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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (30 page)

Lo que más me dolió perder fue el reloj. Era un viejo Festina baqueteado, pero era el último objeto que podía llamar mío y que me había acompañado desde el inicio de mi odisea, dos años atrás. Sin él, me sentía un poco desnudo. Además, no tenía la menor manera de controlar el paso del tiempo. En aquel sótano, la luz estaba siempre encendida, contribuyendo a mi agonía.

Al cabo de un rato muy largo que no pude calcular, pero que debió de superar las dos horas, comencé a sentir las primeras molestias. Era como un leve calambre muscular, similar a cuando te has quedado dormido en una posición extraña y una mano te ha quedado atrapada debajo del cuerpo. Sentía una especie de hormigueo que me recorría en ondas los dos brazos. Era una sensación desconcertante, más que dolorosa. Pero era perfectamente consciente de su significado.

Aquello había empezado.

Me sequé el sudor de la frente con un trozo de tela que había arrancado del faldón de la camisa. De repente me pregunté si aquel calor tan sofocante que sentía desde que había llegado no sería la primera manifestación de la infección. Recordaba perfectamente que Greene parecía sudar a mares antes de tomar el Cladoxpan.

Entonces, una idea horrible se me pasó por la mente. Me iban a dejar allí. Iban a dejarme encerrado en aquella celda como a un animal rabioso, hasta que la infección se apoderase de todo mi cuerpo y me transformase en un No Muerto. Después, me convertirían en una atracción de feria, en un monstruo, un espantajo que los papás de Gulfport enseñarían a sus hijos desde el otro lado de los barrotes, para mostrarles cómo eran los monstruos que habitaban el otro lado del Muro, mientras le tiraban palomitas y trozos de verdura podrida.

Iba a volverme loco. Comencé a rascarme con furia el brazo derecho, pero no sabía si aquel picor era el siguiente paso de mi transformación o simplemente que la angustia me estaba impulsando a hacer cosas extrañas.

De repente, el ruido de un cerrojo sonó desde la parte superior, seguido del ruido de pisadas de una persona que bajaba las escaleras. Empecé a buscar algo con lo que defenderme, como un animal acorralado. Era inútil. No había nada en aquella celda que no estuviese firmemente atornillado o soldado a las paredes, o que pudiese utilizar. Entonces, de golpe, caí en la cuenta de que mi infección podía ser también mi única defensa. Sin pensarlo dos veces arranqué la costra fresca que se estaba formando sobre la herida de mi frente. Me dolió un horror, pero enseguida un reguero de sangre caliente comenzó a fluir de nuevo sobre mi cara. Empapé mis dedos en la sangre y aguardé, expectante. Al primero que apareciese delante de mi celda, le caería una buena salpicadura de sangre infectada. Si yo caía, por lo menos me llevaría a alguno por delante.

Los pasos sonaban cada vez más cerca. Me arrodillé, ocultando las manos tras mi espalda, listo para saltar como un muelle. De golpe, la luz del pasillo se oscureció ligeramente cuando la figura de Malachy Grapes se interpuso entre el fluorescente y el interior de mi celda.

—Hola, abogado. —La voz de Grapes sonaba zumbona, porque el muy cabrón sabía que me tenía atrapado.

En sus brazos, un asustado Lúculo se revolvía, mirando con ojos enloquecidos de terror a la figura ensangrentada que le contemplaba, derrotado, desde el otro lado de los barrotes.

31

Me quedé paralizado. Aquello era lo último que me esperaba. Lúculo gimió al reconocerme y trató de liberarse del abrazo de hierro de Grapes, pero el Ario le tenía muy bien sujeto.

—¡Suelta a mi gato, pedazo de cabrón! —grité enfurecido—. ¡Suéltalo de inmediato o…!

—¿O qué? —preguntó Grapes—. ¿Qué me harás? ¿Quieres que le retuerza el pescuezo delante de ti?

—¡No! —se me escapó—. No, no lo hagas, por favor.

—Entonces siéntate en el fondo de la celda, donde pueda verte bien —dijo Grapes—. Y las manos a la vista, sin sorpresas.

Obediente, me senté sobre el camastro mientras mi mirada iba de Grapes a Lúculo, que al oír mi voz había redoblado sus esfuerzos por liberarse. En el brazo del Ario destacaban dos profundos arañazos, señal inequívoca de que mi pequeño amigo peludo no se había dejado atrapar sin luchar.
Bien por Lúculo
, pensé.

—¿Sabes? —dijo Grapes con una sonrisa horrible—. Habitualmente, en la cárcel, mi abogado siempre estaba a
este
lado de los barrotes. Resulta muy refrescante el cambio.

—Me resulta sorprendente que alguien te visitase en la cárcel —respondí—. Incluso un abogado.

Grapes se rió, con aire satisfecho.

—Me hubiese gustado traer conmigo a tu zorrita o al pequeñajo soviético, para que se despidiesen de ti, pero han sido más listos que tú y parece que la tierra se los ha tragado. Sólo encontré a esta bestia pulgosa en tu casa, así que supuse que te gustaría volver a verla.

—No le hagas daño, por favor —imploré.

