Read La Ira De Los Justos Online
Authors: Manel Loureiro
El petróleo. El maldito petróleo. Es eso, claro
.
—Entiendo —dijo lentamente, mientras asimilaba la información—. ¿Cómo de mala es la situación?
El ministro volvió a mirar nerviosamente al general anciano, que nuevamente sacudió la cabeza de forma casi imperceptible. A Hong le recordaba a una tortuga, una tortuga inmensamente vieja, fea y calva.
—Es catastrófica. El abastecimiento de petróleo a la República Popular de Corea era algo que hacían en exclusiva nuestros camaradas de China. Desde que se desató el Apocalipsis, no hemos recibido ni una gota.
—¿Los chinos nos han cortado el suministro?
—No exactamente —contestó el ministro, con la voz algo temblorosa.
—Entonces, ¿qué?
—Creemos que no queda absolutamente nadie con vida en China, descontando algún grupo disperso. Aparte de los No Muertos, las zonas industriales, donde estaban los depósitos y las refinerías, quedaron arrasadas cuando Pekín intentó contener la plaga con explosiones termonucleares. No podemos obtener nada de ahí.
—¿Para cuánto nos queda?
—La industria pesada está prácticamente paralizada, y la industria ligera está funcionando solamente a un cuarto de su capacidad. La gasolina está totalmente racionada, incluso en el Ejército Popular, y estamos haciendo acopio para el invierno, pero aun así, no será suficiente. Coronel, dentro de tres meses como máximo habremos acabado con nuestras reservas. Este invierno, mucha gente morirá de frío.
—Es prioritario capturar ese barco y a su tripulación, coronel. —Hong se volvió hacia el viejo general Tortuga, que era quien había hablado con una voz quebradiza. El anciano continuó—: Tenemos que averiguar cuál es el puerto donde consiguen el petróleo y ponerlo bajo el control del Ejército Popular cuanto antes.
—Si obtenemos una fuente constante y fiable de petróleo, coronel —intervino el ministro—, la situación cambiaría radicalmente. No sólo garantizaríamos la viabilidad de la República de Corea, sino que tendríamos el impulso necesario para el plan maestro que nuestro Amado Líder ha trazado. Con petróleo, seremos invencibles.
—¿Invencibles?
—Piénselo, coronel. No queda ningún país como tal en el mundo, tan sólo Corea del Norte ha sobrevivido al Apocalipsis. —El ministro hablaba con voz entrecortada por la emoción—. Una vez que tengamos garantizada una fuente de combustible que mueva nuestros barcos, nuestros tanques y nuestros aviones, conquistar el mundo entero será un juego de niños. Esos pequeños restos de supervivientes asustados y dispersos que están por aquí y por allá aferrados a los restos de una bandera no supondrán rival para nuestras gloriosas fuerzas. Es el Destino Manifiesto de nuestro Amado Líder, coronel... ¡Expandir el Juche por todo el mundo! ¡El camarada Kim Jong Il puede ser el primer gobernante de todo el mundo, todo un mundo unido bajo la ideología Juche, y en el que los coreanos seremos la fuerza dirigente!
Los tres generales sentados a la mesa comenzaron a aporrear el tablero ruidosamente, para aplaudir las palabras del ministro, que resoplaba rojo de satisfacción. Hong advirtió las miradas entusiasmadas de los militares. El plan era ambicioso, pero si salía bien las implicaciones serían asombrosas. Por primera vez en la historia tan sólo existía una potencia en el mundo, y ésa era Corea del Norte. Kim Jong Il tenía la posibilidad de conseguir aquello que Alejandro, Gengis Jan, César, Napoleón o Hitler tan sólo habían podido soñar. Ser el dueño del mundo. El amo total de la tierra.
