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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (44 page)

Me incliné hacia un lado y estuve vomitando lo que a mí me pareció una eternidad. Tenía la madre de todos los dolores de cabeza latiendo entre mis sienes, y en general me sentía como si estuviese padeciendo una de las resacas más monstruosas de la historia, pero estaba vivo.

Estaba vivo.

Vivo.

La inmensidad de aquella noticia me sobrecogió. De alguna manera había escapado de la muerte, o de la No Muerte, por un suspiro. Estaba débil, molido y cansado como pocas veces en mi vida, pero no me había transformado en un No Muerto.

—Vaya, mira quién se ha dignado despertarse —dijo una voz conocida a mi espalda.

—Lo habría hecho más tarde, pero este sitio apesta. Seguro que lo has escogido tú —repliqué mientras me sentaba haciendo un esfuerzo.

Viktor y yo nos fundimos en un prolongado abrazo. El ucraniano suspiraba de alivio y yo temblaba de forma incontrolable, mientras mi cuerpo trataba de readaptarse a la vida.

—Te he dicho un montón de veces que no te vayas por ahí sin mí —me espetó el ucraniano, bromista—. Ya ves que casi consigues que te maten.

—Ha estado muy cerca —repliqué, zumbón—. Pero no te habría gustado el viaje. No había ni un solo bar abierto en todo el camino.

Un par de ilotas se acercaron y comenzaron a susurrar entre ellos, mientras me señalaban. Al cabo de un rato se acercaron media docena más para contemplarme. Unos cuantos se santiguaban y me miraban con una expresión extraña y reverente mientras hablaban entre ellos.

—¿Qué diablos dicen? —preguntó Viktor, confundido. El cerrado acento puertorriqueño de aquellos hombres se le hacía incomprensible al ucraniano.

—Es un versículo de la Biblia. Dicen que «Descendió a los infiernos y resucitó de entre los muertos» —contesté mientras el cansancio me sumergía de nuevo en el sueño—. Creen que es una señal, como lo de la mula.

—¿Creen que eres el Mesías? —preguntó Viktor, incrédulo.

—No seas idiota —repliqué, adormilado—. No soy ningún Mesías. Pero si creer eso hace que sea más fácil derribar a ese falso Mesías que vive en Gulfport, me pondré una túnica blanca si es necesario.

—No hará falta —contestó Viktor, mientras me ayudaba a incorporarme—. En menos de veinte horas el gueto se alzará en armas. Vamos a acabar con Greene y su gentuza de una vez.

—¿De qué coño me estás hablando, Viktor? —pregunté. Era mi turno de estar confundido.

—Te lo explicaré por el camino —contestó el ucraniano—. Ahora tenemos que irnos de aquí.

Me subieron en la cabina de un camión mientras el resto del convoy encendía los motores. Ya era noche cerrada y los ilotas estaban un poco nerviosos ante la posibilidad de tener un mal encuentro en la oscuridad. Viktor se aupó conmigo al camión y la caravana echó a rodar.

—Te presento a Carlos Mendoza —me dijo y me señaló a un mexicano alto, moreno y fornido que me miraba con mala cara—. No hagas caso de nada de lo que te diga. Aunque es un gruñón y por su culpa me han roto la nariz, en el fondo no es un mal tipo. Es el líder de toda esta gente.

—Ya nos conocemos. El abogado del puente de Gulfport, ¿recuerda? —dije mientras le tendía la mano.

—Vaya, vaya. Así que tú eres el novio de la gachupina —replicó, sin hacer el menor ademán de saludarme—. He de reconocer que eres duro de pelar. Eres el primero que vuelve del Páramo, aunque te ha ido por poco.

—He tenido suerte —dije, mientras bajaba la mano—. Si no hubieseis estado aquí no habría durado ni media hora más. —Me volví hacia Viktor, que me miraba con los ojos llenos de orgullo. Parecía un padre viendo cómo su hijo aprende a montar en bicicleta—. ¿Qué diablos hacéis aquí, Viktor? ¿Qué está pasando?

El ucraniano empezó a explicarme todo lo que había sucedido en mi ausencia, desde que nos habíamos separado en el ayuntamiento. Mendoza se unió a la conversación, de mala gana al principio, pero cada vez más emocionado a medida que me iba desgranando sus planes. El levantamiento del gueto era una obsesión para él, su plan más preciado. Y estaba a pocas horas de llevarlo a cabo.

Cuando estábamos a menos de cinco kilómetros de Gulfport, de repente, el conductor del camión dio un frenazo. El blindado que abría la marcha se había detenido y sus tripulantes asomaban por la ventanilla. En el cielo, a lo lejos, una bengala roja subía en el aire, seguida de otras dos más.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué significa eso?

El mexicano nos miró. Su rostro, habitualmente tranquilo, estaba pálido y demudado.

—Es el gueto —contestó, sin poder controlar la furia—. Es la señal de emergencia para una redada. Los Verdes han entrado.

—¿Cómo de mala es la situación? —preguntó Viktor.

