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La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos de lucientes armaduras, no estaban acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los otros querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la agradable población. Pero los ciudadanos aún no se rendían, y preparaban secretamente una emboscada. Mujeres, niños y ancianos subidos en la muralla la defendían. Los sitiados marchaban llevando al frente a Ares y a Palas Atenea, ambos de oro y con áureas vestiduras, hermosos, grandes, armados y distinguidos, coino dioses; pues los hombres eran de estatura menor. Luego en el lugar escogido para la emboscada, que era a orillas de un río y cerca de un abrevadero que utilizaba todo el ganado, sentábanse, cubiertos de reluciente bronce, y ponían dos centinelas avanzados para que les avisaran la llegada de las ovejas y de los bueyes de retorcidos cuernos. Pronto se presentaban los rebaños con dos pastores que se recreaban tocando la zampoña, sin presentir la asechanza. Cuando los emboscados los veían venir, corrían a su encuentro y al punto se apoderaban de los rebaños de bueyes y de los magníficos hatos de blancas ovejas y mataban a los guardianes. Los sitiadores, que se hallaban reunidos en junta, oían el vocerío que se alzaba en torno de los bueyes, y, montando ágiles corceles, acudían presurosos. Pronto se trababa a orillas del río una batalla en la cual heríanse unos a otros con broncíneas lanzas. Allí se agitaban la Discordia, el Tumulto y la funesta Parca, que a un tiempo cogía a un guerrero vivo y recientemente herido y a otro ileso, y arrastraba, asiéndolo de los pies, por el campo de la batalla a un tercero que ya había muerto; y el ropaje que cubría su espalda estaba teniño de sangre humana. Movíanse todos como hombres vivos, peleaban y retiraban los muertos.
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Representó también una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto que se labraba por tercera vez: acá y acullá muchos labradores guiaban las yuntas, y, al llegar al confín del campo, un hombre les salía al encuentro y les daba una copa de dulce vino; y ellos volvían atrás, abriendo nuevos surcos, y deseaban llegar al otro extremo del noval profundo. Y la tierra que dejaban a su espalda negreaba y parecía labrada, siendo toda de oro; lo cual constituía una singular maravilla.
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Grabó asimismo un campo real donde los jóvenes se gaban las mieses con hoces afiladas: muchos manojos caíar al suelo a lo largo del surco, y con ellos formaban gavilla: los atadores. Tres eran éstos, y unos rapaces cogían los manojos y se los llevaban a brazados. En medio, de pie en un surco, estaba el rey sin desplegar los labios, con el corazón alegre y el cetro en la mano. Debajo de una encina, los heraldos preparaban para el banquete un corpulento buey que habían matado. Y las mujeres aparejaban la comida de los trabajadores, haciendo abundantes puches de blanca harina.
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También entalló una hermosa viña de oro, cuyas cepas, cargadas de negros racimos, estaban sostenidas por rodrigones de plata. Rodeábanla un foso de negruzco acero y un seto de estaño, y conducía a ella un solo camino por donde pasaban los acarreadores ocupados en la vendimia. Doncellas y mancebos, pensando en cosas tiernas, llevaban el dulce fruto en cestos de mimbre; un muchacho tañía suavemente la harmoniosa cítara y entonaba con tenue voz un hermoso lino, y todos le acompañaban cantando, profiriendo voces de júbilo y golpeando con los pies el suelo.
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Puso luego un rebaño de vacas de erguida cornamenta: los animales eran de oro y estaño, y salían del establo, mugiendo, para pastar a orillas de un sonoro río, junto a un flexible cañaveral. Cuatro pastores de oro guiaban a las vacas y nueve canes de pies ligeros los seguían. Entre las primeras vacas, dos terribles leones habían sujetado y conducían a un toro que daba fuertes mugidos. Perseguíanlos mancebos y perros. Pero los leones lograban desgarrar la piel del corpulento toro y tragaban los intestinos y la negra sangre; mientras los pastores intentaban, aunque inútilmente, estorbario, y azuzaban a los ágiles canes: éstos se apartaban de los leones sin morderlos, ladraban desde cerca y rehuían el encuentro de las fieras.
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Hizo también el ilustre cojo de ambos pies un gran prado en hermoso valle, donde pacían las cándidas ovejas, con establos, chozas techadas y apriscos.
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El ilustre cojo de ambos pies puso luego una danza como la que Dédalo concertó en la vasta Cnoso en obsequio de Ariadna, la de lindas trenzas. Mancebos v doncellas de rico dote, cogidos de las manos, se divertían bailando: éstas llevaban vestidos de sutil lino y bonitas guirnaldas, y aquéllos, túnicas bien tejidas y algo lustrosas, como frotadas con aceite, y sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes. Unas veces, moviendo los diestros pies, daban vueltas a la redonda con la misma facilidad con que el alfarero, sentándose, aplica su mano al torno y lo prueba para ver si corre, y en otras ocasiones se colocaban por hileras y bailaban separadamente. Gentío inmenso rodeaba el baile y se holgaba en contemplarlo. Entre ellos un divino aedo cantaba, acompañándose con la cítara; y así que se oía el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la muchedumbre.
