La Ira De Los Justos (45 page)

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Authors: Manel Loureiro

—¡Apartaos, muchachas! —gritó el mexicano alto que las acompañaba, mientras sacaba un molotov de la caja y se plantaba en medio de la calzada, con el artefacto oculto a su espalda.

El hombre encendió el molotov con un mechero, de forma que el conductor del camión no pudiese verlo, y se quedó quieto, a pie firme, en medio de la calle, haciendo gala de un valor casi suicida. Al verlo, el del camión no frenó, sino que aceleró con expresión feroz. El mexicano aguantó quieto, con los labios apretados y la mirada alerta hasta que el camión estuvo a menos de tres metros de él. Entonces, en un salto prodigioso se lanzó hacia un lado mientras arrojaba el cóctel molotov a través de la ventanilla abierta de la cabina del camión, que quedaba a menos de un metro de distancia de él.

La botella reventó dentro de la cabina formando una inmensa bola de fuego que envolvió de inmediato al conductor y a su acompañante. El camión zigzagueó por la calzada, con las llamas saliendo por las ventanillas, mientras los milicianos de la caja tenían que agarrarse con fuerza para no salir despedidos. Finalmente, el vehículo pesado se empotró contra el porche de un edificio con un estruendo enorme de hierros retorcidos y madera rota. Los soldados de la caja posterior salieron proyectados como balas de cañón en todas direcciones y la mayoría se estrellaron contra los restos de la casa. Los que no se desnucaron con el golpe se ensartaron en los maderos rotos de la fachada o cayeron en medio de las llamas que comenzaban a devorar la estructura. Al cabo de unos segundos, de entre las ruinas sólo se oía el rugido del fuego y los aullidos de dolor de los que agonizaban.

—Esto está listo —dijo el hombre alto, como si hablase de algo cotidiano—. Vámonos de aquí.

Recogieron las mochilas y continuaron bajando por la calle hasta llegar a la siguiente intersección. En una de las casas de la esquina se habían atrincherado un grupo de ilotas que hacían fuego graneado sobre los milicianos que trataban de atravesar el cruce. Sobre el suelo yacían los cadáveres de más de una docena de soldados de Greene, abatidos por los disparos. Los milicianos supervivientes se habían refugiado detrás de sus vehículos y respondían a los disparos de los ilotas con sus rifles de asalto. Su potencia de fuego era muy superior, pero los ilotas estaba bien protegidos dentro de la casa, y la situación había llegado a un punto muerto.

De repente asomó por una bocacalle un Humvee blindado con una ametralladora M2 de 50 milímetros sujeta al techo. El Humvee se detuvo a cincuenta metros de la casa y un tripulante apuntó la M2 contra la fachada de la casa.

Los ilotas giraron su fuego hacia aquella nueva amenaza, pero era demasiado tarde. La M2 rugió con cadencia perezosa y la fachada de la casa se disolvió en una nube de madera pulverizada, cemento y sangre. Cuando cesó el fuego, al cabo de unos segundos, no quedaba nada intacto en la planta superior de aquel edificio.

—Esperad aquí —susurró el mexicano alto, y encendió dos cócteles molotov—. Esto va a ser muy fácil. —Con uno de ellos en cada mano comenzó a avanzar hacia el Humvee, bien pegado a las paredes de la acera contraria para evitar ser detectado por la dotación del vehículo.

De repente, un miliciano lo vio y dio la voz de alarma. El mexicano, al verse descubierto, lanzó un alarido de guerra y comenzó a correr hacia el vehículo, mientras levantaba el primer molotov por encima de su cabeza, pero era demasiado tarde.

La ametralladora rugió de nuevo. Las balas impactaron contra el cuerpo del hombre con tanta violencia que lo serraron por la mitad. Se derrumbó en el suelo, como un muñeco de trapo, y al caer los cócteles molotov se rompieron y derramaron todo el líquido incendiario sobre su cuerpo. Al cabo de un momento tan sólo era un montón de carne ardiendo en medio de la calzada.

Lucía y Alejandra se miraron, aterrorizadas, pero antes de que tuviesen tiempo de hacer ningún movimiento, otro Humvee apareció a sus espaldas. Las muchachas se giraron, atrapadas entre dos fuegos. Lucía encendió con fiereza uno de los molotov, pero el segundo Humvee pasó de largo a su lado y se dirigió directamente hacia el grupo de milicianos, que les saludaban alborozados. De repente, el vehículo se detuvo y uno de sus tripulantes asomó por la escotilla superior. Los gestos de saludo de los milicianos se transformaron en gestos de terror cuando el tripulante del segundo vehículo apuntó su ametralladora pesada contra ellos y comenzó a disparar.

Una lluvia de balas de alto calibre segó a los milicianos como una gigantesca hoz. El primer Humvee estalló en una bola de fuego cuando las balas incendiarias de 50 milímetros penetraron en su depósito de combustible y le prendieron fuego. El tirador continuó haciendo fuego hasta que no quedó nadie que se moviese en la calle. La casa de madera y el vehículo incendiado ardían con fuerza e iluminaban de manera espectral a las docenas de cuerpos caídos en las más extrañas posturas.

La puerta lateral del Humvee se abrió y un soldado se asomó cautelosamente. Al verlo, Alejandra no pudo contener un grito.

—¡Strangärd!

El sueco saltó como un resorte al oír el grito y estuvo a punto de disparar su fusil. Cuando vio a Alejandra y a Lucía asomando del seto donde se habían ocultado soltó un suspiro de alivio.

—¿Qué diablos hacéis vosotras dos aquí? —preguntó—. ¡Casi os pego un tiro, por el amor de Dios!

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Lucía, a su vez.

—Hemos venido en cuanto hemos podido —explicó el sueco mientras bajaba el arma. Lucía observó que llevaba un brazalete blanco sujeto en su bíceps derecho—. Nos enteramos de que la limpieza iba a empezar y decidimos que teníamos que hacer lo que pudiésemos para impedir una masacre, pero esto es mucho peor de lo que podía imaginar. No somos muchos, pero estamos bien armados. Decidme, ¿dónde está Mendoza? Tengo que hablar con él.

—El
Gato
está fuera de la ciudad —contestó Alejandra—. Iba a por los barriles de Cladoxpan.

—¡Maldita sea! —renegó el sueco—. Precisamente ahora, ese condenado cabrón desaparece. Y el tipo rubio bajito, el militar ruso, ¿dónde está?

—Se fue con él —dijo Lucía—. Y no es ruso, es…

—Ucraniano, lo sé, lo sé —la interrumpió Strangärd—. Entonces, ¿quién está al mando de vuestras fuerzas?

—No tengo ni idea —contestó Alejandra, con sinceridad—. Queríamos llegar hasta el centro del gueto para enterarnos y para llevar todo esto. —Señaló las pesadas mochilas llenas de cócteles molotov.

—Andando no lo conseguiréis de ninguna manera —replicó Strangärd—. El grueso del combate está en el centro, y Grapes se ha traído tropas reforzadas. Ha entrado con casi mil hombres en el gueto. Subid al Humvee. Procuraremos acercarnos todo lo que podamos, y que Dios nos ayude.

Las chicas subieron al vehículo y cuando estuvieron dentro el conductor se puso en marcha. Al pasar por el centro de la calzada, el vehículo atropelló los restos incendiados del mexicano alto, que estaban quedando reducidos a una momia carbonizada.

Cuando el Humvee finalmente se alejó por la esquina de la calle, delante de aquella casa en llamas se hizo el silencio. Tan sólo quedaron los caídos de los dos bandos, mirándose los unos a los otros con los ojos vacíos de la muerte.

45

Malachy Grapes se sentía feliz.

Su vida nunca había sido fácil, y de pequeño había tenido que escuchar innumerables veces cómo le llamaban «basura blanca». Hijo de una madre soltera adicta al crack, el pequeño Malachy había tenido que aprender a defenderse desde niño con la fuerza de sus puños, y cuando fue un poco más mayor, con navajas primero y armas de fuego después. Pasar de las pandillas de la calle a la Nación Aria fue fácil. El resto vino rodado.

Lo cierto era que Grapes llevaba toda su vida, incluida la larga temporada en la cárcel, rodeado de violencia. Y había aprendido a disfrutarla. De hecho, le gustaba. Oh, joder, vaya si le gustaba. El informe psiquiátrico de la cárcel hacía una descripción muy detallada de la personalidad de Grapes y de sus marcados raptos esquizoides, unidos a una inteligencia por encima de la media, pero eso a él le daba igual. El dolor ajeno era lo que le motivaba. Y el poder.

Pero nada de lo que había vivido hasta ese momento podía compararse a lo que sentía en aquel instante, de pie en medio de una calle en llamas del gueto de Bluefont, mientras sus hombres cazaban implacablemente hasta el último de aquellos negros y chicanos desgraciados.

Porque mientras sus botas chapoteaban en un charco de sangre que salía de la cabeza de un ilota y las casas se derrumbaban a su alrededor en un infierno de chispas y maderos carbonizados, Grapes se sentía más vivo que nunca. Se sentía como si fuera un dios, un dios de la guerra, violento y destructivo. Y la sensación era tan potente y arrebatadora que casi le mareaba.

Iba a acabar con todos ellos aquella misma noche. Y no pensaba perdonar ni siquiera a los dos mil ilotas que le había pedido el reverendo Greene. Ya se inventaría después una excusa para justificarlo.
Se resistieron demasiado, reverendo. No quisieron aceptarlo. No se dejaron coger vivos
. Qué más daba. Algo se le ocurriría. Pero en aquel momento estaba tan borracho de sangre que un solo tipo de pensamiento le ocupaba la cabeza. Matar, arrasar, mutilar. Causar dolor.

—Eh, Malachy —dijo una voz a su espalda. Era Seth Fretzen, su mano derecha—. Me dicen por radio que las calles de aquel lado están bajo control, pero parece que tenemos algunos problemas en la zona del centro del gueto. Los negratas se están poniendo tontos y nos están disparando.

Grapes bajó la mirada y contempló sus nudillos, con el tatuaje HATE JEWS escrito en ellos, sin molestarse en ocultar una sonrisa. Aquellos imbéciles del gueto le estaban dando la excusa que él necesitaba.

—No pasa nada, Seth —dijo amigablemente—. Iremos hasta allí a patear sus culos morenos. A ver si aprenden de una puta vez quién manda aquí.

Seth Fretzen sonrió, mostrando una dentadura irregular y podrida en la que faltaban varias piezas. Él también estaba disfrutando de lo lindo con aquello. Hizo una seña al amplio grupo de milicianos y Guardias Verdes que rodeaban el vehículo de Grapes y se sentó al volante del coche de Grapes, mientras su escolta subía a sus propios transportes. Con un rugido de motores, la pequeña caravana comenzó a avanzar por las calles en llamas de Bluefont. A su paso, docenas de figuras corrían a esconderse entre las sombras.

Grapes las miró, despectivo. Ya se encargarían de ellas después. Primero había que eliminar a los que aún tenían agallas para enfrentarse a sus hombres. Una vez hecho eso, el espinazo de la Resistencia estaría partido por la mitad y el resto serían como corderitos.

Aquellos imbéciles. Los Justos, se hacían llamar.

Como si la justicia tuviese algo que ver con todo aquello. En lo que a Grapes respectaba, la justicia había muerto junto con el antiguo mundo, arrasado por el Apocalipsis.

Ahora sólo imperaba la ley del más fuerte. Y él, con el permiso de Greene, era el más fuerte.

Su convoy dobló la esquina y de repente comenzaron a sonar disparos desde todas partes. Grapes oyó un aullido de dolor a su lado. El miliciano que ocupaba la torreta de 50 milímetros de su Humvee cayó dentro del vehículo con la mitad de la cabeza reventada por un balazo. Una ráfaga de ametralladora punteó todo un lateral del vehículo y agrietó los cristales reforzados. Como un reflejo, una serie de bultos aparecieron por el lado interior de la puerta, marcando los lugares donde habían impactado las balas. Si ésta no hubiese estado blindada Grapes habría quedado acribillado en ese preciso momento.

El Ario contempló la puerta, estupefacto, mientras uno de los vehículos de su escolta saltaba por los aires en medio de una bola de fuego. Dos ilotas se alejaron del lugar corriendo, después de haber arrojado unos cócteles molotov, pero cayeron acribillados por sus hombres antes de poder alcanzar un refugio.

Su ordenado convoy se había convertido de repente en un caos completo. Grapes sintió que las venas del cuello se le hinchaban de furia.

—¡Seth, que todos los refuerzos vengan aquí inmediatamente! ¡Vamos a joder a esos cabrones! ¡Y que traigan un blindado pesado cagando leches!

El lugarteniente asintió y pronunció unas palabras por radio. Mientras, Grapes saltó del vehículo y fue organizando a sus hombres en una línea de fuego que les permitiese salir de la emboscada. Las balas repiqueteaban alrededor del Ario, pero éste las ignoraba. Estaba demasiado furioso como para darse cuenta.

Finalmente, consiguió formar un semicírculo en una esquina de la plaza, mientras los ilotas se concentraban principalmente en el otro lado. Sus milicianos disparaban a ciegas contra la oscuridad, gastando munición como si estuviesen en un concurso de tiro. No importaba. Tenían de sobra. Todo el jodido depósito de la Marina de Gulfport a su entera disposición.

Sin embargo, el fuego de los ilotas se había reducido bastante, y ya sólo era un petardeo esporádico, comparado con el huracán de fuego que estaban desatando sus hombres. Grapes gruñó satisfecho. Sospechaba que los negratas estaban quedándose sin munición, pero no quería arriesgarse.

De repente, un Humvee similar a los suyos, pero sin la cruz verde de Greene en el costado, apareció por una de las bocacalles que desembocaban en la plaza. El conductor pegó un frenazo, tan sorprendido por el encuentro como los hombres de Grapes. Sin embargo, reaccionó con prontitud y aceleró a toda velocidad, mientras su tirador abría fuego contra su línea. La pesada ametralladora de 50 milímetros perforó los blindajes laterales como si fuesen latas de refresco y media docena de sus chicos cayeron retorciéndose de dolor en el suelo. El Humvee aceleró y desapareció entre las sombras, como un espíritu malvado.

Grapes escrutó la noche, con el ceño fruncido, mientras trataba de seguir el rugido del motor. El Humvee se movía rápidamente, de una esquina a otra, aprovechando los charcos de oscuridad para ocultarse y evitar ser un blanco fácil. Cuando sus milicianos quisieron responder al fuego, ya había desaparecido al otro lado de las casas. Desde dentro de los refugios de los ilotas se oyó un aullido de júbilo.

El líder de los Verdes maldijo por lo bajo. De alguna manera aquellos bastardos se las habían arreglado para apoderarse de uno de sus vehículos. No podía ser otra cosa. A no ser que tuviesen aliados en el otro lado del Muro. Eso sería mucho más preocupante. Grapes trató de adivinar quién iba dentro de aquel vehículo, que en aquel instante hacía otra pasada, pero estaba demasiado lejos, y el destello de los disparos le deslumbraba.

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