—Malísima. De alguna manera han descubierto nuestros planes y han adelantado los suyos. —Mendoza sujetó el walkie-talkie y dio orden a la columna de avanzar a toda velocidad, antes de volverse de nuevo hacia nosotros—. Preparaos para pelear, si es que llegamos a tiempo. La liquidación del gueto ha comenzado.

44

—Alejandra, necesitamos más trapos —dijo Lucía—. Y unas cuantas botellas vacías. Se nos están acabando.

La mexicana se levantó y se acercó hasta una caja situada al fondo de la sala donde ellas dos y otra media docena de personas se afanaban preparando cócteles molotov. Cogió un fajo de tiras de trapos de algodón y un carrito lleno de botellas de cristal vacías y volvió con ellas a su puesto junto a Lucía.

Todo el gueto estaba lleno de pequeños talleres como aquél, donde los ilotas se preparaban para el inminente asalto al Muro del gueto. En algunos, como aquél, se preparaban cócteles molotov, y en otros habían montado rudimentarias fábricas de munición, pero estaba por ver su fiabilidad en el fragor del combate.

Viktor tenía razón
, pensó Lucía.
Casi no tenemos armas. Si no lo conseguimos a la primera nos aplastarán como a chinches
.

El buen humor de la muchacha había desaparecido por completo y en su lugar se había instalado una negra nube de amargura que no la abandonaba ni un solo momento. Los primeros dos días en el gueto los había vivido con excitación, permanentemente asomada sobre la muralla exterior, oteando el horizonte en busca de la menor señal de alguien volviendo a Gulfport. Se había pasado tanto tiempo encaramada en la valla, sin que le importase la lluvia constante ni los No Muertos que rugían bajo ella a pocos metros, que por un momento Pritchenko y Alejandra pensaron que la joven estaba a punto de perder el juicio. Sólo se bajó de la muralla cuando Mendoza se lo ordenó de forma tajante. Su presencia allí era un reclamo para las patrullas de la Milicia de Greene y en cualquier momento podía atraer preguntas incómodas. Preguntas que nadie quería responder a pocos días de que el gueto estallase en llamas contra sus opresores.

La excitación del principio se fue marchitando, junto con sus esperanzas, a medida que los días iban pasando. Aunque no quería reconocerlo, era perfectamente consciente de que a cada hora que pasaba las posibilidades de que él regresase eran menores. No se trataba tan sólo de los peligros del exterior, incontables y desconocidos, ni de la infección que sabía que corría por sus venas, sino de algo mucho peor. No tenía la certeza plena de que no lo hubiesen matado nada más bajar del tren. Ésa era una pesadilla que la despertaba por las noches, entre gritos, y después lo único que podía hacer era acurrucarse en su camastro, temblando y esperando a que la débil luz de la mañana le indicase que había llegado un nuevo día. Otro día sin noticias suyas.

Su cara, abotargada y con profundas ojeras, indicaba el infierno que estaba pasando. Había dejado de comer y se sentía como un cuerpo sin vida, ajena a todo y a todos. Finalmente, Alejandra se había plantado delante de ella una mañana y la había sentado en una de las líneas de producción.

—Necesitas ocupar tu cabeza con otras cosas —le había dicho—. Hazlo o te volverás loca por el dolor. No eres la primera que ha pasado por esto, ni serás la última. La gente lo enfoca de dos maneras distintas: o tratas de digerir ese dolor y transformarlo en algo pequeño y manejable, o dejas que ese dolor crezca tanto que al final te aplasta debajo de ti y no te deja respirar. Tú has cogido ese segundo camino, y créeme, sólo conduce a una vida gris, triste y sin futuro. Tienes que seguir adelante.

—No quiero seguir adelante —se había limitado a decir Lucía—. No sin él.

—Seguirás, claro que seguirás. —Alejandra le dio un apretón afectuoso en el brazo y le levantó el mentón para mirarla directamente a los ojos—. Tienes que seguir, por ti y por todo lo que representabais los dos juntos. Por él, y por su recuerdo. Pero, sobre todo, tienes que seguir porque no puedes abandonar, no a estas alturas. El futuro está muy cerca. Esta pesadilla va a acabar tarde o temprano y entonces el mundo será un lugar muy grande para muy poca gente. Y tú tienes que llegar hasta allí como sea. Así que siéntate y empieza a fabricar los pinches molotov como si te fuese la vida en ello. Deja la mente en blanco, si es necesario, piensa en cualquier otra cosa, ¡pero lucha por vivir!, o nada de lo que hayas hecho hasta ahora, por ti misma o con él, tendrá ningún sentido.

Y Lucía había bajado la cabeza y había comenzado a trabajar en silencio, tragándose las lágrimas y guardando el dolor en un cajón muy profundo y enterrado de su corazón. Pronto descubrió que el trabajo mecánico de la línea la ayudaba a mantener la cabeza a flote y aunque no le permitía olvidar, al menos estaba ocupada. Y aquello era lo que más necesitaba en aquel momento.

—¿Cómo pretenden abrir un hueco en el Muro? —le preguntó a Alejandra, mientras rellenaba con cuidado una de las botellas con medio litro de gasolina y virutas de jabón potásico.

