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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (50 page)

—No puede ser —se dijo a sí mismo.

Pero allí estaban. Aquel maldito abogado cabrón y su amigo soviético.

El puñetero abogado de los huevos. De alguna manera se las había apañado para sobrevivir al Páramo y volver a Gulfport. Y estaba allí, cojeando a menos de treinta metros de donde estaba él.

Grapes sintió que la ira volvía a consumirle y aplastaba el sentimiento de derrota que le embargaba. Aquel cerdo no se iba a reír de él. De ninguna manera.

Su pie tropezó con un fusil de asalto y Grapes lo recogió. Sin apartar la mirada de los dos hombres, que ya habían atravesado las líneas de los amarillos y corrían hacia el ayuntamiento, Grapes apuntó cuidadosamente y disparó.

El arma no hizo fuego. Grapes apretó el gatillo frenéticamente, hasta que se dio cuenta de que el cerrojo del M4 había quedado destrozado por la explosión.

Frustrado, arrojó el arma al suelo. De repente vio a dos Verdes que se levantaban de entre los escombros.

—¡Allí! —Señaló frenéticamente—. ¡A ellos!

Los dos Verdes dudaron un momento, pero enseguida tomaron posición y abrieron fuego. Sin embargo, aquel momento de duda había sido suficiente para que la figura que iba por delante quedase fuera de la línea de tiro. La segunda figura, que cojeaba de forma visible e iba mucho más lenta, no tuvo más remedio que ponerse a cubierto detrás de un coche volcado, mientras las balas abrían agujeros en el cemento a su alrededor.

—¡No dejéis que escape! —rugió Grapes a sus hombres—. ¡Yo me encargo del otro!

Y saltando por encima de un montón de cuerpos caídos echó a correr detrás de la figura que, a contraluz, se acercaba a toda velocidad al ayuntamiento.

51

Las balas silbaban alrededor de mi cabeza mientras yo trataba de hacerme más y más pequeño detrás de aquel coche volcado. Estábamos a punto de cruzar la última línea del destrozado campo de batalla cuando abrieron fuego contra nosotros. Sólo tuve tiempo de arrojarme a tierra, mientras que Viktor saltó al otro lado de un pequeño murete de ladrillos rojos que cerraban una casa. Desde allí quedaba fuera de la línea de tiro de los que me estaban acribillando.

El ucraniano me miró, y se preparó para saltar en mi dirección.

—¡Sigue! —le grité—. ¡Sigue, maldita sea! ¡Ya te alcanzaré!

Vi que titubeaba.

—¡Viktor, si uno de los dos no se queda para frenar a estos tipos, nos freirán a tiros antes de que lleguemos al final de la calle!

Pritchenko echó un vistazo dubitativo a ambos lados y meneó la cabeza. Se daba cuenta de que tenía razón.

—¡Ten cuidado! —gritó mientras me lanzaba los cargadores de su AK-47—. ¡Volveré en un rato! ¡Aguántalos aquí mientras tanto!

Asentí, preguntándome cómo coño pensaba Viktor que iba a aguantar allí ni siquiera diez minutos, pero no le dije nada. El tiempo corría en nuestra contra. Las llamas ya asomaban encima del tejado de las casas colindantes con el edificio del ayuntamiento.

Pritchenko me hizo un gesto con la mano, como diciendo «Tranquilo, todo irá bien».

A continuación, salió corriendo en dirección al ayuntamiento, y lo perdí de vista.

52

La explosión había aplastado a Hong contra el chasis de su blindado con tanta fuerza que el coronel sintió cómo se quebraba una de sus costillas. Contuvo un aullido de dolor mientras se ponía en pie. De los ciento veinte hombres de su grupo con los que se había lanzado al asalto tan sólo podía ver a un puñado, la mayoría demasiado malheridos para ser de alguna utilidad.

