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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (42 page)

¿Un rebuzno?

Abrí los ojos y me incorporé de golpe. A mi lado, una mula torda me miraba con interés, mientras movía las orejas adelante y atrás, inquisitiva. Al verme reaccionar me dio un nuevo lametazo (hasta que no te ha lamido una mula no sabes lo asqueroso que es su aliento), pero no me importó. Me froté los ojos un par de veces, e incluso me pellizqué para estar seguro de que estaba despierto.

—Hola, amiguita, hola —susurré, con voz tranquilizadora. Lo último que quería era espantar al animal.

Era una hembra joven, de tamaño mediano, y tenía buen aspecto. Estaba cubierta de lodo reseco hasta la punta del hocico y parecía estar muy contenta de haberme encontrado.

—Dime, ¿de dónde diablos has salido tú? —le pregunté mientras le pasaba la mano por el lomo y le rascaba detrás de las orejas. No había nadie más a la vista en el claro. Grité un par de veces, por si alguien me estaba vigilando desde la maleza, pero nadie respondió. Finalmente, llegué a la conclusión de que el animal estaba solo.

Tenía pinta de llevar viviendo en los pantanos desde hacía bastante tiempo. Se le habían caído las herraduras, y los huecos de los clavos en los cascos estaban casi cerrados. Aún llevaba grabada la marca de su propietario en una de las ancas, pero se estaba desdibujando. Aquel animal estaba abandonado, aunque era muy dócil. Quizá llevaba abandonado desde el principio de la pandemia, y sin ver a un ser humano. Por eso cuando me encontró en el claro se acercó a mí. Era difícil decirlo, pero estaba casi seguro de que ella se alegraba tanto de verme a mí como yo a ella. Lúculo, por su parte, miraba con los ojos como platos a aquel gato tan enorme y de orejas disparadas que se nos había unido.

No llevaba silla, pero no iba a dejar que aquello me detuviese. El mundo me había dado una nueva oportunidad y no iba a desaprovecharla. Con una de las correas de cuero improvisé unas bridas y se las puse al cuello. Coloqué las alforjas de la moto sobre el lomo del animal y las até por debajo de su vientre con la última correa que me quedaba. La mula se dejó hacer tranquilamente, como si estuviese muy acostumbrada a aquel ritual. Al acabar, coloqué al gato dentro de una de las alforjas y, con un último esfuerzo, me encaramé sobre ella.

Hacía mucho tiempo que no montaba, y era la primera vez que lo hacía sobre una mula, pero la equitación es como montar en bicicleta. Aunque pasen años, jamás se te olvida. Chasqueé suavemente y le clavé el talón izquierdo en el costado. Como si no esperase otra cosa, la mula comenzó a caminar a buen ritmo por la carretera.

Me pasé la mano por la cara, aún sin acabar de creérmelo. Un rato antes estaba pensando en cuál sería la mejor manera de acabar con todo, y al rato siguiente me encontraba trotando sobre una mula camino de Gulfport. Sin duda, mi ángel de la guarda se había ganado una paga extra.

El camino se abría lentamente y la vegetación era cada vez menos densa. Pronto saldría de aquel pantano, y las cosas serían mucho más fáciles.

—Tan sólo tienes que hacer cincuenta kilómetros, amiguita —le susurré en una oreja—. Cincuenta nada más. ¿Crees que podrás?

La mula levantó las orejas y aceleró el trote, como si me hubiese comprendido. Lo más probable es que estuviese encantada de oír de nuevo una voz humana. Quizá pensase que le iba a llevar de nuevo a un cálido y confortable establo.

—No tienes nombre —dije para mí mismo—. Necesitas un nombre… ¿Qué te parece Esperanza?

La mula continuó trotando, ajena a mis divagaciones. Pero yo me sentía tan feliz de estar vivo que cualquier cosa me ponía de buen humor. Hasta que de repente caí en la cuenta de que mi reserva de Cladoxpan sólo duraría un día más. Y ni en el mejor de los casos Esperanza podría cubrir los cincuenta kilómetros en menos de dos días.