—Coronel, su misión es servir de punta de lanza. Por la transmisión sabemos hacia dónde se dirige ese barco. Va hacia Gulfport, una pequeña ciudad situada al sur de Estados Unidos. Usted y un grupo selecto de trescientos hombres volarán hasta allí y capturarán ese barco y a su tripulación, o al menos descubrirán cuál es la fuente de petróleo de la que se están nutriendo. Una vez que lo haga, nada se interpondrá entre el destino y nosotros.
—Cumpliré mis órdenes, camarada ministro, pero creo que se están olvidando de una cosa —dijo el coronel, escogiendo sus palabras con mucha cautela—. Los No Muertos. Están por todas partes, miles de millones de ellos. Ni siquiera el Ejército Popular puede acabar con esas criaturas. ¿Cómo pretende que conquistemos el mundo, con esos seres deambulando por todas partes?
Una nueva mirada entre el ministro y el general anciano. Un nuevo asentimiento de éste.
—Verá, coronel —dijo lentamente el ministro Kim con una sonrisa de satisfacción—. Lo cierto es que a esos seres, a esos No Muertos, no les queda demasiado.
—¿Cómo dice? —Hong, estupefacto, parpadeó por primera vez en toda la reunión.
—Los No Muertos —Kim sonrió— se están muriendo. Todos ellos.
—¡Lúculo! ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Maldito gato! —Lucía resopló furiosa mientras por enésima vez trataba de capturar al enorme persa que la observaba con un brillo divertido en los ojos. Durante la primera semana a bordo del
Ithaca
, Lúculo se había convertido en uno de los pasajeros más populares. Habían sobrevivido muy pocos gatos en todo el mundo, y los oficiales y marineros del barco habían caído seducidos de inmediato por el encanto felino de aquel pequeño bribón naranja. Durante días, Lúculo había paseado con entera libertad por todo el barco (al menos por la mitad trasera, ya que la zona delantera —la de los ilotas— estaba totalmente aislada), hasta que, tres días atrás, Enzo lo había sorprendido dentro del camarote del capitán, acostado sobre su chaqueta de gala… después de una larga excursión por la sala de máquinas, que había dejado su lustroso pelo naranja cubierto de una gruesa —y pegajosa— capa de aceite de motor. Ni que decir tiene que una generosa cantidad de ese aceite había impregnado profundamente la chaqueta, algo que no había gustado demasiado a Enzo… ni a Birley, naturalmente.
Desde ese día, y por orden directa de un enfadado Birley, Lúculo tenía «restringidos» sus movimientos, y Lucía tenía que velar por su cumplimiento. Y todo había ido bien hasta hacía apenas diez minutos.
—Vamos, Lúculo. —Lucía lo intentó de nuevo, esta vez con zalamerías. Sacó de su bolsillo una barrita de carne y la agitó tentadoramente de forma que el gato la viese—. Ven conmigo, bonito, vamos…
Lúculo, por supuesto, hizo lo que haría todo gato ante una oferta como ésa. Se giró, dio un salto y tras trotar unos metros por la cubierta se encaramó sobre un ojo de buey, fuera del alcance de Lucía. Definitivamente, aquel juego era genial. Se lo estaba pasando en grande.
Lucía suspiró, desalentada. La tarde se había encapotado y todo apuntaba a que iba a empezar a llover en cualquier momento. Lo último que le apetecía era estar correteando por la cubierta detrás del gato cuando empezase a diluviar.
—Venga, Lúculo, sé bueno, anda…
Mientras decía esto se fue acercando lentamente al gato persa, pero cada vez que lo hacía, Lúculo simplemente se alejaba unos metros y la esperaba, travieso. Lucía nunca había tenido un gato y no sabía que cuando uno de esos pequeños felinos no quiere ser atrapado es imposible hacerlo. Si simplemente hubiese fingido desinterés y se hubiese marchado, Lúculo habría salido trotando detrás de ella, pero Lucía desconocía ese extremo, así que lentamente fue cruzando toda la longitud del barco detrás del pequeño animal naranja hasta que finalmente llegó a la alambrada de proa.