El coronel sintió el regusto amargo del fracaso. Sospechaba cuál era el origen de aquella explosión y sabía lo que eso significaba. Había fallado. Su misión había acabado.

Se recostó contra el blindado, con la mirada perdida. Al hacerlo notó un bulto duro en el bolsillo de la guerrera. Lo sacó y vio que era el bote de Cladoxpan de aquel ilota.

Aún no estaba todo perdido. Todavía no.

El coronel inspiró profundamente y a continuación saltó al otro lado del vehículo. Una vez allí, comenzó a correr hacia el edificio del ayuntamiento, que las primeras llamas ya empezaban a lamer.

Hong se jugaba su última carta.

Mendoza oyó los disparos y asomó la cabeza cautelosamente. La calle estaba iluminada por las llamas del incendio y lanzaba brillos espectrales sobre docenas de cuerpos desparramados por todas partes. La lucha había cesado por completo, excepto por dos tiradores Verdes que hacían fuego de forma constante contra un vehículo tumbado en una esquina.

Eran los dos últimos Verdes. El resto estaban muertos o habían huido. Mendoza comenzó a paladear la victoria. La ciudad blanca ardía en llamas, y él aún estaba vivo. La Ira de los Justos había triunfado. La venganza era casi completa. Tan sólo quedaba aquel pequeño detalle.

Sacando fuerzas de flaqueza, el mexicano se lanzó a la carrera hacia allí, dispuesto a acabar con aquellos malnacidos de una vez por todas. Y después iría a por Greene.

Hong y Mendoza se vieron prácticamente al mismo tiempo. El mexicano se quedó sorprendido al ver el uniforme del coreano, pero no disminuyó el ritmo de su carrera. No sabía quién era aquel individuo, pero de lo que estaba seguro era de que no era de los suyos. Así que levantó su pistola y comenzó a disparar mientras avanzaba esquivando los cuerpos caídos.

Hong, por su parte, apretó la mandíbula y aceleró el paso, sin disparar.

Más cerca. Tengo que estar más cerca
.

Cuando estaban a diez metros la primera bala de Mendoza alcanzó al coronel en un hombro. Hong se tambaleó, más sorprendido que dolorido, pero no aflojó el paso. A su vez levantó su Makarov y abrió fuego contra el mexicano tres veces, en rápida sucesión.

La primera bala pasó muy alta pero las otras dos se enterraron en el pecho del mexicano, que cayó hacia atrás como un fardo. Su cuerpo se convulsionó un par de veces y finalmente se relajó.

El coronel se detuvo, jadeante, y echó un vistazo a su herida del hombro. No era demasiado profunda, pero tendría que curarla en cuanto tuviese oportunidad. Con la pistola todavía en la mano, se acercó al cadáver del mexicano y le dio una patada.

Condenado bastardo. Casi me matas
.

Hong apartó la vista del cuerpo y miró hacia el ayuntamiento. A apenas cincuenta metros, un soldado con una cinta verde en el brazo disparaba contra un coche volcado. A su lado, el cuerpo caído de su compañero demostraba que alguien le devolvía el fuego con puntería.

Hong decidió dejarlos de lado. Que se matasen entre ellos, fueran quienes fuesen. Él tenía algo más importante que hacer.

De repente oyó un tintineo a su pies. Bajó la mirada y vio un par de arandelas de metal rodando por el suelo. Una mano ensangrentada le sujetaba por la pernera del pantalón.

Pero ¿qué…?

Carlos
Gato
Mendoza le miraba desde el suelo, mientras su última vida se le escapaba por los agujeros de bala. En su pecho reposaban dos granadas sin seguro de aspecto mortífero.

Hong palideció y en un acto reflejo trató de dar un paso atrás, pero Mendoza se aferró a su pernera.

—Chinga a tu madre, cabrón —murmuró el mexicano escupiendo burbujas de sangre por la boca en su último desafío.

