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Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó para luchar con él Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida, el cual fue a Teba cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los cadmeos. El Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran deseo de que alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha: atóle el cinturón y le dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes, comparecieron en medio del circo, levantaron las robustas manos, acometiéronse y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival que le espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros desfallecieron. Como, encrespándose la mar al soplo del Bóreas, salta un pez en la orilla poblada de algas y las negras olas lo cubren enseguida, así Euríalo, al recibir el golpe, dio un salto hacia atrás. Pero el magnánimo Epeo, cogiéndole por las manos, lo levantó; rodeáronle los compañeros y se lo llevaron del circo; arrastraba los pies, escupía espesa sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado; sentáronle entre ellos, desvanecido, y fueron a recoger la copa doble.
700
El Pelida sacó después otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se los mostró a los dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto para ponerlo al fuego, que los aqueos apreciaban en doce bueyes; para el vencido, una mujer diestra en muchas labores y valorada en cuatro bueyes, que sacó en medio de ellos. Y, estando en pie, dijo a los argivos:
707
—Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.
708
Así habló. Alzóse enseguida el gran Ayante Telamonio y luego el ingenioso Ulises, fecundo en ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio del circo y se cogieron con los robustos brazos como se enlazan las vigas que un ilustre artífice une, al construir alto palacio, para que resistan el embate de los vientos. Sus espaldas crujían, estrechadas fuertemente por los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el cuerpo; muchos cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y en las espaldas; y ambos contendientes anhelaban siempre alcanzar la victoria y con ella el bien construido trípode. Pero ni Ulises lograba hacer caer y derribar por el suelo a Ayante, ni éste a aquél, porque la gran fuerza de Ulises se lo impedía. Y cuando los aqueos mosas grebas ya empezaban a cansarse de la lucha, dijo el gran Ayante Telamonio:
723
—¡Laertíada, del linaje de Zeus, Ulises, fecundo en ardides! Levántame, o te levantaré yo; y Zeus se cuidará del resto.
725
Habiendo hablado así, lo levantaba; mas Ulises no se olvidó de sus ardides, pues, dándole por detrás un golpe en la corva, dejóle sin vigor los miembros, le hizo venir al suelo, de espaldas, y cayó sobre su pecho: la muchedumbre quedó admirada y atónita al contemplarlo. Luego, el divino y paciente Ulises alzó un poco a Ayante, pero no consiguió sóstenerlo en vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron al suelo, el uno cerca del otro, y se mancharon de polvo. Levantáronse, y hubieran luchado por tercera vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese detenido:
735
—No luchéis ya, ni os hagáis más daño. La victoria quedó por ambos. Recibid igual premio y retiraos para que entren en los juegos otros aqueos.
738
Así dijo. Ellos le escucharon y obedecieron; pues enseguida, después de haberse limpiado el polvo, vistieron la túnica.
740
El Pelida sacó otros premios para la velocidad en la carrera. Expuso primero una crátera de plata labrada, que tenía seis medidas de capacidad y superaba en hermosura a todas las de la tierra. Los sidonios, eximios artífices, la fabricaron primorosa; los fenicios, después de llevarla por el sombrío ponto de puerto en puerto, se la regalaron a Toante; más tarde, Euneo Jasónida la dio al héroe Patroclo para rescatar a Licaón, hijo de Príamo; y entonces Aquiles la ofreció como premio, en honor del difunto amigo, al que fuese más veloz en correr con los pies ligeros. Para el que llegase el segundo señaló un buey corpulento y pingüe, y para el último, medio talento de oro. Y estando en pie, dijo a los argivos:
753
—Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.
