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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (47 page)

Pero aquel muro no sería ningún problema para Hong y sus hombres.

La primera idea había sido enviar un ultimátum a la ciudad pidiendo su rendición. Capturar el enclave de una pieza podría tener un gran valor, si luego podía usarse como cabeza de puente para una posible invasión. Pero Hong enseguida se dio cuenta de que tenía muy pocos hombres para eso. Además, sólo los débiles se rendían, y en el mundo ya sólo sobrevivían los fuertes.

Mientras contemplaba las luces de la torre de craqueo de la refinería que brillaban en la distancia, el coronel era consciente de que sus planes originales habían cambiado. Ya no se trataba tan sólo de descubrir el origen del petróleo que mantenía con vida a la ciudad. Su mirada se desviaba cada pocos segundos a aquel bote de líquido lechoso apoyado sobre su petate. No, aquél era el verdadero premio gordo. Con aquel producto milagroso, podrían enviar a todo un ejército a conquistar el mundo sin preocuparse de la infección. Y podrían enviarlo mañana mismo, por lo que el combustible ya no sería un problema.

Tan sólo faltaba saber de dónde salía aquel líquido espeso y de olor dulzón. Y el coronel pensaba resolver esa incógnita en breve.

—¿Está todo listo? —preguntó Hong a su ayudante. El teniente Kim asintió con expresión seria mientras se encaramaba al árbol desde donde el coronel escrutaba la ciudad a través de sus prismáticos.

—En cuanto rompa el sol y tengamos suficiente luz entraremos por allí —dijo Hong mientras señalaba un sector del Muro cercano a la factoría.

En aquella zona había menos No Muertos que en el resto del perímetro, a causa de las pozas de agua empantanada y de la refinería. Aun así, pululaban por el sector al menos unos dos millares de monstruos, aunque prácticamente la mitad estaban en un estado tan lastimoso que el coronel dudaba que pudiesen dar más de cincuenta pasos sin desmoronarse. Sin embargo, el resto continuaban activos y eran muy peligrosos.

—Las cargas explosivas ya están colocadas, camarada coronel —musitó Kim, mientras sacaba una libreta, listo para tomar notas—. Y las patrullas dicen que apenas han visto guardias sobre el muro.

—Es extraño —murmuró Hong. Había supuesto que tendrían que reducir a los centinelas de la ciudad, pero no había casi ninguno a la vista.

De repente, un repiqueteo de armas de fuego sonó en la distancia, a su derecha. El
stacatto
de disparos fue creciendo hasta que de golpe una explosión sacudió la atmósfera, seguida de otras tres más en rápida sucesión. A lo lejos, en la otra punta de la ciudad, comenzaban a brillar las llamas de varios incendios.

Al principio, el coronel Hong pensó que los habían descubierto. Pero los disparos sonaban muy lejos, y nada parecía perturbar la quietud de aquel rincón húmedo y maloliente del pantano.

—¿Qué está pasando, mi coronel? —preguntó Kim, confundido.

—No tengo ni idea, pero no me gusta —replicó Hong, alarmado. Alguien estaba luchando en el interior de la ciudad, pero no sabía quién ni por qué.

Una nueva explosión, ésta más potente, iluminó por un instante el cielo, como un gigantesco flash.

—¡Esa explosión ha sido en el muro, coronel! —susurró Kim, excitado. Los No Muertos de su zona, atraídos por el ruido, comenzaban a caminar en la dirección de los disparos. Algunos daban tres pasos y se derrumbaban, deshaciéndose prácticamente, pero el resto se movía a buen ritmo.

—Ya lo veo —replicó Hong. Una terrible corazonada le acababa de invadir. Alguien más estaba asaltando la ciudad. Alguien que les estaba tomando ventaja.

¿Quiénes pueden ser? ¿Serán rusos? O puede que sean los chinos. Si nosotros hemos localizado Gulfport, ellos también pueden hacerlo. O quizá algún país imperialista europeo…

Con horror, el coronel se dio cuenta de que podían robarle el éxito cuando estaba tan cerca del final. Debía recuperar la iniciativa.

—¡Kim! —ordenó a su ayudante—. Todo el mundo preparado. Que vuelen el sector minado del muro en dos minutos. Vamos a entrar ahora.

—¿Ahora? —preguntó Kim, confundido—. Pero, mi coronel, entrar en una ciudad desconocida, de noche…

—¡Tenemos que hacerlo ya, o será demasiado tarde! —le urgió Hong mientras descendía del árbol a toda velocidad. El coronel conocía los riesgos, pero no quedaba otra opción.

No puedo hacer otra cosa. El Politburó aceptaría un fracaso de la misión, pero nunca que otra potencia se hiciese con el control de la ciudad, y menos delante de mis propias narices. Es mi pescuezo el que está en juego
.

Sería un asalto nocturno. A muerte.

Justo cuando el coronel se encaramaba en su blindado, sus artificieros volaban un sector entero del Muro con una explosión sorda. Los trozos de hormigón armado y hierros retorcidos volaron en todas direcciones.