Las dos granadas explotaron casi a la vez. Y el fogonazo de la explosión fue lo último que vio el coronel Hong, que murió sin soltar el destrozado bote que sujetaba en la mano.

53

Los pies de Viktor hicieron crujir la alfombra de cristales rotos que ocupaban el antiguo vestíbulo del ayuntamiento de Gulfport. Las cortinas flameaban a través de las ventanas rotas, y el viento cálido del incendio ya había colado unas cuantas pavesas ardientes a través de las grietas de la fachada. Pequeños fuegos ardían aquí y allá de forma descontrolada, amenazando con unirse y transformarse en un monstruo en muy poco tiempo.

Viktor arrojó el AK al suelo —era inútil sin munición— y atravesó el vestíbulo con su viejo cuchillo de combate en la mano. Un transformador soltaba chispazos, iluminando la sala con flashes irregulares.

El ucraniano se preguntaba por dónde debería empezar a buscar. Aquel edificio era enorme, y casi no tenía tiempo. Un par de vigas de madera del techo se derrumbaron con estrépito en uno de los despachos adyacentes. Todo el edificio gemía y crujía, mientras el viento cálido del incendio se colaba dentro, inundándolo todo con olor a humo. De repente, Pritchenko oyó pisadas detrás de él.

—Bueno, al final casi has llegado tú antes que yo —dijo sonriendo, mientras se volvía aliviado—. Y mira que te dije que me esperases all…

Las palabras murieron en su boca y su sonrisa desapareció.

En la puerta del ayuntamiento, junto a una boca de riego de emergencia, Grapes le observaba, con la cara cubierta de sangre y una expresión enloquecida en sus ojos. En su mano sujetaba el hacha de bombero que había sacado del soporte de la pared.

—Pequeño bastardo malnacido —gruñó Grapes mientras avanzaba hacia el centro de la sala—, enano soviético, sucio cabrón.

—Yo también me alegro de verte, Grapes —contestó Viktor, inspirando profundamente—. Pareces algo cansado, ¿sabes?

—Desde el primer momento reconocí que tenías cojones, lo hice, claro que sí. —A Grapes se le escapó una risita chirriante y desafinada—. Podrías haber hecho grandes cosas aquí, conmigo. Mujeres, poder, riquezas. ¡Prosperar, joder!

El ucraniano cambió de mano su cuchillo y se apoyó en el mostrador de recepción, como si aquello no fuese con él, pero sin perder de vista al Ario ni por un segundo. Grapes caminaba rodeando el sello central de suelo de mármol, acercándose lenta e imperceptiblemente a Viktor, sin dejar de hablar.

—Has escogido mal a tus amistades, ruso. —Soltó una risotada despectiva—. A estas horas tu amiguete el abogado ya está muerto y tú estás aquí, atrapado como una rata. Deberías haber pensado mejor cuál era tu bando.

Viktor abrió la boca y bostezó de forma exagerada.

—¿Has acabado ya o tengo que seguir oyendo tu cháchara estúpida mucho tiempo? —dijo mientras sopesaba la hoja del cuchillo.

Con un rugido, Grapes se lanzó sobre Viktor. El líder de los Verdes había tratado de distraer y acercarse lo más posible al ucraniano para no fallar el golpe, pero Viktor Pritchenko era un perro muy viejo.

El filo del hacha se hundió en el mostrador de madera con un chasquido seco, justo en el lugar donde Prit había estado un segundo antes. Grapes soltó la hoja y se lanzó de nuevo al ataque, enarbolando el arma como si fuera un vikingo.

Viktor tuvo que esquivarlo un par de veces mientras retrocedía sin parar hacia la base de las escaleras. Grapes dibujaba enormes círculos mortales con el hacha enfrente de él. Cada vez que hacía oscilar la hoja, ésta cruzaba el aire con un zumbido siniestro, tapado a medias por los rugidos del Ario. Viktor, cada vez más apurado, fintaba en el último minuto y comprobaba desesperado que se le acababa el espacio libre. El ucraniano, armado tan sólo con su cuchillo, no podía ni acercarse a Grapes.

