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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (51 page)

El cuerpo de Pritchenko se desplomó como un roble abatido en el suelo del vestíbulo. Su mano crispada arañó un par de veces el parquet arruinado antes de detenerse por completo.

Desde lo alto de las escaleras, el reverendo Greene lo miraba con ojos oscuros, sosteniendo su Colt humeante, mientras una sombra cada vez más negra parecía cobrar vida a sus espaldas.

54

Le había dado a uno. Pero el otro me estaba machacando. El tipo ya no disparaba a ciegas, sino que reservaba munición, esperando el momento para asomarse y abrir fuego.

Cuando sonó la explosión de las granadas, el Guardia Verde giró la cabeza, sorprendido. Actuando por instinto, me levanté y disparé casi sin mirar. El AK estaba puesto en modo automático y vacié medio cargador de balas en su pecho.

El Verde se desplomó tras hacer una pirueta mortal y el silencio se hizo por fin en aquel martirizado trozo de calle. Miré a mi alrededor. No quedaba nadie en pie. Tan sólo un montón de heridos que se lamentaban y trataban de ponerse a cubierto. Aquellos que estaban en mejor estado se arrastraban lentamente, pero los más graves contemplaban desde el suelo, impotentes, cómo el enorme incendio se acercaba a toda velocidad, dispuesto a tragárselos vivos.

No me quedé a ayudarlos. Tendrían que apañárselas por sus propios medios o morir en el intento. Mientras cojeaba sobre mi tobillo roto hacia el edificio del ayuntamiento, sólo tenía una cosa en la cabeza. Debíamos salir de allí.

Y el tiempo se acababa.

Subí los escalones de entrada del edificio trastabillando. Apoyado en una jamba de la puerta estaba el cadáver decapitado de un hombre, que había salido proyectado hasta allí por la explosión. Su ropa estaba cubierta de sangre y era imposible adivinar a qué bando pertenecía. Eso, a aquellas alturas, ya daba igual.

Al entrar en el vestíbulo me quedé inmóvil, paralizado por la sorpresa.

Grapes yacía en el suelo, inmóvil en medio de un enorme charco de sangre.

Y a su lado había otro cuerpo, boca abajo. Su pelo, sin embargo, era inconfundible.

No. Oh, no, por favor, oh, no, no puede ser…

Me arrojé de rodillas al lado del cuerpo de Viktor y le di la vuelta. Una bala de alto calibre le había penetrado por la espalda, entre los omóplatos y había salido por el otro lado. El ucraniano estaba cubierto de sangre y terriblemente pálido.

—¡Viktor! ¡Viktor, dime algo! ¡Vamos, amigo, dime algo! —Estaba tan angustiado que no podía pensar con claridad. Me quité la camisa por la cabeza y la desgarré, para hacer un apósito con el que taponar la herida.

La tela se empapó por completo nada más ponerla sobre el enorme agujero de bala. Era imposible detener la hemorragia. No quería ni imaginarme los destrozos internos que tenía que haber causado el proyectil.

Viktor gimió levemente y abrió los ojos. Su mirada desenfocada y desvaída, giró en redondo, tratando de localizarme. Ver aquello me puso los pelos de punta. La piel del ucraniano estaba terriblemente fría, pero Prit ni siquiera temblaba. Era espantoso.

—Veo… que… has llegado… por fin. —La voz de Pritchenko era un murmullo que subía y bajaba de intensidad, como una radio a punto de perder la señal—. Has… tardado… mucho.

—Viktor. —Mi voz sonaba estrangulada. Estaba a punto de echarme a llorar—. Viktor, no te mueras, por favor. No te mueras.

—Creo que… tengo que… —El ucraniano se dobló, sacudido por unas toses incontrolables. Su saliva, manchada de sangre, se escurrió por la barbilla y le tiñó su bigote rubio de un siniestro tono rojizo—. Tenéis… que vivir… Lucía y tú… hacedlo… por mí. —Me sujetó las manos con fuerza y me clavó su mirada—. Prométemelo… ¡Prométemelo!

No pude decir nada y simplemente asentí. Las lágrimas corrían a raudales por mis mejillas mientras sujetaba al ucraniano con fuerza.

—Greene… está arriba. —Pritchenko se llevó una mano al boquete de su pecho y la levantó, cubierta de sangre—. Ha sido él… ten cuidado… ¿vale? —Más toses cavernosas le interrumpieron. El ucraniano continuó, con un hilo de voz, esforzándose por sonreír—. Te… dije… que nos veríamos… al otro lado.

El rostro de Pritchenko se contrajo en un rictus de dolor. Viktor tensó todo su cuerpo y de repente se relajó por completo, con una expresión de paz en el rostro.

Se había ido.

No sé cuánto tiempo estuve de rodillas en medio de aquel vestíbulo, acunando en mis brazos el cuerpo de mi amigo. Sé que lloré, grité y maldije en voz alta. Sé que arrastré su cuerpo hasta la calle, para evitar que su sangre se mezclase con la de un miserable como Grapes. Sé que lo dejé apoyado en el costado de un coche, con su piel terriblemente pálida y el pelo lacio cayéndole sobre los ojos.