Un trozo de hierro incandescente, uno entre varios cientos muy parecidos, salió proyectado hacia el recinto de la refinería. Tras recorrer casi quinientos metros, el trozo de hierro al rojo vivo impactó contra una gigantesca cuba que contenía más de diez mil litros de combustible refinado y atravesó el forro de acero y aluminio anodizado que la envolvía como si fuera un vulgar trozo de mantequilla. Al cabo de un segundo, una fabulosa explosión sacudió el aire y arrasó todo lo que estaba en un radio de doscientos metros en medio de una gigantesca y ardiente bola de fuego.

Los blindados norcoreanos temblaron a causa de la fuerza de la explosión. La bola de fuego no los alcanzó, pero la potencia de la onda expansiva arrancó de cuajo las ramas de los árboles que los habían mantenido ocultos. Horrorizado, Hong vio cómo los pocos No Muertos que aún permanecían en la zona giraban en un baile enloquecido, envueltos en llamas.

Ya no hay factor sorpresa. Ahora, todo depende de nosotros
.

—Camaradas, adelante —dijo por la radio—. ¡Por nuestra gloriosa patria!

Con un rugido de motores, los blindados cruzaron la zona despejada alrededor del Muro y se colaron por la brecha abierta.

Y cinco minutos después de que el último blindado hubiese pasado, el primer grupo de No Muertos atraído por la explosión llegó hasta la brecha. Y sin que nadie se lo impidiese, comenzaron a colarse dentro del recinto, en un goteo imparable, mientras cientos de ellos continuaban afluyendo.

La última ciudad habitada de Estados Unidos estaba a punto de caer.

47

Habíamos entrado en la ciudad hacía apenas diez minutos a través de la doble compuerta de acceso, sin encontrar resistencia. Allí tan sólo estaban un par de milicianos aterrorizados, que salieron corriendo en cuanto nos vieron llegar. Dos ilotas treparon al Muro desde el techo de los camiones y consiguieron abrir la compuerta en menos de un minuto, mientras el blindado de la retaguardia se encargaba de impedir que ningún No Muerto accediese a la ciudad.

Cuando se cerró la compuerta exterior estuvimos esperando un minuto interminable, mientras los ilotas se esforzaban en abrir la compuerta interior.

—¡Abrid de una jodida vez! —gritó Mendoza, furioso. Desde allí se podía oír perfectamente el tiroteo dentro del gueto. Cada minuto que perdíamos significaba docenas de vidas.

—¡No podemos! —aulló uno de los ilotas—. ¡Los milicianos han destruido los controles antes de huir!

Mendoza soltó una maldición. Las compuertas estaban diseñadas para soportar una enorme presión. Embestirlas no serviría de nada.

—Tenemos que volarla por los aires —dijo, resignado—. Tendremos que utilizar los pocos explosivos plásticos que tenemos.

—Si vas a hacerlo, hazlo ya —le urgió Viktor, visiblemente preocupado.

Yo compartía su urgencia. Lucía estaba allí, en alguna parte en medio de aquel infierno.

Mendoza ladró dos rápidas órdenes, y un par de ilotas colocaron unos pequeños paquetes de C4 en los goznes de la enorme puerta. Se volvieron a la carrera, desenrollando un fino cable tras ellos. Al llegar a nuestra altura, conectaron el cable con un detonador e hicieron girar rápidamente la manilla.

Los explosivos estallaron con un sonido sordo y un intenso fogonazo, visible a mucha distancia. Los goznes saltaron en pedazos y la puerta se tambaleó como un gigante borracho antes de caer hacia el interior del gueto con un profundo estruendo, en medio de una nube de polvo.

—¿Cómo sabías que la puerta iba a caer hacia aquel lado? —le pregunté al tipo del detonador, un negro sombrío y demasiado joven.

—No lo sabía —respondió, encogiéndose de hombros.

Suspiré, desalentado. Los ilotas estaban llenos de valor y determinación, pero su experiencia y formación eran nulas. Recé para que no se pusieran demasiado a prueba.

El convoy entró en la ciudad a toda velocidad. El espectáculo era devastador. Al menos la mitad de las casas ardían y las aceras estaban cubiertas de docenas de cuerpos sin vida. Entre las sombras, podíamos distinguir a grupos de personas que huían de nosotros, aterrorizados, pensando sin duda que éramos hombres de Greene.

—Malditos cabrones —musitaba Mendoza, sin cesar—. Malditos cabrones. Mirad lo que han hecho.

Sin detenernos ni un segundo, continuamos avanzando. Un grupo de milicianos apareció entonces en medio de la calle. Por un instante nos miraron confundidos, como preguntándose quiénes éramos y de dónde salíamos. La respuesta les llegó en forma de una lluvia de balas que los diezmó. Los supervivientes trataron de huir, pero el convoy arrolló a la mayor parte de ellos.

—¡Viktor! ¡Allí! —grité mientras el camión se bamboleaba de una manera horrible al pasar por encima de un montón de restos ennegrecidos.

Habíamos entrado en lo que hasta unas horas antes había sido la plaza central del barrio de Bluefont. Todas las casas del lado norte se consumían en medio de un océano de llamas. En el lado sur, un charco de relucientes casquillos de cobre y restos de neumáticos en la calzada marcaban el sitio desde donde alguien había estado disparando con furia.

