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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (26 page)

Al girar una esquina me tropecé de golpe con la señora Compton. La rechoncha secretaria del reverendo me contempló con suspicacia.

—Ah,
señor
, acabo de hablar con Ann Sue. Me ha dicho que no se sentía usted demasiado bien y que se iba para casa. Lo cierto es que tiene mal aspecto.

Sonreí tembloroso. Tenía el rostro lleno de sudor, y sospechaba que parte del polvo de aquel cuartucho debía de haberse depositado sobre mi piel, dándome un aspecto grisáceo. Sin duda un aspecto poco tranquilizador.

—Debería pasar por el hospital, antes de irse a casa. Puede que esté incubando una gripe, o algo por el estilo.

—Oh, no creo que sea necesario —me excusé—. Esto es algo que se cura solo. Además, el hospital está en la otra punta de la ciudad, por lo que he podido ver, y seguro que pierdo más tiempo en ir y esperar allí que en…

—Insisto en que le vea un médico —me interrumpió la señora Compton. De repente, el rostro de la secretaria se iluminó—. ¡Espere un momento! No será necesario que vaya al hospital.

—¿Ah, no? —murmuré, esperanzado. El tiempo corría y tenía que deshacerme de aquella pesada cuanto antes sin levantar sus sospechas.

—Tengo una idea estupenda —dijo la señora Compton mientras me cogía del brazo y prácticamente me arrastraba por el pasillo—. En el ala sanitaria del ayuntamiento están los médicos del equipo del doctor Ballarini. Aunque sea un italiano papista es una excelente persona y un gran médico. Estoy segura de que no le importará echarle un vistazo, pese a lo ocupado que está con su trabajo. El reverendo le tiene en gran estima, ¿sabe?

—¿Y eso por qué? —pregunté.

—Ballarini y su gente llegaron del CDC de Atlanta a las dos semanas de haber cerrado el Muro en torno a Gulfport, alabado sea el Señor. Fue una suerte que una patrulla de nuestros chicos los encontraran ahí fuera. Esas criaturas del Anticristo, esos No Muertos, los habrían reducido a trozos de carne en pocos días. Los científicos siempre están pensando en sus cosas y no se fijan en lo realmente importante. —La secretaria frunció el ceño—. Y estoy segura de que ni siquiera rezan lo suficiente.

—¿Científicos? —Comenzaba a sospechar que la pieza que me faltaba del puzle estaba a punto de encajar—. ¿Y por qué son tan importantes?

La señora Compton me miró con los ojos muy abiertos, como si sospechase que le estaba tomando el pelo.

—¿No lo sabe? —me preguntó—. El Cladoxpan es cosa de ellos. Ha sido Ballarini y su equipo quienes lo han desarrollado.

La impresión que me causó aquella revelación me dejó en silencio durante un buen rato, mientras la mujer me arrastraba por pasillos y escaleras. El Cladoxpan. Aquel producto misterioso que permitía ralentizar la infección del TSJ, pero que era incapaz de curarla. Me había estado rompiendo la cabeza, pensando cómo un predicador fanático como Greene había llegado a poseer semejante producto, pero sólo en ese momento lo comprendí. El CDC de Atlanta era el centro de investigación vírico más importante del mundo antes del Apocalipsis. Se suponía que únicamente en algún lugar desconocido de la antigua Unión Soviética podría existir algún lugar con instalaciones y conocimientos semejantes. Si en algún sitio se podía encontrar un remedio contra el TSJ era allí.

Y resulta que un equipo de aquel centro había acabado en Gulfport después de que Atlanta fuese arrasada. Desde luego, había que reconocer que el jodido Greene había tenido suerte. Con aquella gente en sus manos, le había tocado la Lotería Más Grande del Mundo.

Mientras pensaba todo esto, habíamos llegado a una puerta custodiada por dos Arios de la Guardia Verde. Los dos
skin heads
descansaban tras una mesa, con un aspecto muy poco formal. Uno de ellos ojeaba con aire aburrido un viejo ejemplar de
Playboy
, mientras el otro se dedicaba a limpiarse meticulosamente las uñas con un mondadientes. Tenían un aspecto aburrido en aquel pasillo, y sospechaba que ése era uno de los peores destinos al que un Ario podía ser destinado dentro de la ciudad. Sin embargo, el par de M16 apoyados sobre una mesa y los pesados revólveres que colgaban de sus cinturones hacían que cualquier objeción sobre su aspecto quedase en un segundo plano.

—Señora Compton, buenos días, señora. —Al ver a mi acompañante, el Ario de la revista la hizo desaparecer debajo de la mesa a tal velocidad que por un instante pensé que se había volatilizado. El otro tipo, el de las uñas, arrojó el mondadientes al suelo y se puso en pie, obsequioso.

—Buenos días, chicos. ¿Cómo estáis? —dijo Compton, observándolos con los brazos en jarras—. No os habréis metido en ningún lío estos días, ¿verdad?

—No, señora Compton —respondieron ambos a dúo. Resultaba cómico contemplar a aquellos dos tipos brutales y tatuados comportándose como niños regañados ante la figura pequeña y regordeta de la señora Susan Compton.

—¿Ah, no? —contestó ésta, hiriente—. Entonces me pregunto por qué el señor Grapes os ha endilgado esta guardia. Seguro que no ha sido por vuestra belleza sin par.

Los dos Arios farfullaron una respuesta ininteligible mientras agachaban la cabeza. De golpe comprendí que a quien temían no era a la señora Compton, sino a lo que ésta pudiera contarle al reverendo Greene o a Malachy Grapes, el líder de los Arios.

—Tengo que pasar a ver a Ballarini y su gente. Abridme, por favor.

—Verá, señora Compton —murmuró uno de los Arios—, no hay problema en que usted pase, pero este hombre —el tipo levantó el brazo y me señaló, como si hubiese alguien más allí y fuese necesario aclarar a quién se refería— no puede pasar. No está autorizado.

—Tonterías. —La señora Compton movió la mano como si apartase una mosca molesta—. Este caballero trabaja en el ayuntamiento. Lleva la Oficina de Ilotas Hispanos. Y además es el jefe directo de mi sobrina Ann Sue. Yo respondo por él.

Los Arios la miraron confusos durante unos segundos. Finalmente, el tipo de las uñas, que parecía llevar la voz cantante, se encogió de hombros.

—De acuerdo… si usted lo ordena —dijo mientras sacaba un pesado fajo de llaves y abría las tres cerraduras de la puerta—. Pero tienen que firmar en el registro.

Obediente, estampé mi firma en el registro, justo debajo de la de la secretaria de Greene. A continuación, cruzamos el umbral mientras me preguntaba con qué demonios me iba a encontrar un poco más allá.

27

Lo primero que noté al caminar por aquel pasillo fue el olor. Era un olor dulzón, con un punto ácido. No resultaba desagradable, más bien al contrario, y además tenía un punto ligeramente familiar que no era capaz de identificar. La señora Compton, irradiando autoridad, me guiaba a través de una serie de pasillos vacíos.

—Ahora ya no estamos en el ayuntamiento, sino en un edificio de oficinas anexo —me iba explicando la gruesa mujer—. Antes había aquí un banco, pero desde que no hay conexión interbancaria, ni dinero propiamente dicho, no tenía mucha utilidad. Sin embargo, es uno de los edificios más seguros de Gulfport.

Asentí educadamente mientras lo observaba todo con atención. Eché un vistazo preocupado al reloj. El tiempo seguía corriendo y aún no había conseguido armas ni provisiones. A esas alturas, Viktor ya debía de haber logrado colarse en el gueto. Si conocía bien a mi amigo, no tardaría demasiado en localizar a Lucía y traerla de vuelta. Y yo, mientras tanto, estaba dando un paseo absurdo siguiendo a una vieja parlanchina para ver a un médico que no necesitaba.

—Por cierto —la señora Compton se detuvo y se giró, mirándome muy seriamente—, quiero que sepa que esto que estamos haciendo es algo absolutamente excepcional. Los doctores del equipo de Ballarini no atienden a nadie, excepto al propio reverendo. Si hago esto por usted es porque espero que nos llevemos bien y, sobre todo, confío en que trate bien a mi sobrina. Ya sé que no parece una chica muy despierta, pero es muy lista y proviene de una familia muy brillante. Será una secretaria fenomenal si le da una oportunidad.

—Señora Compton —puse una mano sobre mi pecho mientras me disponía a decir una mentira monstruosa con mi mejor voz de abogado—, le prometo que Ann Sue no podría tener un jefe más cuidadoso y honesto que yo. Tiene mi palabra.

—Sabía que nos entenderíamos —gruñó la mujer, satisfecha, y abrió la puerta de lo que en algún momento tuvo que haber sido una sala de juntas.

Los directivos de aquel banco sin duda se habrían quedado muy sorprendidos si hubiesen podido ver en qué se había transformado su preciosa sala. La enorme mesa de reuniones de madera de nogal había sido arrimada a una pared sin miramientos, y sobre ella se alineaban tres enormes microscopios electrónicos, una centrifugadora, un autoclave y media docena más de aparatos que no era capaz de identificar. Por otra puerta, al fondo, se adivinaba otra sala con el mismo aspecto que aquélla. Entre los instrumentos, media docena de hombres y mujeres con batas blancas se movían circunspectos y concentrados en su trabajo.


Signore
Ballarini —Compton se dirigió a un hombre alto que estaba enfrascado delante de un espectrógrafo—, necesito su ayuda.

El doctor Ballarini se volvió hacia nosotros. Era un hombre apuesto, cercano a la cincuentena, con unos ojos expresivos en medio de un rostro enmarcado entre una cabellera canosa y una breve perilla cubierta a su vez de pelos blancos. Parpadeó un par de veces al vernos y dejó sobre la mesa una libreta cubierta de un galimatías de cifras y signos químicos, con aire enojado.

—Dígame qué puedo hacer por usted, señora Compton —contestó educadamente en un inglés correcto y lleno de musicalidad italiana. Se notaba, pese a todo, que la interrupción le había molestado.

—¿Podría perder cinco minutos de su tiempo y hacerle una revisión a este caballero? —Compton me señaló—. Creo que está incubando una gripe.

—No supondrá ningún problema, si no queda más remedio —contestó el doctor, tras observarme durante unos instantes con expresión neutra—. Será mejor que vayamos al…

De repente sus palabras quedaron interrumpidas por el sonido de una sirena ululante, con una cadencia especial que subía y bajaba. Por un instante pensé, aterrado, que alguien había descubierto el robo de los papeles del velero. Sentí cómo la sangre huía de mi rostro. En cualquier momento, imaginé, los Guardias Verdes entrarían al galope y me detendrían. Al mismo tiempo, el móvil de la señora Compton comenzó a sonar. La secretaria lo descolgó, escuchó con atención unos segundos y a continuación añadió: «Voy para allí» antes de colgar.

—¿Qué sucede? —conseguí preguntar, aparentando un aspecto tranquilo.

—Disturbios en Bluefont —contestó secamente—. Los guardias han oído al menos un disparo, pese a que las armas de fuego están prohibidas dentro de la ciudad. Tengo que irme urgentemente. —Me contempló, vacilante. No podía dejarme allí a solas, pero tampoco podía ausentarse cuando Greene la llamaba. La mujer estaba en un dilema.

—No se preocupe —le dije—. En cuanto acabe el chequeo volveré sobre mis pasos. Me he fijado en el camino y es fácil.

—¿Haría eso por mí? ¡Estupendo, estupendo! Váyase a su casa y acuéstese después. Le veré mañana en la oficina. —La señora Compton levantó la mano mientras se iba tan rápidamente como le permitían sus pequeñas piernas—. ¡Y cuide de mi Ann Sue!

Cuando desapareció por la puerta, me volví hacia Ballarini. El médico me observaba con semblante serio.

—Usted no está enfermo —me dijo—. O al menos no tiene gripe.

—No —confesé.

—Entonces, ¿quiere explicarme qué hace aquí? Tengo mucho trabajo, ¿sabe?

En aquel momento tenía la posibilidad de pedir disculpas por la interrupción e irme inmediatamente. Podría haberme girado, caminar de vuelta por el pasillo, cruzar el control y mezclarme con la multitud. Si lo hubiese hecho, posiblemente habría tenido tiempo de conseguir las armas y las provisiones, y nada de lo que sucedió a continuación habría sucedido. Pero las cosas no fueron así. Estaba al lado de la persona responsable del único remedio —aunque tan sólo fuese parcial— al virus que había destrozado a la humanidad. Necesitaba saber más. Y sobre todo, necesitaba hacerme con algo de aquel remedio. Si íbamos a salir de allí, una botella de aquel líquido tendría más valor que todas las armas y alimentos que pudiésemos llevar.

—La verdad es que estoy haciendo un trabajo de supervisión dentro del Departamento de Ilotas Hispanos, ¿sabe? —La mentira fluía fácilmente de mi boca, a medida que me la iba inventando—. Necesitamos saber cuál es la… ehhhh… aceptación del Cladoxpan entre los pacientes. El reverendo me ha pedido que hagamos esto de una manera discreta, de ahí la excusa de la gripe. Nadie debe saber que estoy aquí.

—¿Ilotas? ¿De qué me habla? —La expresión de Ballarini era de confusión. El buen doctor no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba hablando.

Me quedé perplejo. Si el creador del Cladoxpan no sabía de qué puñetas hablábamos, ¿cuánto sabía realmente de lo que pasaba en el exterior?

—Doctor Ballarini, ¿sabe usted qué uso se le da al Cladoxpan?

—Por supuesto que sí. —Me miró con cara de «no-metoques-las-narices»—. La cepa 15b, o el Cladoxpan, como le llaman habitualmente, no es más que un paliativo retardante de la proliferación del virus TSJ. Es una mezcla de un supresor vírico y un inmuno-reforzador, por medio de una variación de las enzimas de las aminasas que…

—Vale, vale —le interrumpí, levantando las manos—. Ya sé para qué sirve, doctor. La pregunta es si usted sabe a quién se le está suministrando.

—Pues a los infectados recientes, por supuesto. —Su cara era el perfecto reflejo del desconcierto—. Es absolutamente inútil en otros sujetos, incluso tóxico, ¿adónde quiere usted llegar?

Estuve a punto de explicarle la aberración genocida en la que se había convertido Gulfport, pero no tenía tiempo. En cualquier momento alguien revisaría el libro de entrada del complejo y descubriría que estaba allí. Sin la secretaria de Greene a mi lado sería muy difícil escabullirme sin tener que responder a un montón de preguntas. Si aquel italiano y su equipo debían enterarse de la verdad, tendrían que hacerlo por su cuenta y riesgo, como yo.

—No importa, doctor —contesté—. Lo cierto es que en el marco de mi investigación necesito que me facilite unos cuantos litros de Cladoxpan. Ya sabe, para valorar su eficacia y todo eso.

—¡Esto es indignante! —explotó Ballarini—. ¡No voy a permitir que otro laboratorio nos haga un estudio de control mientras aún no hemos desarrollado completamente la cepa! ¡Ya se lo he dicho a Greene en más de una ocasión! Ni un solo cultivo del hongo saldrá de aquí sin nuestra supervisión.

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