—Eso depende —contestó Grapes. Me fijé que el musculoso sicario del reverendo había tenido la precaución de ponerse unas gafas de seguridad, ante la eventualidad de que le pudiera salpicar con algo. Hiciera lo que hiciese, aquel cabrón siempre parecía ir un paso por delante de mí.

—Mañana por la mañana te meteremos en el tren de deportación —dijo despacio, como si se lo estuviese explicando a un alumno especialmente lento—. Y quiero que te portes muy bien hasta entonces. —Se rascó detrás de una oreja, con parsimonia—. Yo ya te hubiese pegado dos tiros, pero el reverendo tiene unas ideas propias y muy peculiares acerca del castigo, y ha decidido que revientes a solas, lentamente, para que te dé tiempo a pensar en la magnitud de tu cagada.

—Dime algo que no sepa —respondí, con acritud.

—No, dime algo tú —replicó Grapes—. ¿Por qué lo hiciste? Quiero decir, lo tenías todo para vivir de puta madre en Gulfport. Una buena casa, un trabajo sin peligro, una tipa que te calentaba la cama por las noches…, hasta tenías esta mierda de gato, y mira que son difíciles de encontrar hoy en día. No me entiendas mal, me alegro de haber podido joderte. Me caíste mal desde el primer momento en que te vi, pero no suponía que fueras a ponérmelo tan fácil. Dime, ¿por qué lo hiciste?

—Quizá porque no soy una mala bestia como tú —respondí—. Porque todo este lugar es una aberración, porque es inmoral e insano y tarde o temprano todo esto os explotará en las narices. Porque no quiero vivir en un sitio que salva mi cuerpo pero destruye mi alma y mi conciencia. Por todo eso lo hice. Lo único que me jode es no poder estar presente cuando los ilotas se levanten y un par de esos negros del gueto te sujeten a una cama y te violen hasta que no puedan más. Aunque, pensándolo bien, seguramente ya has disfrutado de sus atenciones en la cárcel, dado tu historial.

El rostro de Grapes enrojeció de furia y por un momento pensé que había ido demasiado lejos. Su mano se cerró sobre el cuello de Lúculo y zarandeó al pobre gato como si fuese un muñeco de trapo. El animal se debatía sin fuerza, entre débiles maullidos de dolor, al borde de la asfixia.

—Mañana me aseguraré de encerrar a unos cuantos negratas flipados de crack en tu vagón —murmuró, rencoroso—. Quién sabe, puede que el que acabe con el culo roto seas tú.

Callé, sin nada que decir. Grapes tenía todas las cartas ganadoras en la mano, y ambos lo sabíamos perfectamente.

—No es una visita de cortesía, de todas formas —dijo el Ario, mientras rebuscaba algo en los profundos bolsillos de su pantalón cargo—. Ten, esto te permitirá aguantar hasta mañana.

Grapes me arrojó algo al interior de la celda. Lo agarré al vuelo y contemplé el objeto. Era un bote, no mucho mayor que una lata de refresco, hecho de plástico transparente. En su interior había un líquido blancuzco y turbio.

—Es el Cladoxpan —dijo Grapes—. Llevas ocho horas infectado, por lo que los primeros síntomas deben de estar a punto de manifestarse. —Me contempló, pensativo—. Aunque ya veo que estás sudando como un cerdo a pesar del frío que hace aquí abajo.

No dije nada, pese a que sus palabras confirmaban mis peores presentimientos. El calor que llevaba sintiendo toda la tarde era completamente antinatural. El TSJ triunfaba sobre mis defensas.

—¿Qué debo hacer? —pregunté, con voz apagada.

—Tienes dos opciones —contestó el Guardia Verde—. La primera es que me devuelvas ese bote y así, cuando venga a buscarte mañana, no serás más que un apestoso No Muerto. Te dispararemos una bala de nueve milímetros a la cabeza, quemaremos tu cuerpo en el basurero del pueblo y todo se acabará para ti. La otra opción es que te lo vayas bebiendo lentamente, dosificándolo. Cuanto más consigas que dure, más durarás tú, aunque eso no te llevará a ningún otro sitio más que a morir en el Páramo. —Grapes se encogió de hombros—. Tú decides.

—Escojo vivir —repliqué con voz débil, mirando al suelo. En toda mi vida había estado tan derrotado.

—¿Cómo dices…? No te oigo.

—Escojo vivir —repetí, algo más fuerte.

—Suponía que dirías eso —contestó Grapes—. Por eso quiero tener una garantía suplementaria de que te portarás bien.

El Ario sacó una navaja de la caña de su bota, y antes de que me diese tiempo a parpadear colocó a Lúculo sobre sus rodillas y el filo de la hoja sobre el rabo de mi gato.

—¡NO!

Con un gesto rápido Grapes deslizó la navaja y, en dos movimientos, cortó el rabo de Lúculo por la mitad. El gato profirió un profundo maullido de dolor mientras de repente todo parecía transcurrir a cámara lenta. El gesto de la muñeca de Grapes trazando un arco ascendente. El filo de la navaja cubierta de sangre. Esa misma sangre saliendo a chorros del muñón de la cola de Lúculo. Los ojos desorbitados de dolor y pánico de mi gato persa. La expresión sádica de satisfacción de Grapes. Los nudillos de mis manos, blancos como la cal, mientras sacudía las rejas.

—¡Cabrón, cabrón, cabrón, CABRÓN! ¡Te mataré! ¿Me oyes? ¡Te juro que te voy a matar, pedazo de hijo de puta!

—Eso cuéntaselo a otro. —Grapes se puso tranquilamente en pie y guardó de nuevo la navaja en su bota—. No te preocupes por tu gato, haré que le pongan una venda o algo por el estilo en ese trozo de rabo que le queda. —De repente, su tono de voz se volvió amenazante—. Pero si no quieres que me pase esta noche apostándome trozos de gato persa en una mesa de póquer, más te vale que te portes bien hasta mañana. ¿Estamos?

La sangre de Lúculo goteaba sobre el suelo de linóleo sucio, dejando enormes goterones en forma de flor. Yo era incapaz de apartar la mirada de aquellas manchas. En mi vida había sentido tanto odio hacia alguien como en aquel momento.

—Te dejo a solas, para que medites. Que pases buena noche.

Y aquel maldito bastardo de Malachy Grapes se alejó silbando por el pasillo, mientras en sus manos los gemidos de dolor de Lúculo sonaban cada vez más débiles.

Finalmente, me quedé a solas, con el bote de Cladoxpan en una mano y el trozo de cola amputado de Lúculo en la otra, mientras mi corazón sangraba a borbotones.

Sólo entonces descubrí que ya no era capaz de llorar. Y que lo único que deseaba era venganza.

32

Bluefont

Al día siguiente de la redada

Las dos primeras horas de la mañana fueron las más animadas. Mendoza instaló su cuartel general en la planta alta del Gallo Rojo y comenzó a mandar mensajeros en las cuatro direcciones del gueto. Los mensajeros eran críos, niños en algunas ocasiones, de piernas rápidas y mirada hambrienta. A ninguno de ellos les entregó un mensaje físico, sino que les obligó a que memorizasen el contenido de la misiva. De su velocidad y habilidad dependía que las posibles patrullas de la Milicia o de los Verdes no les capturasen, y en todo caso, si caían en manos de los hombres de Greene, no debían llevar nada comprometedor encima.

Lucía y Viktor contemplaban la escena desde un rincón, algo atemorizados. Alejandra había sacado de alguna parte un botiquín y había curado con delicadeza los cortes y moratones del ucraniano, ya bastante recuperado. Aún le dolían las costillas (y lo más probable era que tuviese una o dos rotas), pero era algo que el ex militar podía soportar perfectamente. Su mirada se paseaba por aquel organizado alboroto, como tratando de descifrar el patrón de todos aquellos movimientos, mientras daba buena cuenta de un plato de estofado de origen incierto.

—¿Qué está pasando, Viktor? —murmuró Lucía, inquieta, sentándose al lado del ucraniano.

—No estoy seguro —replicó Pritchenko—. Pero esto tiene toda la pinta de una rebelión.

—¿Una rebelión? —Lucía volvió la cabeza, alarmada—. ¿Cuándo?

—Creo que en pocas horas —contestó Viktor—. Supongo que es algo que ya estaba planeado, pero la redada de hoy parece haber adelantado los planes.

El ucraniano no podía saber hasta qué punto estaba en lo cierto. El plan llevaba gestándose meses. Los ilotas de Bluefont, o al menos una buena parte de ellos, aunque estaban sometidos y controlados, no estaban ni mucho menos vencidos. El levantamiento era una posibilidad que Greene y sus hombres tenían muy en cuenta, y que temían. Al menos en cuatro ocasiones había estado a punto de ocurrir y en otras tantas la habían abortado a última hora. El gueto estaba plagado de informadores, soplones y agentes a sueldo de Greene, que mediante el soborno o la extorsión siempre encontraban a alguien dispuesto a trabajar para ellos. Mendoza sospechaba incluso que en cada una de las redadas, los Guardias Verdes aprovechaban para dejar determinadas casas plagadas de cámaras y micrófonos. Uno de los motivos de haber instalado su cuartel en aquel edificio era porque lo habían inspeccionado a fondo y creían que estaba totalmente limpio. Pero aun así, las posibilidades de que los Arios estuviesen al corriente de sus planes eran reales, y muy presentes.

Por eso aquella redada imprevista había hecho volar por los aires toda la planificación. Tenían que actuar, y tenían que hacerlo ya.

Cuarenta minutos más tarde, treinta personas, entre hombres y mujeres, se apretujaban en aquella habitación tratando de hacerse oír en medio del creciente barullo. A medida que habían ido llegando, cada uno contaba una historia más espeluznante que la anterior. Aquella redada había sido con diferencia una de las peores. No tenían manera de calcularlo, pero creían que los Verdes se habían llevado al menos a seiscientas personas del gueto.

—¡Esta vez ha sido peor que nunca! —rugía un chicano alto y correoso con la voz cargada de ira—. ¡No han ido sólo a por los más débiles! ¡Se han llevado incluso a hombres y mujeres adultos!

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