Read La Ira De Los Justos Online

Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (28 page)

De golpe la puerta se abrió y el reverendo Greene entró en la habitación, seguido de Malachy Grapes y la señora Compton, con una cara de profunda preocupación. El Ario tenía un aspecto estupendo y me hizo un gesto burlón al entrar en el cuarto. El reverendo, por su parte, tenía una cara aún más demacrada que de costumbre. Los tics le recorrían las mejillas de forma incontrolable y un par de derrames habían aparecido en su nariz, dándole el aspecto de un borrachín enfermizo. Lo que más me impresionó fueron sus ojos. Una especie de velo opaco, como el de alguien con cataratas, parecía extenderse por momentos.

—Hola, reverendo —saludé, tratando de sonar burlón—. ¿Qué tal le va el día? Tiene usted un aspecto horrible. Debería cuidarse más, como yo.

—Cállate, capullo. —Grapes me dio un sopapo con el revés de su mano y a continuación acercó una silla al otro lado de la mesa para el reverendo.

—Reverendo, le juro que yo no sabía… yo pensaba… —La señora Compton se retorcía las manos, angustiada, mientras trataba de explicar cómo yo había conseguido cruzar el control de seguridad.

—Cálmese, señora Compton —dijo el reverendo con voz amable—. Sé que usted ha actuado pensando que hacía lo mejor. Afortunadamente, el Señor siempre vela por nosotros y hemos descubierto a tiempo a este siervo de Satanás. Ahora, siéntese en ese rincón y tome nota de lo que se diga, por favor.

La señora Compton, aliviada, se colocó detrás de una máquina taquigráfica, dispuesta a tomar nota. El reverendo se sentó mientras tosía de forma cavernosa.

Greene apoyó encima de la mesa una botella de cristal llena de un líquido lechoso a un lado y su Biblia al otro.

—¿Sabe qué es esto? —preguntó, señalando a la botella.

—Supongo que es su bilis —contesté—. Aunque también puede ser que esa Guardia Verde que tiene haya decidido hacerle un regalo biológico colectivo. No me extrañaría que se juntasen y…

El puñetazo de Grapes no me pilló por sorpresa, pero aun así, me dolió una barbaridad. Pese a todo, mostré una sonrisa ensangrentada, como si aquello fuera lo más normal del mundo.

—Esto es una botella de Cladoxpan —dijo Greene, tranquilamente—. Lo que usted pretendía robar.

No contesté y me limité a mirarle en silencio. No sabía adónde quería ir a parar.

—Es una auténtica bendición del Señor —continuó Greene—. Si estás infectado de la ponzoña de los No Muertos, te da la vida, o al menos evita que la pierdas. Sin embargo, si estás sano y bebes aunque tan sólo sea un poco, resulta tremendamente tóxico y mueres a los pocos minutos en medio de terribles dolores. Son como las dos caras de una misma moneda.

De repente, la presencia de aquella botella encima de la mesa comenzó a resultarme muy incómoda. Uno piensa que está preparado para enfrentarse a la muerte, pero cuando la Parca llega, te das cuenta de que todo tu ser chilla por vivir, aunque sólo sea cinco minutos más.

—Me encantaría iluminar su alma pecadora, pero usted ya está más allá de toda Salvación. Además, lo primero es lo primero.

Con una mano temblorosa, el reverendo Greene abrió la botella que contenía aquel líquido lechoso y vació una dosis generosa en un vaso de plástico. A continuación, lo colocó en medio de la mesa mientras juntaba las manos y susurraba una oración. Yo apreté las mandíbulas y tensé todo mi cuerpo. Si pretendían hacerme beber una sola gota de aquel producto tóxico tendrían que romperme todos los dientes.

El reverendo concluyó su oración con un sonoro «amén», se levantó de su asiento, con el vaso en la mano, me miró fijamente…

Y se bebió el vaso de un trago.

Me quedé atónito. Por un momento creí que aquel chalado había decidido acelerar el encuentro con su Dios. Pero de repente lo comprendí todo.

Los temblores de las manos del reverendo habían cesado por completo. Su piel recuperaba por segundos su tono natural, mientras las venas eran reabsorbidas por la epidermis. El fuego oscuro de sus ojos, que un instante antes estaba velado por una capa blancuzca, volvía a llamear con toda su malevolencia y locura.

—Usted… —jadeé—. Está infectado… ¡Tiene el TSJ!

—El abogado es listo, reverendo. —Grapes parecía encontrar aquello más que entretenido. Tan sólo le faltaban las palomitas.

—El doctor Ballarini es un genio y, además, muy buena persona, pero está loco, completamente loco, cuando se le saca de su reino de cordura científica —dijo el reverendo, con un tono de voz mucho más firme que un minuto antes; luego se secó los restos de sudor de la frente—. De hecho, está tan obsesionado con su trabajo sobre el Cladoxpan que ni siquiera es consciente del interesante efecto secundario que tiene.

—¿Qué efecto? —conseguí preguntar.

—El Cladoxpan no sólo ralentiza el efecto del TSJ, sino que por algún motivo que sólo nuestro Señor sabe, va más allá y ralentiza todos los efectos degenerativos del cuerpo humano. El pelo no cae, la piel no envejece, las arrugas no aparecen…

—¿Te vuelve inmortal? —pregunté, estupefacto.

—¡Oh, claro que no, estúpido ignorante! —replicó el reverendo, indignado—. Eso es algo que tan sólo está en la mano de Nuestro Señor Jesucristo, cuando nos concede la Vida Eterna. Aunque tomes el Cladoxpan puedes morir igual, como es natural.

Hizo una pausa, embargado por la emoción.

—Simplemente, envejeces muchísimo más despacio. Las pruebas realizadas en ratas lo confirman y los experimentos en humanos no dejan lugar a dudas. —Su rostro brilló de emoción mientras se inclinaba hacia delante—. ¡Por primera vez desde el Diluvio, Dios nos concede la posibilidad de tener la longevidad de los Patriarcas! ¡Vivir tanto como Enoc, como Lamec, como Matusalén! ¡Llegar a los mil años, si es necesario! ¡Es una bendición! ¡Es un regalo divino! ¡Es un regalo directo
a mí
, Su Profeta! ¡Por eso acepté infectarme voluntariamente! ¡Tenía que tomar el Cladoxpan para poder llevar su Palabra durante siglos, conducir a la humanidad en su Segundo Renacimiento!

—Está usted loco, Greene. —Meneé la cabeza, asqueado—. Total y completamente loco. Cuando los ilotas se den cuenta de este efecto, usted no será distinto en nada a ellos, excepto en el color de su piel. Y entonces, sus fieles de Gulfport le abandonarán, asqueados.

—Ni un solo ilota vivirá más de dos años —replicó el reverendo, enfebrecido—. Los jóvenes y los viejos son eliminados rápidamente, por caridad cristiana, y el resto normalmente no dura muchos meses ahí fuera. Y si alguno dura más que la media, será exterminado, como los impíos de Sodoma. ¡Sólo nos salvaremos aquellos que tengamos la marca del Cordero, los Elohim, los Puros, los Ángeles Blancos de Dios! El resto serán pasto del Infierno.

Miré fijamente a Greene. Las llamas de sus ojos ardían de manera incontrolable, llevándose su cordura y su alma a pasos agigantados. La fuerza oscura que bullía en su interior era terriblemente poderosa… Y estaba hambrienta.

Se oyó un ruido en el rincón de la habitación. La señora Compton, de la que todo el mundo parecía haberse olvidado, se había puesto en pie y contemplaba al reverendo muy pálida, mientras se tapaba la boca con su mano derecha.

—Oh, Dios —gemía—. Esto no puede ser verdad, no puede ser verdad. Reverendo, dígame que todo esto no es cierto, por favor. Usted no puede… no puede…

Greene hizo un gesto cansado hacia Grapes. El Ario se levantó con calma, desenfundó su revólver, agarrándolo de lado, al estilo de los gángsters, y sin mediar palabra disparó una rápida sucesión de tres tiros contra la señora Compton.

La primera bala le atravesó el pulmón y proyectó a la anciana contra la pared. El segundo y tercer disparo le entraron en el corazón y en un ojo, respectivamente. El cuerpo de la señora Compton cayó desmadejado sobre la cara alfombra de lana turca del despacho. De la herida de su cara salía un continuo latido de sangre que iba dibujando extraños arabescos sobre la alfombra.

—Esta maldita idiota debería saber que no tolero que la gente tome decisiones por su cuenta —masculló Greene—. Llevo soportándola demasiado tiempo. «Reverendo esto, reverendo aquello…» Se tenía demasiado creído su papel. El Señor habla por mi boca y Su palabra es Ley. Todo lo demás sobra.

Estaba demasiado paralizado por el terror. Toda mi pose chulesca se había evaporado en el momento en que la primera bala salió del cañón de Grapes.

—La señora Compton era muy querida en Gulfport. —Grapes sacó los casquillos usados de su arma y los introdujo en el tambor de un revólver de aspecto roñoso que sacó de una bolsa. Una vez que hizo eso, lo tiró al suelo, al lado del cadáver de la secretaria—. Cuando la gente vea el vídeo de seguridad en el que apareces robando los documentos, sabrá que la vieja te descubrió y trató de detenerte. Y tú, como eres un cabrón, le pegaste tres tiros tratando de huir. Van a pedir tus cojones a gritos, amigo mío.

Mierda. Voy a morir
. Me sorprendía poder pensar con tanta claridad en los últimos instantes de mi vida. Sentía un dolor muy intenso por Viktor, por Lucía y por Lúculo. De repente deseé haber podido dedicarle más tiempo a mi pequeño amigo peludo aquella mañana.
Al menos no moriré convertido en una mierda monstruosa. Será algo rápido. Me pregunto si dolerá…

—Bien, y ahora vamos a impartir justicia sobre esta rata pecadora. —Greene levantó su Biblia y leyó por una página que tenía una marca—. «Así dice el Señor Yahvé: Te echaré en tierra seca y te dejaré en medio del campo. Haré venir sobre ti a todas las aves del cielo y saciaré de ti a todas las bestias de la tierra. Esparciré tu carne por los montes y llenaré de tu carroña los valles.» Ezequiel, treinta y dos, tres. —Cerró la Biblia, con un golpe seco—. Dios ha hablado a través de mí.

—¿Qué debo hacer, reverendo? —preguntó Grapes, obsequioso.

—Expulsadlo de Gulfport, tal y como Dios expulsó a Adán del Paraíso tras el pecado primigenio. Abandonadlo en medio del Páramo, sin agua, ni alimentos, ni armas. Que los No Muertos, los animales salvajes y la sed acaben con él. Que su muerte sea larga, lenta y dolorosa, como penitencia para su alma.

—Greene, eres un bastardo. Puede que me jodas, pero me alegro de no ser de los tuyos. —Mi voz temblaba de rabia y alivio a partes iguales, al saber que no iba a morir de un disparo.

—Hasta en eso te equivocas, necio. —El reverendo se acercó a pocos centímetros de mi cara, hizo un ruido con su garganta y, apuntando cuidadosamente, escupió un lapo amarillo y cargado de pus sobre la herida abierta de mi frente. Noté un escozor increíble cuando la saliva del reverendo inundó mi herida.

—Ahora eres de los marcados a fuego por el Señor. —Mientras hablaba me apartó el pelo de la frente con suavidad, casi con delicadeza—. Y tu muerte será aún más larga de lo que pensabas.

Y dándose la vuelta, salió de la habitación mientras Grapes llamaba a gritos a un par de Arios.

Yo estaba demasiado conmocionado para resistirme. Una lágrima solitaria rodaba por mi mejilla.

Dos años. Había aguantado dos años.

Pero finalmente, el TSJ me había atrapado.

Estaba infectado.

29

Cuando Lucía quiso recordar más tarde cómo había sucedido todo, no fue capaz. Tan sólo tenía fragmentos, breves fogonazos de información, que únicamente le permitían componer un mosaico roto, como una película montada apresuradamente en la que faltaban trozos enteros de metraje.

En el momento en que sonó la alarma, los ilotas comenzaron a correr alrededor de Viktor y de ella. Tan sólo Alejandra se quedó a su lado, sosteniendo la mano del ucraniano, al que miraba con una expresión de intensa concentración.

—¿Adónde va todo el mundo? —preguntó Viktor.

—¡Es una redada! —contestó Alejandra, con preocupación—. Lo más seguro para cualquiera es no cruzarse en el camino de las tropas de Greene. Sobre todo si no tienes papeles.

—Yo no tengo papeles —contestó Lucía, inocentemente—. Ni Viktor.

—Yo tampoco los tengo —replicó la mexicana—. Ni la mitad de esta gente, si vamos al caso. Y aunque los tuviésemos eso no aseguraría nada.

—Y entonces, ¿qué hacemos?

—Lo que hace todo el mundo: esconderse. —La mexicana levantó a Viktor del suelo con un enorme esfuerzo—. ¡Vamos!

Salieron a la calle. El habitual desorden de Bluefont había cambiado radicalmente. Tan sólo se veían grupos de personas corriendo a lo lejos, entrando en las casas y tratando de hacerse invisibles. Unos cuantos, sin embargo, permanecían donde estaban, con una expresión rígida en el rostro. Eran los que tenían su documentación en regla (aquella semana, documento rosa con franja morada y foto) y que en teoría no tenían nada que temer. Pero sólo en teoría. Las cosas podían cambiar muy rápido en el gueto de Bluefont, de un día para otro. Por eso algunos, aun teniendo los papeles en regla, preferían desaparecer discretamente, mezclándose en la multitud de fugitivos. La prudencia era una madre que tenía muchos hijos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Viktor, respirando con dificultad. Cada vez que hacía una inspiración, un rictus de dolor le cruzaba la cara. Las costillas rotas le estaban pasando factura.

—No lo sé. —La voz de Alejandra temblaba; la mexicana se estaba estrujando el cerebro—. Tengo un refugio, cerca de la valla, pero es muy pequeño. Sólo cabe una persona.

—¡Metamos a Viktor allí y busquemos otro sitio donde ocultarnos nosotras dos! —propuso Lucía.

—Imposible. —Alejandra meneó la cabeza—. En su estado no llegaríamos allí antes de diez minutos. Y dentro de mucho menos esto va a estar lleno de Guardias Verdes y de milicianos de Greene. Necesitamos hablar con el
Gato
.

—¿Con ese cabrón? —Lucía se retorció, incrédula—. ¡Ni de coña! Casi nos mata.

—Escúchame,
carnal
. Si alguien puede ayudarnos en este sumidero, ése es Mendoza. —Alejandra resopló y se acomodó de nuevo el AK-47 a la espalda. El arma parecía enorme a su lado y atraía un montón de miradas rencorosas de la mayoría de la gente que se cruzaba con el pequeño grupo—. Así que no mames y agarra a tu amigo por ese lado.

Mendoza, mientras tanto, se había sentado de nuevo a su mesa y acababa con tranquilidad su botella de tequila, como si todo aquel revuelo no fuese con él. El mexicano estaba furioso, pero no dejaba que su estado de ánimo fuese visible. Aquella redada podía echar por tierra su operación, pero también podría lanzarla hacia delante, si se jugaba bien.


Gato
, necesitamos bajar a tu hoyo —dijo Alejandra cuando estuvieron frente al mexicano—. Por favor.

Other books

Embraced By Passion by Diana DeRicci
Those Angstrom Men!. by White, Edwina J.
My First Love by Callie West
All I Have to Give by Mary Wood
Heart-shaped box by Joe Hill
Exposed by Kaylea Cross
Loving Jay by Renae Kaye
Manhattan Lullaby by Olivia De Grove