754
Así habló. Levantóse al instante el veloz Ayante de 0ileo, después el ingenioso Ulises, y por fin Antíloco, hijo de Néstor, que en la carrera vencía a todos los jóvenes. Pusiéronse en fila y Aquiles les indicó la meta. Empezaron a correr desde el sitio señalado, y el Oilíada se adelantó a los demás, aunque el divino Ulises le seguía de cerca. Cuanto dista del pecho el huso que una mujer de hermosa cintura revuelve en su mano, mientras devana el hilo de la trama, y tiene constantemente junto al seno, tan inmediato a Ayante corría el divinal Ulises: pisaba las huellas de aquél antes de que el polvo cayera en torno de las mismas y le echaba el aliento a la cabeza, corriendo siempre con suma rapidez. Todos los aqueos aplaudían los esfuerzos que realizaba Ulises por el deseo de alcanzar la victoria, y le animaban con sus voces. Mas cuando les faltaba poco para terminar la carrera, Ulises oró en su corazón a Atenea, la de ojos de lechuza:
770
—Óyeme, diosa, y ven a socorrerme propicia, dando a mis pies más ligereza.
771
Así dijo rogando. Palas Atenea le oyó, y agilitóle los miembros todos y especialmente los pies y las manos. Ya iban a coger el premio, cuando Ayante, corriendo, dio un resbalón —pues Atenea quiso perjudicarle— en el lugar que habían llenado de estiércol los bueyes mugidores sacrificados por Aquiles, el de los pies ligeros, en honor de Patroclo; y el héroe llenóse de boñiga la boca y las narices. El divino y paciente Ulises le pasó delante y se llevó la craters; y el preclaro Ayante se detuvo, tomó el buey silvestre, y, asiéndolo por el asta, mientras escupía el estiércol, habló así a los argivos:
782
—¡Oh dioses! Una diosa me dañó los pies; aquélla que desde antiguo acorre y favorece a Ulises cual una madre.
784
Así dijo, y todos rieron con gusto. Antíloco recibió, sonriente, el último premio; y dirigió estas palabras a los argivos:
787
—Os diré, argivos, aunque todos lo sabéis, que los dioses honran a los hombres de más edad, hasta en los juegos. Ayante es un poco mayor que yo; Ulises pertenece a la generación precedente, a los hombres antiguos, dicen que es ya de edad provecta, pero vigoroso, y contender con él en la carrera es muy difícil para cualquier aqueo que no sea Aquiles.
793
Así dijo, ensalzando al Pelida, de pies ligeros. Aquiles respondióle con estas palabras:
795
—¡Antíloco! No en balde me habrás elogiado, pues añado a tu premio medio talento de oro.
797
Así diciendo, se lo puso en la mano, y Antíloco lo recibió con alegría. Acto continuo el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica, un escudo y un casco, que eran las armas que Patroclo había quitado a Sarpedón. Y puesto en pie, dijo a los argivos:
802
Invitemos a los dos varones que sean más esforzados, a que, vistiendo las armas y asiendo el tajante bronce, pongan a prueba su valor ante el concurso. Al primero que logre tocar el gallardo cuerpo de su adversario, le rasguñe el vientre atrevesándole la armadura y le haga brotar la negra sangre, daréle esta magnífica espada tracia, tachonada con clavos de plata, que quité a Asteropeo. Ambos campeones se llevarán las restantes armas y les daremos un espléndido banquete en nuestra tienda.
811
Así dijo. Levantóse enseguida el gran Ayante Telamonio y luego el fuerte Diomedes Tidida. Tan pronto como se hubieron armado, separadamente de la muchedumbre, fueron a encontrarse en medio del circo, deseosos de combatir y mirándose con torva faz; y todos los aqueos se quedaron atónitos. Cuando se hallaron frente a frente, tres veces se acometieron y tres veces procuraron herirse de cerca. Ayante dio un bote en el escudo liso del adversario, peor no pudo llegar a su cuerpo, porque la coraza lo impidió. El Tidida intentaba alcanzar con la punta de la luciente lanza el cuello de aquél, por cima del gran escudo. Y los aqueos, temiendo por Ayante, mandaron que cesara la lucha y ambos contendientes se llevaran igual premio; pero el héroe dio al Tidida la gran espada, ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor.
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Luego el Pelida sacó la bola de hierro sin bruñir que en otro tiempo lanzaba el forzudo Eetión: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, mató a este príncipe y se llevó en las naves la bola con otras riquezas. Y, puesto en pie, dijo a los argivos:
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—¡Levantaos los que hayáis de entrar en esta lucha! La presente bola procurará al que venciere cuanto hierro necesite durante cinco años, aunque sean muy extensos sus fértiles campos; y sus pastores y labradores no tendrán que ir por hierro a la ciudad.
