La Ira De Los Justos (34 page)

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Authors: Manel Loureiro

Hong bajó los prismáticos y meditó un instante. Aquel grupo estaba saqueando el pueblo, y los pocos No Muertos que había allí no suponían ningún reto para ellos. La pregunta que se hacía el coronel era si aquellos hombres eran un grupo aislado o formaban parte de un destacamento de exploración de algún lugar más importante y habitado. Como Gulfport, por ejemplo.

Tenía sentido. Al fin y al cabo estaban a menos de doscientos kilómetros de su objetivo. Si la población de Gulfport era tan grande como sospechaban, las partidas de abastecimiento debían tener que recorrer un radio cada vez mayor para conseguir suministros. Tan sólo había una manera de averiguarlo.

—Sargento, ruede con el blindado hasta un kilómetro del pueblo por su lado este y espere mi señal. Entraremos a pie por dos flancos simultáneamente. Esos imperialistas no nos esperan. —Sonrió, paladeando la intensa excitación de la caza—. Se van a llevar una buena sorpresa.

—¿No deberíamos avisar al campamento y pedir refuerzos, señor? —preguntó cautelosamente el sargento, un tipo alto y demacrado.

—No tenemos tiempo —replicó Hong, haciendo un gesto desmayado con la mano—. Ya están cargando los camiones y pueden irse en cualquier momento. Además, si traemos más hombres nos detectarán antes de que lleguemos. No, tenemos que aprovechar la oportunidad ahora mismo.

El sargento saludó y se alejó con los cinco hombres de su grupo en el blindado ligero. Hong, por su parte, ordenó que su blindado, con los otros cinco soldados, rodase lentamente colina abajo. Al llegar a unos ochocientos metros del pueblo, hizo que el conductor del vehículo lo aparcase en medio de un maizal de aspecto salvaje devorado por las malas hierbas. Una vez detenido, bajaron del vehículo y comenzaron a acercarse al pueblo a pie.

Los saqueadores del pueblo tenían los motores de todos sus vehículos en marcha, y además los disparos de sus armas habían ocultado cualquier ruido que pudiesen haber hecho los coreanos al acercarse, pero el coronel era prudente. Quería que la sorpresa fuese total.

Al llegar a la primera casa del pueblo, y antes de entrar en ella por la puerta trasera, dividió a su pequeño equipo en dos pelotones. Aunque estaban en clara inferioridad numérica, Hong contaba con la sorpresa y con que sus soldados eran unos excelentes profesionales. Sin riesgo no hay victoria, era el lema de su unidad, y el coronel aplicaba esa norma a rajatabla.

Sin hacer ni un solo ruido, el coronel se arrastró hasta la ventana de la casa para obtener una visión directa de la calle. Al acercarse, el hombro de Hong golpeó ligeramente una mesilla situada junto a un sofá orejero. Hong estiró la mano para evitar que los marcos de fotos de encima de la mesa cayesen al suelo. Al hacerlo, una sonrisa irónica asomó a su cara. En la foto que sostenía en su mano se veía a un serio marine americano de los años cincuenta mirando a la cámara, junto a otros tres compañeros, alrededor de un poste kilométrico donde ponía «Pyongyang 115».

La casa de un veterano de la guerra de Corea. Tiene gracia. Este cabrón seguramente mató a muchos compatriotas
, pensó el coronel, consciente de la ironía de la situación. El dueño de aquella casa había viajado miles de kilómetros cuando era joven para matar norcoreanos. Ahora era Hong quien hacía el viaje de vuelta, cincuenta años después, para matar americanos en su propio hogar.

Un grupo de hombres de verde se acercaban en aquel momento a la vivienda. Hong comprobó que todos eran negros y chicanos, excepto un par de asiáticos esmirriados y con aspecto agotado. El coronel no le dio importancia. Para él, todos eran sus enemigos, sin importar el color de su piel.

—¡Hey, Weeze! —gritó uno de los hombres—. Ve con Randy y con José a esa casa de la esquina. —El tipo levantó el brazo y apuntó justo hacia donde se ocultaban Hong y sus hombres—. Charlie, Fernando y yo nos ocuparemos de esta otra. El resto podéis ir a…

Las palabras del hombre quedaron cortadas por la mitad, cuando una ráfaga de balas del AK-47 de Hong le alcanzó en pleno esternón. El tipo salió proyectado hacia atrás como si le hubiesen arreado un puñetazo gigantesco, mientras el negro que estaba al lado (
¿Charlie? ¿Fernando?
) abría mucho los ojos, con aire de incredulidad. Desgraciadamente para él, fue lo último que hizo, porque en ese mismo momento otra ráfaga le reventó la cabeza en un surtidor de astillas de hueso y sangre que salpicó en todas direcciones.

Los hombres de verde se volvieron asustados. Algunos levantaron sus armas, buscando a los tiradores invisibles, otros comenzaron a disparar a ciegas, mientras que unos pocos dieron la vuelta y salieron corriendo en estampida.

Todo fue inútil. Los norcoreanos eran unos tiradores excelentes y además habían formado una enfilada perfecta. Todos los miembros del grupo cayeron al suelo mientras las balas repicaban a su alrededor. En total, el tiroteo apenas duró unos pocos segundos. Al acabar, el aire olía a pólvora y a sangre, y diez cuerpos envueltos en uniformes verdes yacían desmadejados en medio de la polvorienta calzada.

No había tiempo que perder. Hong salió de la casa saltando a través del hueco de la ventana, sin demorarse en dar ninguna orden a sus hombres. Sabía que éstos irían detrás de él, pegados como su sombra. En la otra esquina del pueblo ya sonaban los característicos disparos de los AK-47, parecidos al sonido de una gigantesca máquina de escribir. El grupo del sargento había entrado en acción.

Mientras corría por la acera, la sangre bombeaba con fuerza en las sienes de Hong. De momento, aún no se oían los ladridos secos de los M16, pero aquello no podía tardar.

—¡Rápido, a los camiones! —ordenó con gesto seco a su segundo grupo. El suyo, mientras tanto, comenzó a correr hacia el supermercado local, que tenía todas sus ventanas tapiadas con tablones y la puerta arrancada de cuajo. Sabía que allí dentro había al menos siete u ocho desconocidos.

Cuando estaba a menos de treinta metros, tres figuras aparecieron en la puerta. Dos de ellas llevaban sus fusiles terciados a la espalda y las manos completamente ocupadas con cajas de cartón llenas de víveres. El tercero, un tipo calvo y lleno de tatuajes, sostenía su M16 distraídamente, con una bolsa en la otra mano.

—¿A qué viene todo este alboroto, joder? —preguntó el calvo a gritos—. ¿Es que acaso queréis atraer a todos los malditos No Muertos de… ¡Mierda! Pero ¿qué coño…?

Hong disparó desde su cintura sin dejar de correr, mientras lanzaba un aullido de guerra. El tipo calvo giró como una peonza cuando las balas del coreano le atravesaron el pecho. Los otros dos hombres dejaron caer las cajas al suelo e intentaron agarrar sus armas, pero cayeron muertos antes de que pudieran ni tan siquiera poner sus manos encima de ellas.

Sin perder impulso, Hong y los dos hombres que aún le seguían saltaron sobre sus cuerpos agonizantes y se apostaron a ambos lados de la puerta. A una señal, lanzaron simultáneamente tres granadas de mano al interior del local y se agacharon.

La explosión reventó los cristales y arrancó de cuajo unos cuantos tablones de los que tapiaban las ventanas. Un hombre ensangrentado, con el uniforme hecho jirones y sin una mano, asomó por la puerta chillando de dolor. El pobre diablo tropezó con el cadáver del calvo y cayó escaleras abajo hasta llegar al nivel de la calle, donde finalmente se quedó inmóvil.

En aquel instante, todo el pueblo rugía entre disparos. El segundo grupo de Hong había pillado por sorpresa a los hombres de verde que cargaban los camiones y los había liquidado en cuestión de segundos. Finalmente, los ilotas se habían dado cuenta de que alguien les estaba atacando (alguien VIVO) y trataban de organizarse en una débil cortina de fuego y apoyo mutuo.

Dos No Muertos aparecieron de golpe en medio de la refriega, desde el interior de una de las viviendas. Eran una mujer mayor y una señora de edad indeterminada, a la que los hongos le habían devorado toda la cara, hasta el punto de dejarla reducida a una calavera macabra. La colonia ya debía de estar devorando su cerebro, porque se movía de una manera espasmódica y sincopada, como sacudida por un Parkinson inimaginable.

Las balas surgidas de uno de los lados pararon en seco a la mujer calavera, pero la anciana consiguió llegar intacta hasta el centro de la calzada, de forma casi milagrosa. Ajena al enfrentamiento que estaba teniendo lugar allí, toda su atención estaba concentrada en la figura de un ilota que se esforzaba en recargar su M16, sin ser consciente de lo que se le venía encima.

La No Muerta se abalanzó sobre el soldado con un rugido; el hombre tuvo el tiempo justo de levantar la culata de su arma y golpear con fuerza la boca del monstruo. Un chorro de sangre y dientes destrozados salió de la boca de la anciana, que se tambaleó hacia atrás. El ilota aprovechó el momento para apuntar a su cabeza y descerrajarle dos tiros. Sin embargo, al hacer eso se puso de pie y antes de que el cadáver de la No Muerta dejase de sacudirse en el suelo, él cayó abatido con media docena de balas en su pecho.

De repente, una enorme explosión resonó en toda la calle. Los hombres de Hong habían arrojado explosivos dentro de algunos de los blindados ilotas, y éstos habían volado por los aires, convertidos en una chatarra ardiente.

—¡No! —aulló Hong, levantando la cabeza más de lo prudente—. ¡No los voléis! ¡Podemos necesitarlos!

Un par de balas se empotraron contra la pared de madera situada justo al lado de la cabeza del coronel, levantando un surtidor de afiladas astillas de madera. Hong se puso a cubierto detrás de un Ford abandonado y con los neumáticos deshinchados, maldiciendo por lo bajo. Una nueva explosión atronó sus oídos, mientras uno de los camiones volaba por los aires.