—Ya te tengo, puñetero… —murmuró Lucía, al arrinconar a Lúculo contra la alambrada.
El gato, al darse cuenta de que el juego había acabado, se revolvió de un lado a otro, intentando de forma desesperada encontrar una salida. Entonces, entre dos apretados rollos de alambre de espino vio un agujero. No era demasiado grande, tan sólo tenía el tamaño justo para que un gato con algo de sobrepeso pudiese colarse por él, pero aquel día estaba resultando el más divertido en mucho tiempo. Como un rayo, Lúculo se lanzó por la hendidura de alambrada, dejándose un buen puñado de pelos naranjas en el intento.
Lucía hizo un último gesto desesperado para atraparlo, pero tan sólo pudo rozar su rabo. Frustrada, dio un puntapié a una tubería mientras soltaba una sarta de juramentos dignos del mejor camionero.
—¿Y ahora qué hacemos, Lúculo? Voy a decirle a tu dueño que se encargue él de ti, puñetero gat…
Lucía se quedó callada de golpe. Un hombre se había asomado por una de las escotillas de la cubierta de proa, al otro lado de la alambrada, y tras encender un cigarrillo caminaba con tranquilidad hacia el gato con las manos en los bolsillos. El hombre, de unos treinta años, vestía el uniforme de camuflaje reglamentario del ejército americano y cojeaba ligeramente. Al llegar a la altura de Lúculo se agachó y pasó la mano por el lomo del animal, que inmediatamente comenzó a ronronear de satisfacción, mientras se estiraba todo lo que le permitían sus tendones. El gato había decidido que por aquel día dejaba de corretear.
El soldado sujetó a Lúculo en sus brazos y se acercó a la alambrada, mientras le rascaba tras las orejas. Buscó un hueco a través de la red de espino y con muchísimo cuidado pasó el gato a través de la alambrada hasta depositarlo en los brazos de Lucía.
Ella lo observó fijamente. Era alto, muy moreno, casi cetrino, de pelo negro y con unos profundos ojos marrones. Resultaba evidente que tenía sangre indígena, apache o azteca, lo más probable. Por eso Lucía se quedó muy sorprendida al leer «Dobzhansky» en la etiqueta de la solapa del uniforme.
—Muchas gracias… ehhhh, señor Dobzhansky. Si no es por usted nunca hubiese atrapado a este gamberro.
El hombre se quedó paralizado por un momento y de repente rompió a reír. Era una risa fresca, sana, liberadora. Miró a Lucía con expresión divertida y arrojó el cigarrillo al suelo.
—Mi nombres es Carlos, Carlos Mendoza —dijo en español con un marcado acento mexicano—. El Dobzhansky del uniforme no sé quién es. A mí me lo dieron así cuando llegué a Gulfport, por lo que supongo que el maldito güero que llevaba antes este uniforme ya debe de llevar mucho tiempo muerto o paseando como esas jodidas almas en pena, si me permite la expresión. Pero ¿quién es usted, señorita?
—Me llamo Lucía y vengo desde España —musitó la joven con un hilo de voz, como hipnotizada ante la mirada profunda del soldado—. Nuestro barco naufragó en medio de la tormenta y la tripulación del
Ithaca
nos rescató, y entonces yo estaba siguiendo a Lúculo, que se había escapado, pero no me hacía caso y entonces… —De repente Lucía se dio cuenta de que estaba murmurando incoherencias, como cada vez que se ponía nerviosa. Se maldijo interiormente—. ¿Qué le ha pasado en la pierna? —preguntó bruscamente, para cambiar de tema—. Está usted cojeando.
—¿Esto? —replicó el mexicano, sin darle importancia—. Fue el otro día, cuando bajamos al puerto, para conectar esas pinches mangueras. No es nada.
—¿Un No Muerto le hirió? —Lucía dio un paso atrás, inconscientemente.
