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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (27 page)

¿Hongo? ¿Cultivo? ¿De qué diablos hablaba?

—¿Por qué no intenta explicarse, doctor Ballarini? —Puse mi mejor voz de interrogador dotado de autoridad, fingiendo tomar notas. Cuanto más tiempo pensase Ballarini que estaba allí en una inspección oficial, mejor que mejor.

—La cepa 15b no es más que la primera cepa operativa de una variación sobre la que empezamos a investigar en Atlanta. —El médico se sentó de nuevo mientras se lanzaba de carrerilla a contarme una historia de la que sin duda estaba muy orgulloso. Sospechaba que no era el primero en oírla y que disfrutaba con la posibilidad de tener un nuevo auditorio.

—Yo ya estaba en Atlanta cuando la pandemia comenzó —relató Ballarini—. Había sido becado por la Universidad de Bolonia y estaba estudiando una mutación del virus de la gripe asiática. Sin embargo, cuando comenzó todo, nos pidieron que todo el personal presente en los laboratorios, ya fuesen residentes o invitados como yo, nos dedicásemos por completo a investigar sobre el TSJ. Nadie se negó, por supuesto. Era una enfermedad nueva, y por lo tanto, fascinante. Las posibilidades eran enormes.

No me sorprendió aquel enfoque tan académico. Al fin y al cabo, estaba delante de un investigador. Un virus nuevo era la puerta abierta a un premio, una cátedra, publicaciones… aunque el TSJ acabó con todo eso en su primera semana de vida libre.

—Al principio no podía creer lo que veíamos. Era tan… perfecto. —Los ojos de Ballarini brillaban de excitación—. No sé quién lo creó, y no creo que lo sepamos nunca, pero el TSJ es una auténtica maravilla. Une las mejores partes del Ébola, de la gripe y de tres cepas víricas más que no tienen nada que ver entre sí, y no sólo no se rechazan, sino que encajan con una precisión únicamente al alcance de un orfebre…
È un lavoro dell’arte magnifica
. ¿Me comprende?

—Le comprendo, le comprendo, pero el Cladoxpan… —dije, tratando de ganar tiempo.

—Todo a su momento, todo a su momento. —Ballarini rememoraba; tenía la mente en otro lugar—. Cuando nos facilitaron las primeras muestras, no sabíamos cuál era su efecto. Tan sólo cuando nos trajeron a unos cuantos soldados infectados desde Ramsteim empezamos a comprender que aquello era más grande de lo que podíamos abarcar.

—Y tan grande —murmuré para mí, irónico.

—¡Usted no lo comprende! —El tono de voz del médico se elevó dos octavas—. En aquel laboratorio estábamos sesenta de los cien mejores virólogos del mundo, y durante casi un mes no hicimos más que dar palos de ciego. El TSJ era una máquina tan perfecta que nada de lo que intentábamos para atajarlo funcionaba. ¡Nada funcionaba! Era como tratar de resolver un puzle de miles de piezas con los ojos vendados y sin saber si teníamos todas las fichas. Resultaba frustrante. —Ballarini dio un puñetazo sobre la mesa al recordar todo aquello—. Frustrante.

—Bueno, pero al final, el Cladoxpan…

—El Cladoxpan, por mucho que me duela decirlo, surgió casi por casualidad. —El doctor se colocó las gafas sobre el puente de la nariz—. ¿Sabe usted qué es un
Cladosporium?

—Pues lo cierto es que no tengo ni idea, doctor.

—Es un hongo, un género de hongo de los más comunes que pueda usted imaginar. Es tan común que no resulta extraño que se produzcan contaminaciones por
Cladosporium
en los laboratorios. Y eso fue precisamente lo que sucedió. Un trozo de carne en una placa de Petri se contaminó con el hongo, y nadie se dio cuenta. Cuando más tarde, en una batería de potenciales vacunas, inoculamos TSJ en más de ciento cincuenta placas de Petri, tan sólo en una de ellas el virus no pudo multiplicarse. ¿Adivina en cuál fue?

—¿En la del hongo? —aventuré, sabiendo de antemano la respuesta.

—Efectivamente. Por algún motivo, la presencia del
Cladosporium
, mezclado con la cepa 7n de la vacuna, ralentizaba la infección del TSJ casi hasta detenerla… pero no lo eliminaba. Estábamos trabajando en eso cuando el Punto Seguro de Atlanta se derrumbó y nos evacuaron a todos del CDC.

—¿Y cómo acabó usted aquí?

—En el caos de la salida de la ciudad, nuestro transporte, junto con otros seis más, se separó del resto del convoy. No sé qué ha sido de los demás, porque se dirigían hacia Austin, en Texas, y por lo que me han comentado, los vuelos fotográficos recientes han confirmado que Austin ya no existe. Vagábamos sin rumbo cuando oímos la señal de la Emisora Cristiana de Gulfport. Era la única señal que seguía en el aire, así que decidimos probar suerte… y aquí estamos —concluyó el médico, con un gesto teatral.

—Y desde entonces están produciendo esa cepa 15b…

—El Cladoxpan, eso es. Es la cepa más estable de todas las que hemos desarrollado hasta ahora.