—No tengo ni idea —replicó la muchacha—. Es un secreto que sólo saben unos cuantos. Se rumorea que en uno de los sótanos están juntando enormes cantidades de fertilizante y Dios sabe qué cosas más para fabricar un explosivo muy potente, pero no sé si es cierto. —Miró a los lados cautelosamente antes de seguir hablando—: Las paredes pueden oírnos.

—Espero que funcione, sea lo que sea, porque… —La joven se interrumpió de golpe. Habían sonado un par de disparos aislados. Todo el mundo en el taller levantó la cabeza, alarmados, y de repente una ráfaga larga sonó de nuevo, con el tableteo cruzado de varios fusiles de asalto de fondo.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Lucía, alarmada.

—No lo sé, pero no es bueno. —Alejandra pegó un salto y abrió con cautela una de las ventanas del piso superior de la casa.

Las ventanas estaban cerradas a cal y canto para impedir que nadie viese lo que sucedía en el interior, así que tuvo que luchar durante un rato con los cierres hasta que consiguió abrir la hoja de guillotina. Asomó la cabeza al exterior y casi al instante volvió a meterse dentro a toda velocidad.

—¡Toda la calle está llena de Verdes y de milicianos! —gritó, alarmada—. ¡Y traen camiones, docenas de ellos!

—¿Cuántos son? —preguntó un hombre alto y chupado, con una incipiente calva en medio de una madeja de rizos negros, mientras se metía en el cinturón un par de cócteles molotov de una caja.

—No lo sé, pero son muchísimos, más que nunca. Deben de haber enrolado a milicianos adicionales, porque están por todas partes.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuró una mujer, asustada—.
Gato
y la mayoría de los líderes están fuera de la ciudad y no queda casi nadie que pueda coordinar a los grupos.

—Tendremos que actuar por nuestra cuenta. —Lucía se quedó sorprendida al oír que aquellas palabras salían de su boca, pero al mismo tiempo sintió una sensación de paz interior como no había sentido en muchos días. Quería tomarse la justicia por su mano. Joder a aquellos que habían destrozado su vida. Que compartiesen un poco de su dolor—. ¿No hay manera de lanzar una señal? —preguntó.

—Sí, un juego de bengalas rojas —contestó Alejandra—. No sé dónde están, pero estoy segura de que alguien se encargará de eso de un momento a otro.

—Pues encarguémonos de repartir unos cuantos de éstos —dijo Lucía arrastrando un cajón lleno hasta los topes de cócteles molotov—. Y el primero de esos malnacidos que asome la nariz delante de nosotros que rece lo que sepa.

Cargaron los cócteles en las mochilas que tenían preparadas y salieron a la calle. Por todas partes sonaban disparos, gritos y el sonido de cristales y maderos rotos. Los Verdes se estaban empleando a fondo para limpiar los reductos más duros del gueto, y ya no tenían que disimular. Aquélla era la Gran Limpieza, y los que se resistiesen debían ser eliminados sin compasión. Las máscaras habían caído.

Un par de explosiones sacudieron la calle. De repente, el tableteo de armas de fuego alcanzó un paroxismo demoníaco y una enorme bola de fuego se elevó en la otra punta del gueto, en medio de un rugido devastador.

—¡Les están haciendo frente! —rugió el hombre alto, levantando un puño—. Eso que suenan son cuernos de chivo, no los M4 de los Verdes.

—Tenemos que darnos prisa —les urgió Alejandra—. No creo que tengan munición para sostener este tiroteo durante mucho tiempo. Necesitarán toda la ayuda que podamos darles. Dividámonos en varias direcciones y repartamos los molotov.

El pequeño grupo se dispersó en las cuatro direcciones. Lucía y Alejandra se fueron con el mexicano alto, que parecía estar muy seguro de por dónde ir. El fragor del tiroteo era generalizado y el cielo reflejaba el resplandor rojizo de una docena de incendios aquí y allá. Por todas partes corrían personas, muchas de ellas gritando asustadas, pero otras muchas provistas de una colección variopinta de armamento y con una mirada de determinación en los ojos que no admitía discusión.

—Cuando el ratón está acorralado en una esquina, se siente capaz de atacar al león —murmuró Lucía entre dientes.

—¿Qué dices? —preguntó Alejandra.

—Nada —contestó Lucía, sintiendo que un torrente de furia fría y dura como el hielo le inundaba las venas—. Repito algo que solía decir… Bueno, algo que solía decir él, ya sabes.

—Ya me lo contarás más tarde. —La mexicana le tiró del brazo—. ¡Ahorita tenemos que darnos prisa! ¡Corre!

Se oyó un chirrido de neumáticos cuando un camión pesado dobló la esquina, con un grupo de milicianos Verdes encaramados en su caja abierta. Habían sustituido la estrella blanca del ejército americano por la cruz verde de Greene, y avanzaban a toda velocidad, arrollando a las personas que se cruzaban en su camino. El conductor sonreía de forma sádica y hacía girar la dirección para embestir con las defensas reforzadas del camión a las personas que no eran lo suficientemente rápidas para alejarse de su trayectoria.

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