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En la orla del sólido escudo representó la poderosa corriente del río Océano.
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Después que construyó el grande y fuerte escudo, hizo para Aquiles una coraza más reluciente que el resplandor del fuego; un sólido casco, hermoso, labrado, de áurea cimera, y que a sus sienes se adaptara, y unas grebas de dúctil estaño.
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Cuando el ilustre cojo de ambos pies hubo fabricado todas las armas, entrególas a la madre de Aquiles. Y Tetis saltó, como un gavilán desde el nevado Olimpo, llevando la reluciente armadura que Hefesto había construido.
* Penrechado con la armadura que le había fabricado Hefesto, Aquiles se remncilia con Agamenón. Briseide lamenta la muerte de Patroclo y el ejército aqueo se prepara para la batalla que va a tener lugar.
1
La Aurora, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del Océano para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando Tetis llegó a las naves con la armadura que Hefesto le había entregado. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo, Ilorando ruidosamente y en torno suyo a muchos amigos que derramaban lágrimas. La divina entre las diosas se puso en medio, asió la mano de Aquiles y hablóle de este modo:
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—¡Hijo mío! Aunque estamos afligidos, dejemos que ése yazga, ya que sucumbió por la voluntad de los dioses; y tú recibe la armadura fabricada por Hefesto, tan excelente y bella como jamás varón alguno la haya Ilevado para proteger sus hombros.
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La diosa, apenas acabó de hablar, colocó en el suelo delante de Aquiles las labradas armas, y éstas resonaron. A todos los mirmidones les sobrevino temblor; y, sin atreverse a mirarlas de frente, huyeron espantados. Mas Aquiles, así que las vio, sintió que se le recrudecía la cólera; los ojos le centellearon terriblemente, como una llama, debajo de los párpados; y el héroe se gozaba teniendo en las manos el espléndido presente de la deidad. Y, cuando bubo deleitado su ánimo con la contemplación de la labrada armadura, dirigió a su madre estas aladas palabras:
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—¡Madre mía! El dios te ha dado unas armas como es natural que sean las obras de los inmortales y como ningún hombre mortal las hiciera. Ahora me armaré, pero temo que mientras tanto penetren las moscas por las heridas que el bronce causó al esforzado hijo de Menecio, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo —pues le falta la vida— y corrompan todo el cadáver.
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Respondióle Tetis, la diosa de argénteos pies:
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—Hijo, no te turbe el ánimo tal pensamiento. Yo procuraré apartar los importunos enjambres de moscas, que se ceban en la carne de los varones muertos en la guerra. Y, aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservaría igual que ahora o mejor todavía. Tú convoca al ágora a los héroes aqueos, renuncia a la cólera contra Agamenón, pastor de pueblos, ármate enseguida para el combate y revístete de valor.
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Dicho esto, infundióle fortaleza y audacia, y echó unas gotas de ambrosía y rojo néctar en la nariz de Patroclo, para que el cuerpo se hiciera incorruptible.
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El divino Aquiles se encaminó a la orilla del mar, y, dando horribles voces, convocó a los héroes aqueos. Y cuantos solían quedarse en el recinto de las naves, y hasta los pilotos que las gobernaban, y como despenseros distribuían los víveres, fueron entonces al ágora, porque Aquiles se presentaba, después de haber permanecido alejado del triste combate durante mucho tiempo. El intrépido Tidida y el divino Ulises, servidores de Ares, acudieron cojeando, apoyándose en el arrimo de la lanza —aún no tenían curadas las graves heridas—, y se sentaron delante de todos. Agamenón, rey de hombres, Ilegó el último y también estaba herido, pues Coón Antenórida habíale clavado su broncínea pica durante la encarnizada lucha. Cuando todos los aqueos se hubieron congregado, levantándose entre ellos dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
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—¡Atrida! Mejor hubiera sido para entrambos, para ti y para mí, continuar unidos que sostener, con el corazón angustiado, roedora disputa por una joven. Así la hubiese muerto Ártemis en las naves con una de sus flechas el mismo día que la cautivé al tomar a Lirneso; y no habrían mordido el anchuroso suelo tantos aqueos como sucumbieron a manos del enemigo mientras duró mi cólera. Para Héctor y los troyanos fue el beneficio, y me figuro que los aqueos se acordarán largo tiempo de nuestra disputa. Mas dejemos lo pasado, aunque nos hallemos afligidos, puesto que es preciso refrenar el furor del pecho. Desde ahora depongo la cólera, que no sería razonable estar siempre irritado. Mas, ea, incita a los melenudos aqueos a que peleen; y veré, saliendo al encuentro de los troyanos, si querrán pasar la noche junto a los bajeles. Creo que con gusto se entregará al descanso el que logre escapar del feroz combate, puesto en fuga por mi lanza.