—Y es un líquido —aventuré.

—No exactamente. El Cladoxpan no es más que el subproducto de la proliferación del hongo genéticamente modificado en una base de agua. —La voz de Ballarini se llenó de orgullo—. Ésa es mi auténtica aportación. He conseguido que la producción de ese subproducto sea algo fácil, industrial y poco costosa, mediante la modificación proteínica. Para conseguir cincuenta mililitros de Cladoxpan se necesitaban cinco días. Ahora podemos fabricar cincuenta litros por hora.

—¿Cómo se hace eso? —pregunté, asombrado.

—Sígame. —Se levantó de su silla y salimos del laboratorio. Una vez mas, miré mi reloj. El tiempo corría, inexorable, pero estaba muy cerca de hacerme con un par de litros de Cladoxpan, al menos. Merecía la pena correr el riesgo.

El doctor me llevó hasta la planta baja del edificio, donde no hacía mucho tiempo había estado la cámara acorazada del banco. Habían retirado las puertas blindadas y en su lugar habían instalado una enorme sala industrial en la que se alineaban, como enormes sarcófagos, varios barriles de acero inoxidable.

—Los rescataron de una destilería de bourbon —me explicó el investigador—. No es lo más ortodoxo para una investigación, por supuesto, aunque cumplen su cometido a las mil maravillas.

—¿Funciona?

—Lo cierto es que el Cladoxpan podría fabricarse hasta en un cubo de plástico, si se dan las condiciones adecuadas de humedad y temperatura. Con 37 ºC la cepa comienza a producir Cladoxpan.

Me asomé a uno de los tanques y tuve que contener una exclamación. En el fondo del recipiente de acero, sumergida en cientos de litros de agua, descansaba una forma bulbosa de color blancuzco, llena de nódulos y ramificaciones, del tamaño de un cerebro. Aquella cosa tenía un aspecto extraterrestre y de vez en cuando segregaba una especie de suero blanquecino que, en contacto con el agua, se transformaba de inmediato en una sustancia lechosa que, más densa, acababa en la superficie de la cuba.

—Eso es una cepa de 15b sumergida en agua con glucosa —señaló Ballarini, orgulloso—. Con una de este tamaño se podría generar suficiente Cladoxpan para cincuenta personas durante décadas. Y lo mejor de todo es que si le arrancamos un pedazo y la sumergimos en otra cuba, al cabo de tres meses tendrá el mismo tamaño que ésta. Es autorreplicante, como el bacilo del kumis o del kéfir.

—O sea, que podría fabricarlo cualquiera, en cualquier parte. —Las implicaciones de aquel descubrimiento eran enormes. Con el Cladoxpan, el TSJ se transformaba en una infección residente, algo así como un resfriado crónico…, con el pequeño matiz de que si cesabas de consumir el antígeno estabas condenado.

—Eso es —concedió Ballarini.

—Debería distribuir esto por todo el mundo de inmediato, doctor.

—¡Ni hablar! No hasta que hayamos desarrollado una versión definitiva y la hayamos patentado. No pienso permitir que otro se lleve el mérito de mi investigación.

—Pero, doctor… ¡Ese mundo ya no existe! —supliqué, angustiado. Sin embargo, nada de lo que le dije a lo largo de los siguientes diez minutos hizo cambiar de opinión a Ballarini. El científico era un auténtico genio, pero como muchas mentes brillantes, vivía de espaldas a la realidad. Para él, el mundo empezaba y terminaba en las cuatro paredes de su laboratorio, y no había más que hablar.

—Bien, pero por lo menos permítame que me lleve unos cuantos litros de Cladoxpan. —Tenía que largarme de allí cuanto antes. Me había parecido oír una explosión a lo lejos, y algo me decía que se avecinaban problemas.

—¿Para qué los quiere? —preguntó Ballarini—. Usted no está infectado de TSJ.

Gemí, desesperado. Hablar con aquel tipo era como hacerlo con una pared. De repente oí que alguien entraba en la sala de investigación.

—Estate muy quieto, cabronazo. Como te muevas una sola pulgada te meto media docena de balas en los sesos antes de que puedas respirar. —Cuando la voz que pronunció aquella frase sonó a mis espaldas, noté que se me caía el alma a los pies. Estaba jodido y bien jodido. Me di la vuelta, lentamente, con el rostro crispado.

—Hola, Grapes —saludé, cortés, mientras observaba al líder de los Arios, acompañado de dos Guardias Verdes armados con M16.


Porca putanna, figlio di troia, ma che cazzo vuoi?
—El doctor Ballarini se volvió hacia mí, escupiendo las palabras. No quedaba nada del agradable y educado científico con el que estaba conversando cinco minutos antes. La transformación era tan sorprendente que sólo podía obedecer a algún tipo de desequilibrio. El peligro imaginario de ver que otro se apoderaba de su trabajo le alteraba tanto como para perder el control.

—No deberías haber venido, sobre todo después de que las cámaras de seguridad te grabasen abriendo la caja fuerte de un departamento que no es el tuyo, pedazo de gilipollas —apostilló Malachy Grapes, con una siniestra sonrisa y las manos colgadas en su cinturón.

El Ario estaba disfrutando con la escena. Me recordaba al típico abusón del colegio cuando acorrala a una de sus víctimas, pensando cómo hacerle sufrir. Probablemente, esa escena había sucedido en su vida en más de una ocasión.

—No soy ningún idiota, ¿sabes? —Grapes arrastraba las palabras al hablar. Daba la sensación de estar algo colocado, pero con todos los sentidos alerta—. Desde que llegaste, supe que no eras trigo limpio. El informe del capitán del barco ya decía que cuestionabas algunos métodos. Has estado bajo vigilancia todo el rato, imbécil.

—Mire, Grapes, esto no es lo que parece. Todo es un malentendido, y estoy de acuerdo en que no encajamos aquí. Así que lo mejor será que nos vayamos cuanto antes, ¿vale? —Mientras hablaba me iba acercando lentamente hacia la puerta de salida, pero los dos Arios se colocaron de forma estratégica. No tenía ni la más remota posibilidad, a no ser que los distrajese con algo. Pero ¿con qué?

Ballarini me miraba, confuso. Hasta apenas un minuto antes, el científico estaba convencido de que yo era un colaborador de Greene y, de repente, Grapes aparecía diciendo que era un espía traidor. Su rostro pasó por varios colores hasta llegar al púrpura intenso cuando cayó en la cuenta de que le había engañado como a un niño. Con un rugido, Ballarini se me echó encima, tratando de golpearme. El doctor era un genio científico, pero no tenía ni idea de cómo pelear. Paré su golpe con insultante facilidad y le propiné un empujón que hizo que cayese sobre Malachy Grapes, que en esos momentos subía la escalera. Ambos cayeron en un montón confuso de brazos y piernas, entre gruñidos ahogados de dolor.

Aquél era el momento que estaba esperando. Aprovechando que todas las miradas se concentraban en la figura desmadejada de Grapes, me lancé en un ágil quiebro hacia la derecha, tratando de sorprender al Guardia Verde apostado más cerca de mí. El Ario lanzó su brazo tratando de interceptarme, pero yo ya me había escurrido por el hueco de la pared.

Si hubiese sido un héroe de acción, el otro guardia se habría quedado con un palmo de narices mientras lo esquivaba. La culminación perfecta de un plan ingenioso.

El problema es que en la vida real los héroes de acción no existen.

El otro guardia impactó contra mí con un placaje digno de un partido de la liga de fútbol americano. Mis ochenta kilos de peso resultaban ridículos comparados con los ciento cuarenta kilos de Ario cabreado que me enganchó por las rodillas y me arrastró dos metros hasta que chocamos contra una de las cubas. Mi cabeza se golpeó contra una de las aristas de acero que sujetaban los depósitos, y por un instante una explosión de luz blanca acompañada de un intenso dolor ocultó cualquier otra imagen en mi retina.

Traté de incorporarme, pero Malachy Grapes aprovechó aquel instante para acercarse hasta mí, con una expresión de satisfacción perversa en el rostro.

—Tenía ganas de hacer esto desde que nos conocimos, listillo —gruñó—. Nunca me han caído bien los abogados.

Entonces me propinó una patada en la cabeza que me hizo ver remolinos de colores por unas décimas de segundo. Después, una enorme ola de oscuridad se tragó la luz y yo me desmayé.

28

¿Qué podría haber peor que ser inmortal y tener que comportarse correctamente?

R AMEAU Platée

Cuando abrí los ojos lo primero que noté fue una sustancia pegajosa sobre mi cara. Por un segundo pensé que habían vertido sobre mi cabeza el suero base del Cladoxpan, pero cuando una gota cayó en mi boca, enseguida noté el sabor cobrizo de la sangre. Mi sangre.

Tenía una brecha de un tamaño considerable en la cabeza, a consecuencia del golpe. Y no estaba muy seguro, pero me daba la sensación de que uno de mis dientes estaba un poco más flojo que antes. Por no mencionar que apenas podía abrir el ojo derecho. Definitivamente, me habían zurrado bien.

Estaba sentado en una silla, en el despacho de Greene. Por la luz que entraba a través de la ventana me di cuenta de que era tarde, muy tarde. Angustiado, comprendí que el sol estaba a punto de ponerse. Si no conseguía salir de aquel lío cuanto antes, no llegaría a tiempo al punto de encuentro en nuestra casa. Un aparato de aire acondicionado ronroneaba en algún lugar cercano, pero estaba a solas. Tenía las manos esposadas a mi espalda, de tal forma que no podía levantarme sin arrastrar el asiento. Moví las muñecas y oí el tintineo de una cadena. Grilletes de presidiario. Con los Arios de por medio, debí haberlo sospechado.

Estuve en esa posición durante un rato, tratando de pensar algo positivo. No tardé mucho en descubrir que resultaba muy difícil. Por lo menos alguien había tenido el detalle de sacarme la corbata, para que pudiese respirar mejor. Mi traje nuevo estaba arruinado, empapado de sangre y desgarrado en tres o cuatro sitios. Como si eso fuese a importarme demasiado.

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