La Ilíada (59 page)

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Authors: Homero

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Mirándole con torva faz, le dijo Aquiles, el de los pies ligeros:

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—¡No me irrites más, oh anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para ello Zeus me envió como mensajera la madre que me dio a luz, la hija del anciano del mar. Comprendo también, oh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni desatrancana con facilidad nuestras puertas. Absténte, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que a ti, oh anciano, no te respete en mi tienda, aunque siendo mi suplicante, y viole las órdenes de Zeus.

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Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como un león, salió de la tienda, y no se fue solo, pues le siguieron dos de sus servidores: el héroe Automedonte y Álcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba desde que había muerto Patroclo. Enseguida desengancharon caballos y mulas, introdujeron el heraldo, vocero del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los inmensos rescates de la cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron dos mantos y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que lo entregara para que lo llevasen a casa. Aquiles llamó entonces a las esclavas y les mandó que lo lavaran y ungieran, trasladándolo a otra parte para que Príamo no viese a su hijo; no fuera que, afligiéndose al verlo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho e irritase el corazón de Aquiles, y éste lo matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio, después el mismo Aquiles lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:

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—No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el divino Héctor a su padre; pues me ha traído un rescate digno, y de él te dedicaré la debida parte.

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Habló así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con mucho arte, de que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y enseguida dirigió a Príamo estas palabras:

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—Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus dos vástagos: seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo, airado contra Níobe, los mató disparando el arco de plata; a aquéllas dioles muerte Ártemis, que se complace en tirar flechas; porque la madre osaba compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que ésta sólo había dado a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa, no siendo más que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron tendidos en su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la gente la había vuelto de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y Níobe, cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en las rocas de los montes yermos de Sípilo, donde, según dice, están las grutas de las ninfas que bailan junto al Aqueloo, y aunque convertida en piedra, devora aún los dolores que las deidades le causaron. Mas, ea, divino anciano, cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilio, podrás hacer llanto sobre el mismo, y será por ti muy llorado.

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En diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus compañeros la desollaron y prepararon bien como era debido; la descuartizaron con arte, y, cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y, cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:

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—Mándame ahora, sin tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que, acostándonos, gocemos del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos, pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas, revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el negro vino la garganta, pues desde entonces nada había probado.

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Dijo. Aquiles mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre ellos tapetes y dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la tienda llevando antorchas en sus manos, y aderezaron diligentemente dos lechos. Y Aquiles, el de los pies ligeros, chanceándose, dijo a Príamo:

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—Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo enseguida a Agamenón, pastor de pueblos, y quizás se diferina la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad durante cuántos días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto, permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.

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Respondióle enseguida el anciano Príamo, semejante a un dios:

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—Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo que voy a decirte, oh Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; y la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.

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Contestóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:

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—Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como me pides.

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Así, pues, diciendo, estrechó por el puño la diestra del anciano para que no sintiera en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron, allí en el vestíbulo de la mansión. Aquiles durmió en el interior de la tienda, sólidamente construida, y a su lado descansó Briseide, la de hermosas mejillas.

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Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la cabeza del rey, así le dijo:

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—¡Oh anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los enemigos, después que Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes; pero los otros hijos que allá se quedaron tendrían que dar tres veces más para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón Atrida y los aqueos todos.

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Así dijo. El anciano sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y mulas, y acto continuo los guió por entre el ejército sin que nadie lo advirtiera.

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Mas, al llégar al vado del vorraaginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus había engrendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y en él a su padre y al heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que las mulas conducían. Enseguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por toda la ciudad:

704
—Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.

707
Así dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron intolerable congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Hector, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:

716
—Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez lo haya conducido al palacio, os hartaréis de llanto.

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Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su alrededor cantores que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes querellas, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones exclamando:

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—¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que llegue a la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has muerto tú que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.

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Así dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el funeral lamento:

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—¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte. Aquiles, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio, tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.

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Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:

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—¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra —pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre—, contenías su enojo aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.

776
Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciamo Príamo dijo al pueblo:

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—Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.

782
Así dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y, cuando por décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron llorando el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron fuego.

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Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia del fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.

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Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.

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