Y también sé que cuando me di la vuelta y volví a entrar en el edificio en llamas me iba diciendo a mí mismo que Greene era hombre muerto.

55

Los pasillos de ayuntamiento se habían transformado en un infierno. La explosión del
Ithaca
no había dejado ni una sola ventana intacta, y por los huecos abiertos se habían colado enormes cantidades de chispas incandescentes, que al caer sobre las montañas de papel acumulado lo prendían casi al instante. Algunas partes del edificio ya rugían en llamas, con los incendios fuera de control. Lo que durante un tiempo muy breve había sido mi despacho se había transformado en una caldera de fuego que chasqueaba entre oleadas de calor.

Le di la espalda a aquel pasillo y comencé a correr hacia el puente que comunicaba el edificio con el antiguo banco donde estaban los laboratorios. El humo era cada vez más denso y espeso y no podía dejar de toser. Sentía la garganta seca como el papel de lija y cada vez me costaba más respirar. Sin embargo, al llegar al puente sentí una ráfaga de aire fresco. Las llamas aún no habían llegado hasta allí, y por los ventanales rotos entraban potentes corrientes de aire.

Llegué al puesto de control, donde un siglo antes habían vigilado los Guardias Verdes. En el suelo aún estaba tirada la revista pornográfica que había estado ojeando uno de ellos. La pisoteé al pasar y me colé dentro de los laboratorios con cautela.

Al entrar en la primera sala tropecé con un cadáver. Era una mujer de mediana edad, ataviada con una bata, a la que le habían disparado dos veces, una en el corazón y otra en la frente. Había tenido la mala suerte de estar de turno aquella maldita noche.
Estilo ejecución de la mafia
, pensé. Quien lo había hecho sabía lo que se llevaba entre manos.

El siguiente cuerpo era el de Ballarini, el investigador jefe. El italiano no llevaba puesto un traje, sino que iba en pijama, con una gabardina por encima. Sin duda el tiroteo, o la explosión del petrolero, lo había sacado de la cama y entonces había corrido a su precioso laboratorio para protegerlo. Pero alguien se lo había encontrado por el camino.

El italiano presentaba un disparo mucho más sucio y menos profesional que el otro cuerpo. Tenía un enorme boquete en el estómago y un rictus de sorpresa infinita en su cara, como si todavía no pudiese creer que estaba muerto. Una de sus zapatillas de noche se encontraba a casi un metro de su cadáver, con unas gotas de sangre secándose en la punta.

Amartillé el AK y comencé a descender las escaleras que llevaban a la antigua bóveda del banco. Desde allí abajo me llegaba un ruido de golpes rítmicos y metálicos.

La luz del techo parpadeó un par de veces y después bajó de intensidad. El edificio estaba alimentado por un generador autónomo que comenzaba a fallar. Hice los últimos metros en silencio y me asomé a la puerta de la cámara.

Greene estaba allí, con un Guardia Verde, un tipo musculoso y con los brazos como jamones que se afanaba en dar hachazos a las cubas de acero donde fermentaba el Cladoxpan.

Ya había derribado todas las cubas menos dos, y el suelo estaba cubierto por un pequeño lago de medicamento que se escurría gorgoreando por un desagüe. Greene observaba todo con aire enfebrecido, mientras aferraba en una mano su pistola y en la otra sostenía un cubo de metal en el que reposaba una de las cepas de hongo. El reverendo pretendía destruir todos los hongos madre menos uno. El suyo.

El Ario derribó finalmente la cuba, que cayó al suelo en medio de un enorme estruendo metálico. El Cladoxpan se derramó en una enorme oleada que salpicó a los dos hombres casi hasta la cintura, antes de escaparse por los aliviaderos y por la puerta. Aproveché el reguero que pasaba a mi lado para hundir la mano en él haciendo un cuenco y dar un par de sorbos ansiosos.

El líquido bajó por mi garganta como si fuera fuego. Aquélla era una dosis mucho más concentrada que lo que había probado hasta entonces. Sentí un subidón de adrenalina tan brutal que por un instante me mareé. Todos los cortes, moratones y quemaduras que me salpicaban el cuerpo dejaron de dolerme como por arte de magia. Estaba seguro de que cuando se me pasase el efecto, el dolor volvería centuplicado, pero mientras tanto me sentía absolutamente genial.

Me puse de pie y me planté en medio de la puerta. Al principio no me vieron, ocupados como estaban atacando la última cuba. De repente, Grapes se agarró la rodilla derecha como si le hubiese dado un latigazo de dolor y se volvió con los ojos muy abiertos.

—¡Tú! —gritó.

—Yo. —Fue mi seca respuesta.

A continuación apunté al Guardia Verde y abrí fuego.

El Ario intentó llegar a la pistola (una Beretta profesional con silenciador) que había dejado apoyada en una balda. La primera bala le impactó en una pierna y cayó al suelo. La segunda bala le partió el corazón, y para él todo se acabó.