Al lado de los casquillos de cobre había dos cuerpos tendidos, y alguien arrodillado entre ellos. Alguien a quien yo conocía muy bien.

Salté del camión antes de que se detuviese del todo y me lancé cojeando hacia ella. La cara de Lucía se transformó por completo nada más verme. Se puso de pie y se lanzó a la carrera hacia mí, con la expresión de alegría más salvaje que jamás había visto en un rostro humano.

De repente me detuve, paralizado, al acordarme de algo terrible. Algo que hacía que, aunque estuviese a pocos metros de ella, me alejara a miles de kilómetros.

—Cariño, por favor, no te acerques. —Levanté el brazo para indicarle con voz temblorosa que se detuviese.

Lucía frenó en seco, con el desconcierto pintado en el rostro, luchando con el resto de sus emociones.

—¿Qué sucede? —Dio un paso hacia mí, con los brazos abiertos—. ¡Estás aquí y estás vivo! ¡Oh, Dios, estás vivo!

—No des ni un paso más, por favor. —Me costaba formular las palabras, que se atascaban en mi garganta—. Estoy infectado. Tengo el TSJ. Y con esos cortes abiertos, podría infectarte a ti también.

Lucía me miró durante un momento que se me hizo eterno. Después, muy lentamente, se acercó a mí y me cogió la mano. Su mirada se entrelazó con la mía, con tanta fuerza que de repente el resto del mundo desapareció por completo. No veía las llamas, ni oía los gritos ni los disparos. Sólo estábamos ella y yo.

—No puedo tocarte —tartamudeé—. Ni puedo besarte, ni puedo estar cerca de ti. Sólo permanezco con vida gracias a…

Lucía me silenció poniendo un dedo sobre mis labios. Me miraba con la expresión más tierna y dulce que jamás le había visto. Era una mezcla de amor profundo, afecto y compromiso, tan potente que me hacía temblar las rodillas. Sin pronunciar ni una palabra, enlazó sus brazos en torno a mi cuello y pegó su cara a pocos centímetros de la mía.

—Durante unos días he pensado que estabas muerto —me dijo, muy despacio, sin despegarse de mí—. Y cada segundo de cada minuto de cada hora de esos días ha sido como vivir en el infierno. Peor que eso. Ha sido como estar muerta en vida. Y no quiero volver a pasar por eso jamás.

Antes de que pudiese hacer nada para impedírselo, acercó sus labios a los míos y me besó. Fue un beso breve, suave y lleno de amor, pero nuestras salivas se juntaron.

—Ahora yo también estoy infectada —dijo, con toda tranquilidad—. Y lo acepto y lo escojo por propia voluntad. Si ése es nuestro destino, así será. Si he de vivir contigo el resto de mi vida, ya sea larga o muy corta, que sea compartiendo hasta nuestro último suspiro. Ahora, éste es nuestro vínculo para siempre.

—Nuestro vínculo —repetí, demasiado abrumado por aquella muestra de entrega—. Para siempre.

Y volvimos a besarnos, y esta vez el beso fue mucho más largo, profundo y apasionado. Y jamás, por muchos años que pasasen, volvería a saborear un beso como aquél, en medio de las ruinas desoladas de Bluefont.

48

El reverendo Josiah Greene se despertó envuelto en un baño de sudor. A tientas encendió la lamparilla de su habitación. Su mano se deslizó por encima de su Biblia, hasta aferrar una botella llena de Cladoxpan que siempre estaba llena. Dio un largo trago, mientras los últimos jirones de la pesadilla se desvanecían.

Había soñado con aquel condenado abogado. Iba montado en una mula, vestido como Jesucristo y con un aura de luz rodeándole la cabeza. Greene iba caminando a su lado, entre el resto de los apóstoles y le miraba sin comprender lo que estaba pasando. De repente el abogado se giró hacia él y dijo: «Eres la mala hierba en mi viñedo, Josiah. Eres una serpiente en el nido, y debo cortarte la cabeza».

Él había protestado, tratando de justificarse, pero el resto de los apóstoles le habían rodeado, hoscos y malcarados, mientras el Señor se alejaba lentamente por el camino, trotando en su mula. Sorprendido, comprobó que en las ancas traseras de la mula dormitaba un enorme gato de pelo naranja que se despidió de él con un guiño de ojos y una sonrisa burlona.

Entonces, los restantes apóstoles —todos ellos con la cara de Malachy Grapes— se transformaron en No Muertos y comenzaron a devorarlo vivo. Y mientras lo hacían, una sombra negra, densa y oscura como la más profunda de las noches, flotaba encima de ellos, disfrutando de la escena.

Era absurdo, se dijo, como todos los sueños. Pero Greene no podía apartar la sensación de terror que le invadía el cuerpo. Se levantó para orinar y al incorporarse notó una explosión de dolor en la rodilla derecha. El reverendo gritó y se llevó la mano a la pierna. No era el familiar dolor premonitorio que sentía cuando algo iba a pasar.

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