836
Así habló. Levantóse enseguida el intrépido Polipetes; después, el vigoroso Leonteo, igual a un dios; luego, Ayante Telamoníada, y, por fin, el divino Epeo. Pusiéronse en fila, y el divino Epeo cogió la bola y la arrojó, después de voltearla, y todos los aqueos se rieron. La tiró el segundo, Leonteo, vástago de Ares. El gran Ayante Telamonio la despidió también, con su robusta mano, y logró pasar las señales de los anteriores tiros. Tomóla entonces el intrépido Polipetes y cuanta es la distancia a que llega el cayado cuando lo lanza el pastor y voltea por cima de la vacada, tanto pasó la bola el espacio del circo; aplaudieron los aqueos, y los amigos del esforzado Polipetes, levantándose, llevaron a las cóncavas naves el premio que su rey había ganado.
850
Luego sacó Aquiles azulado hierro para los arqueros, colocando en el circo diez hachas grandes y otras diez pequeñas. Clavó en la arena, a lo lejos, un mástil de navío después de atar en su punta, por el pie y con delgado cordel, una tímida paloma; e invitóles a tirarle saetas, diciendo:
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—El que hiera a la tímida paloma llévese a su casa Codas las hachas grandes; el que acierte a dar en la cuerda sin tocar al ave, como más inferior, tomará las hachas pequeñas.
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Así dijo. Levantóse enseguida el robusto caudillo Teucro y luego Meriones, esforzado escudero de Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce, y, agitándolas, salió primero la de Teucro. Éste arrojó al momento y con vigor una flecha, sin ofrecer a Apolo una hecatombe perfecta de corderos primogénitos; y, si bien no tocó al ave —negóselo Apolo—, la amarga saeta rompió el cordel muy cerca de la pata por la cual se había atado a la paloma: ésta voló al cielo, el cordel quedó colgando y los aqueos aplaudieron. Meriones arrebató apresuradamente el arco de las manos de Teucro, acercó a la cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó a Apolo sacrificarle una hecatombe de corderos primogénitos; y, viendo a la tímida paloma que daba vueltas allá en lo alto del aire, cerca de las nubes, disparó y le atravesó una de las alas. La flecha vino al suelo, a los pies de Meriones; y el ave, posándose en el mástil del navío de negra proa, inclinó el cuello y abatió las tupidas alas, la vida huyó veloz de sus miembros y aquélla cayó del mástil a lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y asombro. Meriones tomó, por tanto, todas las diez hachas grandes, y Teucro se llevó a las cóncavas naves las pequeñas.
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Luego el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica y una caldera no puesta aún al fuego, que era del valor de un buey y estaba decorada con flores. Dos hombres diestros en arrojar la lanza se levantaron: el poderoso Agamenón Atrida y Meriones, escudero esforzado de Idomeneo. Y el divino Aquiles, el de los pies ligeros, les dijo:
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—¡Atrida! Pues sabemos cuánto aventajas a todos y que así en la fuerza como en arrojar la lanza eres el más señalado, toma este premio y vuelve a las cóncavas naves. Y entregaremos la pica al héroe Meriones, si te place lo que te propongo.
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Así habló. Agamenón, rey de hombres, no dejó de obedecerle. Aquiles dio a Meriones la pica de bronce, y el héroe Atrida tomó el magnífico premio y se lo entregó al heraldo Taltibio.
* Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus encarga a Tetis que amoneste a su hijo para que devuelva el cadáver, a la vez que manda a Priamo, por medio de Iris, que con un solo heraldo vaya con magníficos presentes a la tienda de Aquileo para rescatar el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte con el heraldo ideo y dos carros; antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los guía hasta la tienda del héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la súplica más conmovedora; Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo conducen a Troya y se celebran con toda solemnidad las honras fúnebres de Héctor, que era el principal sostén de la ciudad asediada.
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Disolvióse la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño, que todo lo rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de la aurora sobre el mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.
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De tal manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo, compadecíanse los bienaventurados dioses e instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a Poseidón y a la virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada Ilio, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando, después de la muerte de Héctor, llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los ínmortales: