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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (23 page)

Los cincuenta «cazadores de güeros» pasaron los siguientes meses recorriendo la frontera, tratando de sobrevivir entre hordas de No Muertos que les acosaban de un lado y de otro. Poco a poco se fueron quedando sin munición, vehículos y alimentos. A medida que pasaban los días eran cada vez menos.

Y en aquel momento tan sólo quedaban ellos dos.

—Esta sopa tampoco está tan mala… —comentaba el
Chino
Cevallos, mientras sorbía ruidosamente una cucharada—. Creo que voy a… ¡Hey, cabrón! ¿Adónde va?

Mendoza saltó hacia atrás justo cuando la ventana situada sobre su cabeza explotó hacia dentro en una lluvia de cristales rotos y astillas de madera. Un hombre enorme, cubierto de sangre coagulada, intentaba entrar por el hueco mientras gemía de forma ininteligible. Al mismo tiempo dos mujeres y una niña habían aparecido de golpe por la puerta trasera, y un ruido en el porche delantero les advertía de que uno o más No Muertos se acercaban por esa dirección.

Es una encerrona
. Mendoza se maldijo a sí mismo por haberse descuidado de esa manera. Mientras calentaban aquellas malditas latas de sopa un grupo de No Muertos había rodeado la casa.

El
Chino
desenfundó su arma y voló la cabeza del hombre de la ventana con la frialdad de un profesional (antes del Apocalipsis había sido un pistolero del cártel de Tijuana). A continuación se volvió para hacer frente a las mujeres que ya se tambaleaban en medio de la habitación. Una de ellas había pisado la hoguera donde habían estado calentando la sopa, y las llamas le consumían la pierna derecha, cubierta de hilachas de hongos, pero no parecía ni darse cuenta. El
Chino
Cevallos disparó con rapidez tres veces, antes de que su Beretta se quedase atascada.

—¡Chinga a tu madre! —maldijo, mientras trataba de correr el percutor. Aquéllas fueron sus últimas palabras.

Dos o tres No Muertos introdujeron sus brazos por la ventana que había destrozado el Hombre Gordo y sujetaron al
Chino
Cevallos por la espalda. Antes de que Mendoza pudiese hacer nada, contempló, aterrado, cómo el cuerpo de su compañero desaparecía por el hueco. Un alarido ahogado, seguido de un ruido sordo, como de un trapo empapado cayendo al suelo, y las piernas del
Chino
dejaron de moverse, mientras una mancha oscura y húmeda se extendía por su entrepierna.

Carlos Mendoza no tuvo demasiado tiempo para entretenerse meditando sobre la suerte del antiguo pistolero, porque tenía sus propios problemas. Había disparado los dos últimos cartuchos de la escopeta de corredera contra un No Muerto que asomaba por la ventana, y mientras tanto, la única mujer superviviente (aquella a la que le estaba ardiendo una pierna) se le había echado prácticamente encima.

Mendoza sujetó la Mossberg como una maza y de un golpe seco abrió la cabeza de la mujer con un ruido sordo. Cerró los ojos instintivamente un segundo antes del impacto, para evitar que las salpicaduras le impregnasen las pupilas. Dos meses antes, uno de sus últimos compañeros se había infectado así, y se habían visto obligados a rematarlo sobre la marcha, pese a sus súplicas.

Notó cómo un chorretón de sangre fría y pastosa le salpicaba la cara. Un par de grumos resbalaron sobre su nariz, deslizándose lentamente. Carlos cerró la boca con fuerza y espiró aire, tratando de mantener despejadas las fosas nasales. El pánico le asaltó, con una sensación fría que encogió sus testículos al tamaño de dos canicas. Si dejaba que aquella sangre podrida entrase en contacto con alguna de sus mucosas estaba listo. Pero para evitarlo tenía que permanecer con los ojos totalmente cerrados, en medio del Carnaval del No Muerto Loco del Pueblo sin Nombre, al menos hasta que fuese capaz de limpiar por completo toda aquella miasma contaminada. Un plan horrible.

Cojonudo, Carlitos, peleando a ciegas con tres de estos podridos, sin poder abrir los ojos ni respirar. ¿Puedes chingarla un poco más, compadre?

Carlos se arrojó al suelo y comenzó a gatear a ciegas, tropezando con piernas de No Muertos mientras se deslizaba con la velocidad de una anguila. Notaba manos torpes en su espalda, tratando de sujetar su ropa, pero Mendoza se sacudía como un mastín enloquecido, abriéndose paso a ciegas. Sus manos barrían la tarima destrozada, buscando la cantimplora que había dejado apoyada sobre su mochila.

Tengo que lavarme la cara, tengo que lavarme la cara, tengo que… ¡JODER!

Carlos fue incapaz de contener un grito al apoyar su mano sobre una brasa de la hoguera que se había dispersado por todo el suelo de la habitación con la refriega. De repente, sus dedos se cerraron sobre la lata de sopa que estaba a punto de comerse cuando empezó el asalto. Sin pensárselo dos veces, se la arrojó sobre la cara.

El espeso caldo le abrasó la piel, pero arrastró toda la mugre que había salido proyectada del cerebro de la mujer. Mendoza aulló de dolor, mientras frotaba con furia, retirando hasta el último gramo de materia gris de su rostro. Abrió los ojos con esfuerzo, y casi al instante deseó no haberlo hecho. La Mujer Ardiente se había transformado en una pira sobre el suelo y había propagado las llamas a media habitación. Un par de brasas de la hoguera habían salido disparadas contra un montón de periódicos viejos apilados y aquel montón de papel apolillado se había encendido como la yesca, llenando la sala de humo, mientras las llamaradas lamían el techo de madera.

Esto va a arder hasta los cimientos
, pensó con furia mientras la cara no dejaba de latirle, dolorida y achicharrada.

Retrocedió hasta la salida, retorciéndose de dolor. En medio del humo tropezó con una figura. Mendoza le dio un empujón y aquella cosa cayó hacia atrás con un gruñido. Un destello de claridad le indicó la dirección de la puerta. Iba a conseguirlo.

Voy a conseguirlo
.

Fue tan sólo por un segundo. Si se hubiese asomado un segundo antes, aquel No Muerto (que atendía al nombre de Charles Richmond cuando aún estaba vivo, un viejo encantador, cariñoso con los pocos niños del pueblo, veterano de la guerra de Corea y Estrella de Bronce) habría estado demasiado lejos. Y un segundo después el No Muerto ya se habría alejado, huyendo de las llamas. Sin embargo, Carlos Mendoza asomó su cabeza enrojecida de la casa justo en aquel instante. Y el señor Richmond (aunque ya no era, ni de lejos, el viejo señor Richmond) le dio una profunda dentellada en el hombro con los pocos dientes que le quedaban.

Carlos gritó, en una mezcla de dolor, miedo y furia. Sujetando al viejo señor Richmond por los hombros, lo levantó y lo arrojó dentro de la tienda en llamas (algo que no le resultó muy difícil, pues Carlos Mendoza era un hombre alto y musculoso y el señor Richmond, incluso cuando estaba vivo, ya no era más que un anciano encogido y tembloroso de no más de cincuenta kilos).

El mexicano se volvió para estudiar su herida. Era una incisión pequeña, pero profunda. Uno de los dientes medio podridos del señor Richmond se había quedado incrustado en la piel de Mendoza, clavado profundamente en su carne. Tiró de él hasta que lo sacó y lo arrojó al suelo.

Estoy acabado. Es el fin
.

Carlos Mendoza, el hombre que había sobrevivido al resto de sus compañeros, se derrumbó sobre el polvo de la calle. Estaba exhausto y, además, estaba condenado. Que acabasen con él cuanto antes. Sería mucho más piadoso que levantarse al cabo de un rato convertido en uno de ellos.

La madera de la casa ardiente crepitaba a medida que las llamas la iban devorando. De vez en cuando sonaban pequeñas explosiones, como disparos, cuando los nudos resinosos del piso eran consumidos por el fuego. Aquellos petardazos punteaban el sueño de Carlos, a medida que se iba deslizando hacia la inconsciencia.

Petardazos como disparos.

Como disparos.

Disparos. Eran disparos.

Carlos Mendoza trató de incorporarse, pero estaba demasiado débil. De repente, una sombra se proyectó sobre su cara. Un No Muerto le contemplaba a contraluz, listo para abalanzarse sobre él.

Está bien. Que acabe todo de una vez
.

De repente, el No Muerto se inclinó sobre él, palpó todo su cuerpo y chasqueó la lengua. Cuando Mendoza pensaba que aquello no podía ser más sorprendente, el No Muerto levantó la cabeza y gritó:

—¡Eh, aquí hay uno que está vivo!

—¡Ha salido de esa casa en llamas! ¡Joder! —dijo otra voz.

—Y no sólo eso —replicó la primera mientras acercaba una cantimplora llena de un líquido espeso a la boca del mexicano—. Toda la calle está llena de No Muertos reventados. Este cabrón vende muy cara su vida.

—Sus vidas, querrás decir —replicó el otro con voz jocosa—. Si ha sobrevivido a esto, tiene más vidas que un gato.

24

Mendoza se incorporó de golpe en su camastro, empapado en sudor. Por unos instantes fue incapaz de orientarse, mientras su mente se desprendía de las últimas telarañas del sueño.

Otra vez. He vuelto a soñar con eso otra vez
.

Se levantó y con cuidado de no pisar a nadie se acercó hasta el barreño lleno de agua. Todas las noches, desde el día que había llegado a Gulfport, la escena del día en que había sido rescatado le asaltaba en sueños. El mexicano sumergió la cabeza en el barreño y después levantó la cabeza de golpe, proyectando su pelo hacia atrás.

Es sólo un sueño. Un maldito recuerdo que vuelve, una y otra vez
.

No había pasado ni una noche desde que había llegado a Bluefont sin que el recuerdo del día en que una patrulla errante de ilotas le había encontrado agonizando asaltase su mente. Era su monstruo particular, su sombra del pecado.

