tras ella!
423
De tal modo habló. Alegrósele el alma a Atenea, que corrió hacia Afrodita, y alzando la robusta mano descargóle un golpe sobre el pecho. Desfallecieron las rodillas y el corazón de la diosa, y ella y Ares quedaron tendidos en la fértil tierra. Y Atenea, vanagloriándose, pronunció estas aladas palabras:
428
—¡Ojalá fuesen tales cuantos auxilian a los troyanos en las batallas contra los argivos, armados de coraza; así, tan audaces y atrevidos como Afrodita que vino a socorrer a Ares desafiando mi furor; y tiempo ha que habríamos puesto fin a la guerra con la toma de la bien construida ciudad de Ilio!
434
Así se expresó. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos. Y el soberano Poseidón, que sacude la tierra, dijo entonces a Apolo:
436
—¡Febo! ¿Por qué nosotros no luchamos también? No conviene abstenerse, una vez que los demás han dado principio a la pelea. Vergonzoso fuera que volviésemos al Olimpo, a la morada de Zeus erigida sobre bronce, sin haber combatido. Empieza tú, pues eres el menor en edad y no parecería decoroso que comenzara yo que nací primero y tengo más experiencia. ¡Oh necio, y cuán irreflexivo es tu corazón! Ya no te acuerdas de los muchos males que en torno de Ilio padecimos los dos, solos entre los dioses, cuando enviados por Zeus trabajamos un año entero para el soberbio Laomedonte; el cual, con la promesa de darnos el salario convenido, nos mandaba como señor. Yo cerqué la ciudad de los troyanos con un muro ancho y hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú, Febo, pastoreabas los flexípedes bueyes de curvas astas en los bosques y selvas del Ida, en valles abundoso. Mas cuando las alegres horas trajeron el término del ajuste, el soberbio Laomedonte se negó a pagarnos el salario y nos despidió con amenzas. A ti te amenazó con venderte, atado de pies y manos, en lejanas islas; aseguraba además que con el bronce nos cortaría a entrambos las orejas; y nosotros nos fuimos pesarosos y con el ánimo irritado porque no nos dio la paga que había prometido. ¡Y todavía se lo agradeces, favoreciendo a su pueblo, en vez de procurar con nosotros que todos los troyanos perezcan de mala muerte con sus hijos y castas esposas!
461
Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:
462
—¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero abstengámonos enseguida de combatir y peleen ellos entre sí.
468
Así diciendo, le volvió la espalda; pues por respeto no quería llegar a las manos con su tío paterno. Y su hermana, la campestre Ártemis, que de las fieras es señora, lo increpó duramente con injuriosas voces:
472
—¿Huyes ya, tú que hieres de lejos, y das la victoria a Poseidón, concediéndole inmerecida gloria? ¡Necio! ¿Por qué llevas ese arco inútil? No oiga yo que te jactes en el palacio de mi padre, como hasta aquí lo hiciste ante los inmortales dioses, de luchar cuerpo a cuerpo con Poseidón.
478
Así dijo, y Apolo, que hiere de lejos, nada respondió. Pero la venerable esposa de Zeus, irritada, increpó con injuriosas voces a la que se complace en tirar flechas:
481
—¿Cómo es que pretendes, perra atrevida, oponerte a mí? Difícil te será resistir mi fortaleza, aunque lleves arco y Zeus te haya hecho leona entre las mujeres y te permita matar, a la que te plazca. Mejor es cazar en el monte fieras agrestes o ciervos, que luchar denodadamente con quienes son más poderosos. Y, si quieres probar el combate, empieza, para que sepas bien cuánto más fuerte soy que tú; ya que contra mí quieres emplear tus fuerzas.
489
Dijo; asióla con la mano izquierda por ambas muñecas, quitóle de los hombros, con la derecha, el arco y el carcaj, y riendo se puso a golpear con éstos las orejas de Ártemis, que volvía la cabeza, ora a un lado, ora a otro, mientras las veloces flechas se esparcían por el suelo. Ártemis huyó llorando, como la paloma que perseguida por el gavilán vuela a refugiarse en el hueco de excavada roca, porque no había dispuesto el hado que aquél la cogiese. De igual manera huyó la diosa, vertiendo lágrimas y dejando allí arco y aljaba. Y el mensajero Argicida dijo a Leto:
498
—¡Leto! Yo no pelearé contigo, porque es arriesgado luchar con las esposas de Zeus, que amontona las nubes. Jáctate muy satisfecha, delante de los inmortales dioses, de que me venciste con tu poderosa fuerza.
502
Así dijo. Leto recogió el corvo arco y las saetas que habían caído acá y acullá, en medio de un torbellino de polvo; y se fue en pos de su hija. Llegó ésta al Olimpo, a la morada de Zeus erigida sobre bronce; sentóse llorando en las rodillas de su padre, y el divino velo temblaba alrededor de su cuerpo. El padre Cronida cogióla en el regazo; y, sonriendo dulcemente, le preguntó:
509
—¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te ha maltratado, como si en su presencia hubieses cometido alguna falta?
511
Respondióle Ártemis, que se recrea con el bullicio de la caza y lleva hermosa diadema:
512
—Tu esposa Hera, la de los níveos brazos, me ha maltratado, padre; por ella la discordia y la contienda han surgido entre los inmortales.
514
Así éstos conversaban. En tanto, Febo Apolo entró en la sagrada Ilio, temiendo por el muro de la bien edificada ciudad: no fuera que en aquella ocasión lo destruyesen los dánaos, contra lo ordenado por el destino. Los demás dioses sempiternos volvieron al Olimpo, irritados unos y envanecidos otros por el triunfo; y se sentaron junto a Zeus, el de las sombrías nubes. Aquiles, persiguiendo a los troyanos, mataba hombres y solípedos caballos. De la suerte que cuando una ciudad es presa de las llamas y llega el humo al anchuroso cielo, porque los dioses se irritaron contra ella, todos los habitantes trabajan y muchos padecen grandes males, de igual modo Aquiles causaba a los troyanos fatigas y daños.