En aquel instante, mientras retrocedía de espaldas, tropezó con el primer peldaño de la escalera que arrancaba hacia la primera planta. El ucraniano se balanceó y tuvo que echar mano del pasamanos de madera de roble. Grapes vio su oportunidad y dejó caer el hacha contra el brazo de Pritchenko. Al ucraniano sólo le dio tiempo de tirarse de bruces al suelo, medio segundo antes de que el machete se estrellase contra el pasamanos, en medio de una explosión de astillas.

Grapes gruñó y tiró de la hoja, que había quedado profundamente clavada. Aquélla era la oportunidad que había estado esperando Viktor. Con la rapidez de una víbora, el pequeño ucraniano se levantó como impulsado por un resorte y clavó la hoja de su cuchillo en el antebrazo de Grapes. El gigantón Ario lanzó un alarido y retrocedió instintivamente un paso. Aquel espacio era muy pequeño, pero más que suficiente para un tipo como Pritchenko. El ucraniano lanzó su brazo hacia delante y enterró la hoja aserrada de su cuchillo en la ingle de Grapes.

El Ario lanzó un aullido de dolor y se tambaleó hacia atrás, furioso. Viktor, en vez de continuar su ataque, permaneció de pie, expectante, en posición de guardia y con los ojos clavados en el líder Verde.

—Voy a descuartizarte, hijo de puta —jadeó Grapes. Se pasó la mano por la cara. De repente veía borroso y además tenía mucho frío. Notó algo pegajoso en los pantalones. Bajó la mirada y comprobó que éstos estaban completamente empapados de sangre.

—Es la femoral —le dijo Viktor, con voz fría—. Está seccionada. Te estás vaciando por dentro, Grapes. Se acabó.

No. No puede ser. No, no, no, ¡¡no!!

El Ario dio un par de pasos hacia Viktor, pero las piernas le fallaron y cayó de rodillas. Pritchenko se acercó hacia él con parsimonia y lo sujetó por la barbilla.

—Morir desangrado es una muerte indolora —dijo, poniéndose en cuclillas a su lado—. Poco a poco te vas durmiendo y, después, simplemente se acabó. Es mucho mejor trato que el que tú les has dado a los cientos de víctimas de los trenes. Por eso quiero darte un regalo de despedida antes de que te vayas.

Grapes abrió la boca, tratando de decir algo, pero antes de que pudiese articular la primera palabra, Viktor clavó su puñal en el estómago. Al Ario se le escapó un aullido de dolor y los ojos le lagrimearon.

—Éste es por ser un malnacido psicópata y cabrón —masculló Pritchenko, antes de sacar el cuchillo y volver a clavarlo, esta vez en los genitales de Grapes—. Y esto es de parte de Lúculo, hijo de puta.

Grapes se derrumbó en el suelo hecho un ovillo, mientras el charco de sangre se hacía cada vez mayor a su alrededor. El Ario mantuvo la mirada fija en el rostro de Pritchenko, con una expresión de odio reconcentrada. Entonces, poco a poco, el brillo de sus ojos se fue apagando, hasta que se extinguió por completo.

Viktor lo contempló unos instantes, pensativo. El ucraniano pocas veces disfrutaba matando, pero ésta había sido una de aquellas ocasiones especiales. Se agachó sobre el cuerpo y usó los restos de su camisa para limpiar la hoja del cuchillo. Después se incorporó y se dispuso a seguir buscando el laboratorio.

Ni siquiera oyó el disparo. Lo único que notó fue un golpe muy fuerte en la espalda y a continuación calor, mucho calor. De repente sus brazos empezaron a pesarle como el plomo, y sus piernas se transformaron en barras de mantequilla derretida. Quiso volver la cabeza mientras caía hacia delante, pero fue incapaz.

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