Me giré hacia Greene. El reverendo temblaba (no sé si de miedo o de furia), incapaz de apartar su mirada de mí. Daba la sensación de que estaba viendo un fantasma. Me apuntaba con su enorme Colt y su mano se sacudía.

—Eres un engendro de Belcebú —murmuraba con los ojos desorbitados y lanzando chispas. Había perdido su sombrero Stetson y tenía el pelo revuelto—. ¡Eres el Diablo, el Anticristo, una ofensa a los ojos del Señor! ¡Ha llegado la hora de que te reúnas con Satanás para siempre! —Y entonces tiró del percutor de su pistola.

Es ese momento, el generador falló por última vez y las luces se apagaron. Instintivamente, me arrojé al suelo. El arma de Greene iluminó toda la habitación a oscuras con un fogonazo espectral, mientras un pesado avispón de plomo pasaba zumbando a pocos centímetros de mi cabeza. Desde el suelo y a ciegas, abrí fuego. La ráfaga del AK alcanzó al reverendo en el brazo, y soltó el Colt con un grito de dolor. Se agachó para recogerlo, pero yo ya me había levantado y me lancé contra él con furia homicida.

Embestí a Greene con tanta fuerza que lo hice caer de espaldas. Las manos del predicador me arañaban la cara y lanzaba mordiscos furiosos tratando de alcanzarme el cuello.

—¡No puedes matarme! ¡Soy el Profeta! ¡YO SOY EL PROFETA!

El cubo de Cladoxpan con el hongo madre dentro estaba justo a nuestro lado. Sujeté a Greene por las solapas y lo levanté con la misma facilidad con la que una gata sacude a un cachorro.

—No eres el Profeta —le susurré al oído—. Y nunca lo has sido, condenado loco hijo de puta.

Greene me miró con una expresión de terror genuino en los ojos. Su pierna derecha, que no había parado de temblar y sacudirse durante toda la pelea, estaba repentinamente quieta.

—Ha dejado de doler —murmuró, con un tono de incredulidad en la voz—. No puede ser…

—Esto sí que te va a doler, cabrón. —Y le sumergí la cabeza dentro del caldero de estaño.

El reverendo se debatió salvajemente, tratando de sacar la cabeza a la superficie para poder respirar. Lo sujeté con fuerza mientras el Cladoxpan burbujeaba y se derramaba por los bordes del cubo. Al cabo de un rato, su cuerpo dejó de sacudirse y, finalmente, quedó inmóvil.

Me derrumbé sobre el suelo, jadeando. Se suponía que tendría que sentirme bien. Había matado al hombre que me había infectado, que había acabado con Pritchenko y que había conducido a miles de personas a aquella orgía de dolor y destrucción. Sin embargo, lo único que tenía era unas ganas enormes de cerrar los ojos y descansar.

Un estruendo enorme sonó sobre mi cabeza. Algo en el piso superior acababa de derrumbarse. El aire estaba muy caliente y comenzaba a oler a humo. Me levanté a duras penas y recogí el hacha que el Verde había estado usando para reventar las cubas. Volví junto a Greene y levanté el hacha sobre mi cabeza. De un golpe seco, decapité al reverendo.

—A ver si eres capaz de volver de entre los muertos, malnacido —murmuré.

Me tercié el fusil en la espalda y salí de la bóveda con el cubo en una mano y la cabeza del reverendo en la otra. El exterior estaba lleno de pequeños conatos de incendios y el calor era sofocante.

Subí las escaleras y crucé a toda prisa el laboratorio en llamas, en dirección a la salida. Tuve que bajar las escaleras del ayuntamiento casi a ciegas, debido al intenso humo. Cuando finalmente conseguí salir tuve que apoyarme un rato sobre mis rodillas para vomitar.

A mi alrededor, todo Gulfport era lentamente engullido por las llamas. Tan sólo el gueto de Bluefont, al otro lado del canal, parecía estar a salvo de la furia desatada por el incendio.

Levanté la cabeza del reverendo y la puse a la altura de mis ojos. Su rostro había quedado congelado en una expresión de furia y tenía la boca abierta, enseñando sus dientes viejos y desgastados. Le escupí entre los ojos y, a continuación, tomando impulso, arrojé la cabeza al infierno de fuego en el que se había transformado el ayuntamiento.

La cabeza desapareció dentro de aquella enorme pira. Al cabo de un instante, un humo negro y pegajoso se elevó por encima de las llamas, mientras se oía un aullido inhumano. Por un instante me pareció ver que aquel humo se retorcía y giraba con vida propia.

Justo entonces, el techo del vestíbulo, corroído por el incendio, se derrumbó con estrépito y todo desapareció dentro de un océano de fuego.

56

Pontevedra, España

Seis años más tarde

El todoterreno se abría paso lentamente entre la maleza que había colonizado el asfalto agrietado. La mayor parte de las casas presentaban un aspecto deslucido y algunas estaban en estado de ruina inminente, pero por lo demás casi nada había cambiado. Mientras avanzábamos aplastando los montones de huesos podridos y amarillentos que salpicaban el paisaje aquí y allá no paraba de señalarle cosas a Lucía, con el entusiasmo de un niño pequeño.

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