Me acompañará mientras viva. Cuanto antes lo acepte, mejor
.

Carlos Mendoza odiaba Gulfport y todo lo que representaba. Su odio tenía la fuerza y la intensidad de la llama de un soplete, y era esa ira lo que le mantenía vivo y le permitía seguir adelante. Era adicto al Cladoxpan desde el día en que aquel anciano No Muerto le había mordido. No era el único; de hecho eran muy pocos los habitantes de Bluefont que no necesitaban de aquella extraña bebida para sobrevivir. Carlos no podía vivir sin ella, pero aquella vida de esclavitud física le resultaba odiosa, casi tanto como las redadas en el gueto.

Se puso rápidamente una chaqueta militar y se abrochó las botas. Después se trenzó el largo pelo mojado en una coleta que le caía por la espalda y evitando hacer ruido salió de la habitación que compartía con otras siete personas. Era un jefe de grupo, y por derecho le correspondía una cama (la única cama de la habitación, en realidad, lo cual le venía muy bien para echar un polvo rápido de vez en cuando), pero aquel día se lo había cedido a la mujer embarazada de un brasileño del cual no sabía ni siquiera el nombre. Carlos siempre se preguntaba cómo diablos aquellos dos habían acabado tan lejos de su país. En la mente del mexicano, incluso con No Muertos, cualquier playa brasileña era mucho mejor que aquel agujero dejado de la mano de Dios.

Bajó las escaleras y cruzó la calle a la carrera. La lluvia arreciaba, inundando el asfalto de Bluefont, que hacía tiempo que había perdido el fabuloso estado que tuvo en su día. Enormes socavones aquí y allá se transformaban en piscinas bajo la lluvia, y el mexicano tuvo que sortearlas con cuidado antes de llegar a la puerta del Gallo Rojo, una de las varias cantinas clandestinas del gueto.

Al entrar, una bofetada de calor humano, áspero y húmedo le asaltó la nariz. Olía a ropa mojada, sudor, tabaco y alcohol. Aunque en el gueto faltaba casi de todo, cada vez que salían de expedición para abastecer a la Ciudad Blanca de Gulfport, varias cajas se «perdían» antes de llegar al almacén, por lo que las bebidas alcohólicas y el tabaco circulaban con facilidad. Incluso se había organizado una especie de mercado negro entre los dos lados de la valla, ya que el reverendo Greene no veía con buenos ojos que «el humo de Satanás y la sangre de Belcebú» entrasen en Gulfport.

—Hola,
Gato
—le saludó afectuosamente la camarera, una mujer gruesa y de grandes pechos que parecían mantener el escote de su vestido al límite de su resistencia—. Menuda nochecita, ¿verdad?

—Y que lo digas, Morena —replicó el mexicano mientras se sacudía el agua de la ropa. Muchos de los clientes le saludaron y, sin que él lo pidiese, le hicieron un hueco en la barra—. Dame una botella de tequila y consígueme algo para comer, preciosa.

La mujer puso una botella de José Cuervo delante de Mendoza y un plato de frijoles que parecían haberse peleado con el mundo.

—Vamos —se quejó Carlos Mendoza—. ¿No tienes nada mejor?

—Es lo que hay, Carlitos —replicó la otra, dándole un palmetazo en la mano—. Bebida, mujeres y tabaco, todo lo que quieras, pero de esto vamos justos.

El mexicano se encogió de hombros, resignado, y vació de un trago el primer chupito de tequila de la noche. Quince minutos más tarde, con los frijoles en el estómago y un cuarto de botella de tequila calentándole el cuerpo, empezó a sentirse bien por primera vez desde que se había despertado en medio de la noche.

Y fue entonces cuando su vida comenzó a complicarse de verdad.

La puerta de la cantina se abrió de golpe por segunda vez en la noche y una ráfaga de viento y lluvia se coló dentro del local, haciendo temblar las llamas de las lámparas de aceite que iluminaban el recinto. Varios clientes gruñeron y se quejaron, pero las dos figuras de la puerta no parecían decididas a entrar. Finalmente, la más baja de las dos cruzó la puerta, arrastrando a la otra.


!Gato!
—dijo la más baja—. ¡Por fin te encuentro, pendejo! Tengo una sorpresa para ti,
wey
.

Mendoza se quedó clavado en la silla, preguntándose si el tequila no le estaría provocando alucinaciones. Y es que junto a Alejandra se erguía la figura de Lucía, con la ropa empapada pegada a la piel, los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada de cierva asustada en los ojos.

—Por favor, señorita. —El mexicano se bajó del taburete y sin apartar la mirada de Lucía abrió un espacio en la barra—. ¡Morena! Trae algo caliente para mi amiga, y una maldita toalla para que se pueda secar.
!Órale!

—Te he encontrado —murmuró Lucía mientras se secaba la cara, demorándose con la toalla. Notaba las miradas de todos los clientes del local clavadas en su espalda. La mayoría de las expresiones eran de estupefacción, pero unas cuantas eran torvas, algunas incluso desafiantes. La joven fue dolorosamente consciente de que su piel era la más blanca de toda la sala.

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