Iba a llegar tarde por tan sólo veinticuatro horas.


No pierdas la calma. Reduce las dosis a la mitad y conseguirás que dure el doble
.


Oh, qué gran idea. Pero a lo mejor el TSJ tiene algo que decir en todo esto. Quizá ese pequeño hijo de puta no esté conforme con una dieta a media ración
.


¿Acaso tienes otra alternativa, estúpido?

Bramé, impotente, y la mula levantó las orejas, alarmada. No me quedaba otra que jugármela a una carta. Tendría que reducir la ración a la mitad.

Y justo en ese momento, como si estuviese esperando a que sonase la señal, todo mi cuerpo comenzó a sudar, dando el primer aviso.

La transformación comenzaba.

Dos horas después, comenzaron los calambres. Bebí sólo medio sorbo, y la intensidad de las contracciones disminuyó, pero no llegó a desaparecer. Tenía que detenerme para beber a cada rato, porque no dejaba de sudar.

A mediodía, los calambres eran insoportables y las manos me temblaban tan violentamente que tenía que hacer esfuerzos para no derramar mi menguante reserva de medicamento al beber. La tentación de dar un sorbo largo era casi insoportable, pero me controlaba. Si hacía eso, agotaría mi reserva.

Pero la tentación era fuerte. Muy fuerte.

A media tarde comencé a sentir una sed abrasadora. Detuve a Esperanza al lado de un arroyo y bajé a beber. Cuando lo hice, uno de mis pies se enredó entre los bordes de la alforja. Braceé, pero no pude mantener el equilibrio y me caí de bruces sobre el asfalto. Me golpeé con la cabeza y la brecha de mi frente volvió a abrirse. Tan sólo me di cuenta cuando unos goterones de sangre caliente comenzaron a caer sobre el curso del arroyo. La sangre se diluyó lentamente en espirales perezosas mientras la corriente se la llevaba río abajo. Lo contemplé con expresión vacía, mientras el agua impregnada de sangre se alejaba. Por un instante me pregunté qué pasaría si alguien bebía un trago de esa agua río abajo. Se contaminaría de TSJ, probablemente. ¿Cuántos litros de agua habría contaminado con aquellas gotas, y por cuánto tiempo? Eso era algo que aquel maldito médico italiano podría haberme contestado, si no fuese un lunático perdido.

Volví a montar tras cinco torturadores minutos de intentos fallidos. La mula me contemplaba sorprendida, como si no pudiese concebir que alguien fuese tan torpe. Tuve que caminar un rato hasta un muro semiderruido para poder encaramarme de nuevo en mi montura. No era sólo el tobillo lastimado, que latía enviando pulsos de dolor regulares. Mis piernas estaban empezando a fallar.

Únicamente pude cabalgar un cuarto de hora más antes de volver a morirme de sed. El mismo arroyo corría gorgojeando al lado del camino, y de nuevo detuve a la mula, casi en la misma orilla. Esta vez, sumergí la cara en el agua para beber a grandes tragos glotones. Nada más acabar, tuve unas arcadas violentas y vomité en la orilla todo el contenido del estómago. Calculo que devolví unos cinco litros de agua, una cantidad enorme para mi estómago.

Volví a meter la cabeza en el río y bebí con más moderación, tratando de rehidratarme más que de combatir la sed. Aquel deseo era antinatural, y no se apagaba bebiendo. Al menos, no bebiendo agua. Apoyé mi mano en el frasco de Cladoxpan y lo destapé. Cuando ya lo tenía casi tocando mis labios, en un último rapto de control conseguí volver a taparlo y colocarlo en mi cintura. Fue, con diferencia, una de las cosas que más trabajo me había costado en la vida.