—Sí, pero no pasa nada, señorita. En un par de semanas como mucho, estará cicatrizado. Fue un mordisco muy superficial. El muy cabrón me atacó por detrás mientras estaba disparando. Ni le vi venir. Por suerte le faltaba media mandíbula, así que la dentellada no fue demasiado profunda.
Lucía se le quedó mirando, como alucinada. Sabía que el virus TSJ era terriblemente infeccioso, había visto cómo los infectados se transformaban en No Muertos en cuestión de minutos, y allí tenía a aquel hombre, tan campante delante de ella, comentando que un maldito No Muerto le había mordido con la misma naturalidad del que cuenta «Oh, por cierto, no te vas a creer a quién vi en el supermercado».
—¿Eres inmune? ¿No te afecta el TSJ? ¡Eso es increíble!
El soldado volvió a reír, esta vez con una risa más amarga. Tenía una voz profunda que a Lucía le recordó la de Benicio del Toro.
—Oh, claro que no, señorita. Ya me gustaría. La pinche verdad es que no hay nadie inmune al TSJ. Nadie. Este virus es un cabrón de la peor especie, ya sabe. Una vez que te atrapa, te ha chingado para el resto de tu vida.
—Entonces, ¿cómo demonios…? —comenzó a preguntar Lucía, pero en ese momento oyó una voz a sus espaldas.
—Señorita, por favor, aléjese de la valla. Y tú, jodido ilota, tres cuartos de lo mismo. A más de dos metros de la alambrada, ya lo sabes. No nos obligues a tener que pedírtelo dos veces o haremos que las tripas te salgan por la espalda. Muévete.
Lucía se dio la vuelta. Dos marineros del
Ithaca
y uno de los oficiales de impoluto uniforme azul naval estaban de pie, envueltos en chubasqueros de tormenta y armados con fusiles M16. Llevaban las armas sin seguro, y Lucía se fijó que aunque no apuntaban al soldado, los dedos estaban en los gatillos.
Carlos Mendoza levantó los brazos lentamente y se alejó de la alambrada caminando hacia atrás, sin apartar la vista de los marineros ni un segundo. Su expresión era una mezcla de orgullo, desprecio y angustia.
—No se preocupen. —Tal como lo pronunciaba sonaba «preocupeeen»—. No la he tocado, ni a ella ni al jodido gato. Sólo estábamos hablando, no más.
—¿Es cierto eso? —El oficial miraba al mexicano con una expresión inescrutable en el rostro—. ¿No les ha tocado?
—No —mintió Lucía, sin saber muy bien por qué lo hacía—. No nos ha tocado a ninguno de los dos.
—Bien, vuelva a popa, por favor, y no se acerque a esta zona sin comunicarlo primero. Estos hombres son criminales peligrosos, gente de la peor ralea.
—Hasta luego, Lucía —se despidió el soldado, mientras desenroscaba una petaca y le daba un trago—. No te olvides de Carlos Mendoza. Si me necesitas, di que eres de los Justos. Quién sabe, quizá volvamos a encontrarnos.
—¿Los Justos? ¿De qué me estás…? —Pero el hombre ya se había dado la vuelta y se introducía de nuevo en las entrañas del barco.
Lucía se volvió lentamente a popa, acariciando a Lúculo, mientras los primeros goterones de la tormenta caían sobre la cubierta con un sonido sordo contra el metal caliente. Su cabeza era un torbellino.
Una parte de su mente trabajaba a toda velocidad, pensando en la extraña conversación que acababa de tener. Aquel hombre no era inmune, pero sin embargo el virus no parecía afectarle. Aquello no tenía ningún sentido. Había visto cómo lanzaban al mar a varios de los soldados heridos después de una sencilla ceremonia. El TSJ los había matado. Y sin embargo aquel hombre y el gigantón negro del brazo tatuado seguían paseándose por allí, como si tal cosa, pese a haber sido infectados. Al menos aparentemente, claro.