—¡No arrojéis granadas, repito, no arrojéis granadas! —Hong gritaba órdenes a través de su walkie-talkie, con la esperanza de que al otro lado del tiroteo le oyesen.

Milagrosamente, ya fuese porque alguien había captado su orden o porque se habían quedado sin bombas de mano, las explosiones cesaron. No así los disparos que seguían punteando el lento retroceso de los ilotas supervivientes, cercados en aquel momento en una de las casas situadas en el extremo de la avenida principal.

Los ilotas trataban de establecer una resistencia organizada, pero aunque eran más numerosos, no suponían un serio rival para Hong. Eran hombres y mujeres sin formación militar en su mayoría, y hasta aquel momento su único rival habían sido los No Muertos. Tener que enfrentarse con soldados de élite que disparaban y se cubrían era una cosa muy distinta. Toda la calle estaba cubierta de cadáveres vestidos de verde que daban buena fe de aquello. Sobrepasados en potencia de fuego, y cogidos por sorpresa, su resistencia flaqueaba por minutos. Estaban a punto de desmoronarse.

De repente, una sábana blanca asomó por una de las ventanas destrozadas de la casa donde se habían refugiado los ilotas. Hong ordenó inmediatamente a sus hombres que dejasen de disparar.

—¡Vamos a salir! —gritó una voz ronca—. ¡No disparen! ¡No disparen, joder, que nos rendimos! ¡Vamos a salir!

Un grupo asustado de cinco ilotas, dos hombres y tres mujeres, asomó por la puerta principal. Uno de ellos se sostenía su brazo derecho ensangrentado con expresión dolorida. La bala que le había alcanzado le había destrozado el hombro justo en la articulación. Aquel tipo no iba a volver a mover el brazo en su vida, observó Hong. Tanto daba.

—¡Armas al suelo! —gritó el coronel—. ¡Y las manos sobre la cabeza!

Los asustados ilotas obedecieron al instante. Un par de soldados norcoreanos se acercaron y se cercioraron de que no llevaban armas ocultas; después, los obligaron a arrodillarse contra una pared. El asalto había sido un éxito completo. Tan sólo uno de sus hombres tenía un leve rasguño de bala en un muslo, mientras que en el suelo los cadáveres de al menos cuarenta ilotas comenzaban a atraer enjambres enormes de moscas.

El coronel se acercó y observó con aire de interés que una de las prisioneras se había orinado encima, aterrorizada. Seguramente estaba convencida de que iban a violarla. En otras circunstancias, Hong habría aprobado aquello (de hecho, él mismo lo había hecho en el pasado, en más de una ocasión). La violación era un arma psicológica muy importante en un interrogatorio. Podía hacer que hasta la bruja más reservada e impenetrable comenzase a cantar como un pajarillo. Todo dependía de la brutalidad y la frecuencia del sexo forzado.

Lamentablemente, no tenían tiempo para eso. Sin embargo, sus cautivos no lo sabían. Tan sólo debían aplicar la dosis exacta de terror, ni un gramo más ni un suspiro menos. Y en eso Hong era un consumado maestro.

En el extremo de la fila estaban los dos hombres supervivientes, el del brazo roto y otro, un tipo negro, enorme y con los brazos cubiertos de tatuajes. Hong observó que el hombre llevaba una venda enrollada en su bíceps y otra en su pantorrilla. Heridas recientes. Interesante.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—¡Joder, pero si sois chinos! —exclamó el ilota, sin responder a la pregunta—. O vietnamitas, ¿qué cojones hacéis en nuestro país, amarillos?

Hong le miró fijamente con sus ojos muertos durante un rato. El ilota, valiente, trató de sostenerle la mirada, pero no pudo. En realidad, pocos podían mirar a Hong directamente, así que finalmente bajó la vista.

—Vete a la mierda —replicó altanero, con la cabeza agachada.

El tipo del hombro herido sonrió al oír el desafío de su compañero, que aun arrodillado mantenía la dignidad. Hong giró la cabeza, lo contempló durante unos segundos y, de repente, sin mediar palabra, desenfundó su Makarov y le descerrajó un tiro en la cabeza.

El hombre del hombro roto se desplomó como un fardo de arena, mientras del agujero de su frente manaba sangre sin cesar, a pulsos regulares. La mujer situada a su lado se puso a chillar como una histérica, incapaz de apartar la mirada del charco de sangre que se formaba lentamente y que se acercaba a sus rodillas.

Hong sujetó a la mujer histérica por el pelo y la golpeó brutalmente con la culata de su pistola.
Thumb
, una vez.
Thumb
, dos veces.
Thumb
, tres veces. En cada golpe se oía un crujido, a medida que la nariz y los dientes de la prisionera quedaban hechos arenilla. Finalmente apoyó el cañón de su pistola en la nuca de la mujer y volvió a mirar al ilota negro que le observaba lanzando chispas de rabia por los ojos.

—Vamos a empezar de nuevo —dijo Hong mientras apretaba el cañón caliente en la nuca de la chica que sollozaba entre burbujas de sangre, lágrimas y mocos—. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas? —gritó.

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