No sé cuánto tiempo pasó después. La mula caminaba a paso tranquilo por la carretera que llevaba a Gulfport, sorteando con naturalidad los restos de vehículos abandonados. Afortunadamente, estábamos cruzando una zona deshabitada y no había un solo No Muerto a la vista. No sé qué habría pasado si se hubiese presentado alguno. O, mejor dicho, sí que sé lo que habría pasado. A duras penas podía mantenerme sobre la montura sin caerme.

—Tienes que sujetarte bien —me repetía a mí mismo—. No puedes caerte. No puedes caerte. No puedes caerte.

—Sí que puedes —me dijo Greene, alegremente, mientras desenvolvía un polo y lo chupaba con fruición—. Tan sólo tienes que relajarte y soltar las riendas. Después, todo será mucho más fácil.

Volví la cabeza, confundido. El reverendo caminaba a mi lado, con su Biblia debajo del brazo y el helado sujeto en la otra. El polo era de un color carmesí oscuro y cada vez que Greene lo chupaba dejaba un rastro oscuro en sus labios que parecía sangre.

—¿Qué haces aquí? —murmuré entre mis labios agrietados.

—La pregunta es qué haces

aquí —replicó el reverendo, lamiendo de forma lasciva los restos de helado de su boca. Al hacerlo pude ver sus encías podridas, en las que rebullían un montón de gusanos blancos—. Ya deberías estar muerto. Lo sabes, ¿verdad?

—Creo que quiere vengarse, reverendo —dijo una voz al otro lado de mi montura. Volví la cabeza y parpadeé. A mi costado izquierdo caminaba Grapes, con una mochila a su espalda, de la que iba sacando gatos callejeros. Con su cuchillo los abría por la mitad, les sacaba las tripas y, a continuación, se las metía en la boca de forma golosa—. Quiere llegar a Gulfport para matarnos, pero no sabe que ya está muerto.

—No estoy muertoooo —protesté débilmente. Me di cuenta, asustado, de que arrastraba las palabras—. Y vosotros no estáaaaais aquí. Esto es una maldita alucinacióooon.

—Oh, claro que estamos —replicó Greene desde el otro lado. Al volver la cabeza en su dirección comprobé que el reverendo se había transformado en Ushakov, el capitán ruso del
Zaren Kibbish
—. Nosotros también estamos muertos, ¿sabes? Estamos todos muertos por tu culpa.

—Y tú vas a reunirte con nosotros dentro de muy poco —intervino Grapes. Ya no estaba destripando gatos, sino que usaba su cuchillo para sacarse pedacitos de sus propias tripas, que se llevaba a la boca para masticarlas con deleite—. ¿Quieres un poco?

Mis tripas rugieron, y mi boca se llenó de saliva. Aquella carne humana, caliente y sanguinolenta, tenía un aspecto
tan
apetitoso… Estiré la mano hacia él, pero Grapes apartó el trozo que me ofrecía con un gesto burlón y meneó su dedo índice delante de mi rostro, como un metrónomo.

—No, no, no —dijo—. Si quieres un poco, tendrás que capturar la tuya. Eso es lo que hacemos todos.

—¡Es lo que hacemos todos! —gritaron en coro Greene y Ushakov.

Junto a ellos caminaba el marinero que había querido violar a Lucía en Canarias, pero estaba tan cubierto de moho de colores que casi no se podía adivinar su forma. El hongo ya había devorado su lengua, y no podía hablar, pero sus gestos eran inconfundibles. El tipo meneaba la pelvis de forma grosera, mientras que con una mano sujetaba un trozo de carne humana que se llevaba a la boca y lo masticaba con frenesí. Cada vez que mordía, un par de piezas dentales se le desprendían y quedaban tiradas sobre la arena del camino, como pequeñas perlas empapadas en sangre.

—Idooooss al infierno —maldije con voz pastosa—. ¡Idos al infiernoo, infiernooinfiernooo!!