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Así habló; y los aqueos, de hermosas grebas, holgáronse de que el magnánimo Pelión renunciara a la cólera. Y el rey de hombres, Agamenón, les dijo desde su asiento, sin levantarse en medio del concurso:
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—¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Bueno será que escuchéis sin interrumpirme, pues lo contrario molesta hasta al que está ejercitado en hablar. ¿Cómo se podría oír o decir algo en medio del tumulto producido por muchos hombres? Turbaríase el orador aunque fuese elocuente. Yo me dirigiré al Pelida; pero vosotros, los demás argivos, prestadme atención y cada uno penetre bien mis palabras. Muchas veces los aqueos me han dirigido las mismas Palabras, increpándome por lo ocurrido, y yo no soy el culpable, sino Zeus, la Parca y Erinia, que vaga en las tinieblas; los cuales hicieron padecer a mi alma, durante el ágora, cruel ofuscación el día en que le arrebaté a Aquiles la recompensa. Mas, ¿qué podía hacer? La divinidad es quien lo dispone todo. Hija veneranda de Zeus es la perniciosa Ofuscación, a todos tan funesta: sus pies son delicados y no los acerca al suelo, sino que anda sobre las cabezas de los hombres, a quienes causa daño, y se apodera de uno, por lo menos, de los que contienden. En otro tiempo fue aciaga para el mismo Zeus, que es tenido por el más poderoso de los hombres y de los dioses; pues Hera, no obstante ser hembra, le engañó cuando Alcmena había de parir al fornido Heracles en Teba, ceñida de hermosas murallas. El dios, gloriándose, dijo así ante todas las deidades: «Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta. Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a luz un varón que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de mi sangre, reinará sobre todos sus vecinos». Y hablándole con astucia, le replicó la venerable Hera: «Mentirás, y no llevarás al cabo lo que dices. Y si no, ea, Olímpico, jura solemnemente que reinará sobre todos sus vecinos el niño que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de tu sangre, caiga hoy entre los pies de una mujer». Así dijo; Zeus, no sospechando el dolo, prestó el gran juramento que tan funesto le había de ser. Pues Hera dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo, y pronto llegó a Argos de Acaya, donde vivía la esposa ilustre de Esténelo Persida; y, como ésta se hallara encinta de siete meses cumplidos, la diosa sacó a luz el niño, aunque era prematuro, y retardó el parto de Alcmena, deteniendo a las Ilitias. Y enseguida participóselo a Zeus Cronida, diciendo: «¡Padre Zeus, fulminador! Una noticia tengo que darte. Ya nació el noble varón que reinará sobre los argivos: Euristeo, hijo de Esténelo Persida, descendiente tuyo. No es indigno de reinar sobre aquéllos». Así dijo, y un agudo dolor penetró el alma del dios, que, irritado en su corazón, cogió a Ofuscación por los nítidos cabellos y prestó solemne juramento de que Ofuscación, tan funesta a todos, jamás volvería al Olimpo y al cielo estrellado. Y, volteándola con la mano, la arrojó del cielo. Enseguida llegó Ofuscación a los campos cultivados por los hombres. Y Zeus gemía por causa de ella, siempre que contemplaba a su hijo realizando los penosos trabajos que Euristeo le iba imponiendo. Por esto, cuando el gran Héctor, el de tremolante casco, mataba a los argivos junto a las popas de las naves, yo no podía olvidarme de Ofus cación, cuyo funesto influjo había experimentado. Pero ya que falté y Zeus me hizo perder el juicio, quiero aplacarte y hacerte muchos regalos, y tú ve al combate y anima a los demás guerreros. Voy a darte cuanto ayer lo ofreció en tu tienda el divino Ulises. Y si quieres, aguarda, áunque estés impaciente por combatir, y mis servidores traerán de la nave los presentes para que veas si son capaces de apaciguar tu ánimo los que te brindo.
14s Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
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—¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! Luego podrás regalarme estas cosas, como es justo, o retenerlas. Ahora pensemos solamente en la batalla. Preciso es que no perdamos el tiempo hablando, ni difiramos la acción —la gran empresa está aún por acabar—, para que vean nuevamente a Aquiles entre los combatientes delanteros, aniquilando con su broncínea lanza las falanges teucras. Y vosotros pensad también en combatir con los enemigos.
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Contestó el ingenioso Ulises: