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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (20 page)

—¡Luz roja! —exclamó de golpe el piloto—. A partir de este momento nos quedan treinta minutos de autonomía.

—¿A cuánto queda el punto primario? —preguntó, ansioso.

—Deberíamos verlo dentro de un… ¡ahí está! —gritó el piloto, con entusiasmo, pero la emoción de su voz se truncó de golpe.

El aeródromo escogido, el pequeño aeropuerto de una ciudad de treinta mil habitantes, contaba con una única pista. En medio de ella, el inmenso esqueleto carbonizado de un gran avión comercial yacía atravesado. Era imposible tomar tierra allí. Trazando un amplio círculo en el aire, los aviones se dirigieron al siguiente aeródromo de la lista.

En los puntos número dos, tres y cuatro encontraron el mismo resultado. Cuando no eran restos carbonizados de aviones estrellados, eran docenas de No Muertos tambaleándose por la pista.

—Aterrice entre ellos —había ordenado Hong.

—Imposible, mi coronel —respondió el piloto—. Si tomamos tierra entre los No Muertos, alguno acabará aspirado por el efecto de succión de las turbinas. Entonces el motor explotará, nosotros volcaremos y acabaremos el viaje convertidos en una gran bola de fuego.

Y Hong había tenido que esperar hasta la pista número cinco, sintiendo cómo la ansiedad y el temor al fracaso le atenazaban la garganta.

19

El aeródromo de Titusville, California, nunca había sido gran cosa. Tenía una de las pistas más largas del estado, sin duda, pero muy pocos viajeros querrían aterrizar en una población de menos de tres mil habitantes situada justo al borde del desierto. Construida como pista militar de apoyo durante la Guerra Fría, el aeródromo había estado languideciendo durante años, sirviendo únicamente como pista de aterrizaje para pequeños vuelos locales y alguna ocasional carrera de dragsters.

Su aspecto después del Apocalipsis no era muy diferente del que tenía antes. En un costado de la pista, situada a un kilómetro del pueblo, media docena de esqueletos sin alas de DC-7 se pudrían lentamente sobre bloques de cemento, entre montañas de chatarra que en algún momento habían estado atornilladas a un avión. Al otro lado, una ruinosa torre de emergencia amenazaba con derrumbarse cada vez que una ráfaga de viento del desierto golpeaba la pista, cubriéndola con un manto de arena fina.

Sin embargo, aquella mañana, la pista de Titusville iba a tener la jornada más movida de toda su historia. Y la última.

Al principio tan sólo fue el ruido silbante de un montón de turbinas lejanas. A medida que el ruido se fue transformando en un estruendo, los cristales sucios y mal colocados de la torre de control comenzaron a vibrar como dientes cariados en una encía suelta, hasta que de repente, la silueta de un enorme avión de transporte, con una brillante estrella roja dibujada en la panza, seguido de otros cinco, apareció en el horizonte. Cada uno de los aparatos guardaba una distancia de unas cinco millas entre sí.

Los pilotos norcoreanos se enfrentaban a un difícil reto. Tenían que aterrizar aquellos transportes sin ayuda de ningún control de tierra, en una pista desconocida y cubierta por una fina capa de arena. Y con apenas un par de minutos para apartarse y dejar paso al siguiente aparato, lo que suponía que toda la maniobra tenía que ejecutarse con la precisión de un ballet.

El primer Ilyushin rebotó ligeramente al tomar tierra, pero el piloto era un profesional muy experimentado y consiguió detener la marcha del avión. Justo cuando llegaba al extremo opuesto de la pista y se hacía a un lado, el siguiente aparato comenzaba su maniobra de aproximación.

Todo fue perfecto con los cinco primeros aviones. Sin embargo, cada vez que uno de ellos se posaba, levantaba una enorme cantidad del polvo y arena del desierto depositada sobre la superficie de la pista. En condiciones normales, el siguiente aparato habría sobrevolado el aeropuerto durante unos minutos, hasta que aquella densa nube se disipase, pero el sexto avión no tenía suficiente combustible para esperar. Así que el piloto, casi sin opciones, decidió arriesgarse e iniciar la maniobra de aterrizaje.

Aquello fue un inmenso error.

El Il-62 impactó contra la pista en un ángulo incorrecto y al menos a sesenta millas por hora más rápido de lo aconsejable. A consecuencia de esto, el eje delantero del tren de aterrizaje se partió como una ramita y el morro del avión comenzó a arrastrarse sobre el asfalto levantando una cascada de chispas. Una de las alas se enganchó en la base de la torre de aterrizaje y arrancó de cuajo la estructura medio podrida. La parte delantera del Il-62 se levantó como si pretendiese dar una voltereta, rodó sobre sí mismo tres veces seguidas y finalmente explotó en medio de una enorme y cegadora bola de fuego.

Hong, desde la cabina de su aparato, contempló impotente todo aquello y lanzó una maldición. Aunque no había conseguido queroseno de aviación, se las había apañado para que le suministrasen suficiente diésel para sus transportes de tierra. Ahora, todas aquellas toneladas de precioso y caro combustible ardían con furia en el extremo de la pista, lanzando enormes oleadas de calor.

Esto complica las cosas
, pensó.
Tendremos que conseguir el combustible para los blindados por el camino
.

—No vale de nada lamentarse —murmuró para sí mismo—. ¡Kim!

—Sí, mi coronel. —El teniente Kim Tae-Pak era uno de los hombres de confianza de Hong, veterano de muchas incursiones en el vecino del sur.

—Comiencen a descargar los blindados —ordenó—. Esta maldita explosión debe de haberse oído en cincuenta kilómetros a la redonda. Quiero estar muy lejos de aquí cuando empiecen a aparecer curiosos, ya sean vivos o muertos.

El teniente saludó y se fue a cumplir sus órdenes. Hong miró a su alrededor, pensativo, mientras caminaba por la pista. Se agachó y recogió un puñado de arena. La observó durante un segundo y después dejó que se escurriese lentamente entre sus dedos.

Arena americana. Suelo americano. Estaban en el territorio del enemigo más odiado de su patria, y no había nadie que pudiese impedírselo. Hong sintió un escalofrío recorriendo su espalda. No sabía cómo acabaría aquella aventura, pero ya estaban haciendo historia. Por primera vez, en casi doscientos años, soldados de un país enemigo ponían pie en suelo americano. Estaban invadiendo Estados Unidos. O al menos lo que quedaba de aquel odiado país.

Veinte minutos más tarde, una larga caravana de quince vehículos blindados y dos bulldozer modificados abandonaban el aeropuerto de Titusville en dirección este. Tras ellos, todos los aviones de la fuerza aérea norcoreana ardían entre furiosas llamas.

Hong había quemado sus naves. Ante él, sólo las ruinas de Estados Unidos y millones de No Muertos se interponían en su camino a Gulfport.

20

Gulfport

Al día siguiente me levanté con la boca pastosa y un persistente dolor de cabeza. Me había quedado despierto hasta muy tarde, agarrado a una botella de whisky y bañándome en un mar de autocompasión. Viktor me había acompañado, sin abrir la boca, pero sabiendo que su mera presencia servía para aliviar un poco mi angustia. El ucraniano era consciente de que hay ocasiones en las que no se puede decir nada, y ésta era una de ellas.

Estaba atrapado en un dilema. Por una parte el mundo limpio y aséptico de Gulfport me resultaba tan repugnante como a Lucía, pero por otro lado sabía que permanecer allí era la única opción que teníamos. Solos en el páramo lleno de No Muertos en que se había transformado Estados Unidos no teníamos ni una maldita oportunidad.

—¿Qué piensas tú, Viktor? —le había preguntado a mi amigo.

Viktor removió la cucharilla de la taza de café que tenía en sus manos mientras ordenaba sus pensamientos. El ucraniano quería escoger cuidadosamente sus palabras.

—Cuando yo era pequeño vivía en un koljós en medio de la estepa. Tenía una escuela, un bonito edificio de madera pintado de rojo. Allí nos enseñaban que nuestra forma de vida era la máxima realización a la que podía aspirar el ser humano, que el espíritu soviético era la esencia del paraíso del trabajador. Por supuesto, no sabíamos nada de Occidente, excepto que era el enemigo de la Madre Patria. Un día, cuando tenía ocho años e iba camino de la escuela, vi cómo la policía se llevaba a un hombre. Al principio pensé que sería un ladrón, o algo por el estilo. —Pritchenko sonrió con tristeza, mientras aquel recuerdo de la infancia cobraba vida—. ¡Al fin y al cabo tan sólo tenía ocho años! Más tarde me enteré de que habían detenido a aquel hombre porque su hijo, que era un militar destinado en Berlín, había desertado a Occidente.

Viktor calló, por un instante, con su mente muy lejos de Gulfport.

—Siempre me pregunté qué podía haber motivado al hijo de aquel hombre a desertar, sabiendo que las consecuencias de su huida las pagarían sus familiares. Me preguntaba qué era lo que impulsaba a un hombre a tomar decisiones tan drásticas con consecuencias tan dolorosas. Y cuál era el punto de sufrimiento interno, o el grado de necesidad que debía de tener para tomar tal decisión.

El ucraniano levantó la cabeza y me miró directamente al rostro.

—Hoy sé mucho más de sufrimiento que entonces, como todos, pero también sé que para tomar una decisión drástica, una persona tiene que haber llegado a un punto en el cual no vea más alternativa, por muy duras que sean las consecuencias de su decisión. Creo que tú no has llegado a ese punto todavía, o que la responsabilidad que sientes por todos nosotros te pesa demasiado. —Pritchenko sacudió la cabeza—. Soy tu amigo, más allá de cualquier consideración, y daría la vida por ti si fuera preciso, pero al igual que te entiendo a ti, entiendo a Lucía. Pese a todo, quiero que sepas que, sea cual sea tu decisión, yo estaré contigo, a tu lado.

Emocionado, observé al ucraniano. Apenas había envejecido en los dos años que habían pasado desde que nos conocíamos y, excepto por aquellos dedos perdidos de la mano derecha y un puñado de arrugas alrededor de los ojos, seguía siendo el mismo individuo cascarrabias y algo loco que me había acompañado en medio de las ruinas del puerto de Vigo.

—Gracias, Prit —musité, con lágrimas en los ojos. Era un ruso medio chalado, pero aun así, una de las mejores personas que me había encontrado en la vida.

Pasamos media noche hablando de los viejos tiempos, riéndonos de todas las veces que habíamos burlado a la muerte y de las cosas que haríamos si algún día los No Muertos desaparecían para siempre. Finalmente nos quedamos dormidos mientras unos leños crepitaban en la chimenea.

Cuando me levanté, Pritchenko roncaba como una locomotora, tumbado sobre el sofá, con Lúculo arrebujado entre sus piernas.

Me arrastré hasta el baño y me di una larga ducha de agua hirviendo. Al salir, me afeité y me puse uno de los trajes que colgaban en un armario. Eran de una talla más grande que la mía, pero me sentaban bastante bien. Al verme con traje y corbata por primera vez después de tanto tiempo me sentí un poco raro.

Me acerqué hasta la puerta de la habitación de Lucía. Estaba cerrada a cal y canto. Golpeé suavemente con los nudillos, pero no me respondió.

—Lucía —le dije a la puerta cerrada—. Sólo quiero que sepas que lamento mucho si dije algo que te pudiese herir ayer por la noche. Todo lo que hago es para garantizar que podamos tener un futuro. Yo… —Me callé, sin saber cómo seguir—. Esta noche, cuando llegue, volveremos a hablar. Y entonces lo arreglaremos todo. Te quiero, amor.

Salí de casa sintiendo un enorme vacío. Había un precioso Lexus en el garaje, con las llaves en el contacto. Supuse que iba incluido en el lote de la casa; además, el ayuntamiento quedaba a demasiada distancia para ir andando vestido con traje y corbata, así que me subí y encendí el motor.

Mientras circulaba por las calles vacías me di cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que conducía un coche sin estar huyendo de algo o de alguien. Pese a todo, cada poco rato me sorprendía a mí mismo volviendo la cabeza desesperadamente o acelerando en los puntos más estrechos, como si temiese verme rodeado de una turba de No Muertos en cualquier momento.

El Apocalipsis me había cambiado. Me preguntaba si todos esos cambios eran buenos. Y si durarían siempre.

21

Cuando llegué al ayuntamiento, la señora Compton me esperaba entre un revuelo de funcionarios que entraban a trabajar.

—Buenos días —me dijo—. Espero que haya descansado bien, porque hoy le espera un montón de trabajo. El señor Wilcox era el encargado de gestionar la Oficina de Ilotas Hispanos, pero murió hace tres meses de un aneurisma mientras jugaba al golf. El señor Talbot, de la Oficina de Ilotas Negros, se ha estado encargando de gestionar los dos departamentos mientras tanto, pero no tiene ni idea de español y, la verdad, creo que lo ha dejado todo hecho un lío. Espero que usted sea capaz de apañarse entre todo este papeleo.

—¿Papeleo? —pregunté, algo confundido.

—Ya lo verá —contestó la mujer—. Sígame por aquí.

La señora Compton me condujo a un amplio despacho situado en la esquina noroeste del edificio. Cuando abrió la puerta sentí que se me caía el alma a los pies. Había montañas de carpetas y archivadores apilados en casi cualquier superficie sólida a la vista, algunas de ellas en un equilibrio tan precario que amenazaban con derrumbarse sobre nosotros.

—Anne Sue será su secretaria particular. —La señora Compton señaló hacia una chica rubia, de unos veintipocos años y expresión bovina, que me miraba con una sonrisita nerviosa desde una mesa cercana—. No dude en pedirle cualquier cosa. Está aquí para servirle.

Tras cinco minutos de charla con Anne Sue me convencí de que sería mejor no encargarle a aquella chica nada que fuese más complicado que hacer fotocopias o traerme un café. Aunque de indudable aspecto ario, lo cual la hacía perfecta para aquel trabajo según la escala de valores de Gulfport, el Creador se había olvidado de dotarla de cerebro cuando la concibió.

—Bien —dije—. Empezaremos por clasificar un poco toda esta montaña de papeles, para averiguar cuáles son los temas prioritarios y cuáles pueden esperar. Necesito que tomes nota del título de todas las carpetas y crees un índice. ¿De acuerdo?

Anne Sue me miró con expresión confundida, como si le hubiese pedido que se mease dentro de un vaso y después se lo hiciera beber a la señora Compton. Hasta dejó de mascar el chicle que tenía en la boca.

—Sabes lo que es un índice, ¿verdad, Anne Sue?

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