—¿Y dónde crees que estás? —susurró Greene en mi oído. Estaba montado sobre la mula y me cogía de forma cariñosa por la cintura, como si fuésemos amantes, mientras sostenía su Biblia delante de mis ojos—. Mira lo que pone en el libro, y arrepiéntete de tus pecados. Estás muerto.

—¡Nooo! —rugí, y le propiné un codazo. Pero mi brazo atravesó el aire, porque Greene ya había desaparecido, junto con todos los demás.

Temblando de pánico y de algo más, desenrosqué la botella de Cladoxpan para darle un trago. La incliné sobre mi boca, pero no salió ni una gota.

La botella estaba vacía.

Me quedé mirándola, como si en vez de un termo de metal sostuviese en mi mano el brazo de un alienígena. Estaba vacía. No me lo podía creer.

Levanté la cabeza y observé la posición del sol. El astro ya tenía un color anaranjado y comenzaba a ponerse. Era mucho más tarde de lo que yo pensaba. Había perdido por completo la noción del tiempo.

Es el final. Ahora sí que es el jodido final
.

Con dedos torpes, comencé a pelearme con los cierres de la alforja para sacar la pistola. Tenía que hacerlo, mientras aún tuviese un ápice de control sobre mí mismo. Un gruñido sonó desde dentro de la alforja y me detuve. Era Lúculo, y sonaba aterrorizado.

El gato estaba muerto de miedo.

Me temía a

.

O más bien, a aquello en lo que me estaba convirtiendo.

Mi mano estaba cubierta de una fila tela de araña de venas. Aún no habían reventado, pero dentro de muy poco comenzarían a estallar. De repente me acordé de que la pistola estaba sujeta en el cinturón. Con un gesto torpe, me giré y la saqué de su funda. Mi mirada era turbia, y no podía ver bien. La levanté a la altura de mis ojos, para comprobar la posición del seguro.

Dos disparos. Primero el gato, y después tú. Rápido y limpio
.

La mula dio un saltito para sortear una bicicleta aplastada en medio de la calzada.

Y la pistola salió despedida de mis manos.

—Nooooooooo —gruñí, retorciendo los labios, pero era incapaz de hacer nada más. Las riendas colgaban del cuello de Esperanza, oscilantes, y no podía detener al animal. Mis músculos se contraían en una especie de baile de San Vito macabro y yo había perdido el control de mi cuerpo, así que continuamos la marcha, mientras la Beretta se quedaba tirada en medio del camino, con su cañón negro pavonado reflejando los últimos rayos del atardecer.

Había fallado. Les había fallado a todos. No había sido capaz de salvarme a mí ni de salvarlos a ellos.

A Lúculo, que se debatía enfurecido dentro de una alforja cerrada a cal y canto, tratando de escapar.

A Viktor, que siempre había actuado de manera fiel y leal, jugándose la vida por mí.

A Lucía.

A Lucía.

Luuucíaaa
.

Luuucccíaaaa
.

Lcxciciiaia
.

Lucciihayayaa
.

Y entonces, una enorme ola negra comenzó a precipitarse sobre mí, como un maremoto de inconsciencia, anegando todos mis sentidos.

Y la oscuridad llegó.

42

Tauben

A 20 kilómetros de Gulfport

—¡Virgen del Kazán! ¡Qué olor más espantoso! —gimió Viktor mientras se tapaba la nariz.

—Pues eso no es nada —replicó Mendoza alegremente—, ya verás cuando lleguemos al vertedero. Está a menos de dos kilómetros, pasada esa loma. Allí la peste es verdaderamente insoportable.

El convoy rodaba lentamente por una carretera en mal estado que serpenteaba entre construcciones abandonadas. Era una caravana de una docena de vehículos, formada por dos blindados, que abrían y cerraban la marcha, y diez camiones de basura con la cabina reforzada mediante barrotes de hierro.

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