Read La Ira De Los Justos Online
Authors: Manel Loureiro
—¡No le debemos nada! ¿Es que estás ciego? ¿No has visto cómo tratan a esa gente?
—¿Y tú no has visto cómo está el mundo fuera de este sitio? —exploté, furioso, mientras me volvía hacia ella—. ¿No has tenido ya suficiente dosis de sangre, muerte y destrucción? ¿No estás cansada de dormir todas las noches con un ojo abierto, de pasar frío, miedo y penurias? ¿No estás harta de ir huyendo permanentemente de un lugar a otro desde hace dos años? ¿No ves que este lugar es un sitio bueno y seguro para vivir? ¡Nos están ofreciendo su hospitalidad, y tú les escupes en los ojos, joder!
—¿A qué precio es esa hospitalidad? ¿Al precio de vivir en una especie de pequeña Sudáfrica del
apartheid?
¿Al precio de ver cómo maltratan a los ilotas? —De los ojos de Lucía salían auténticas llamaradas.
—¡Al precio de poder seguir vivos! —grité, desencajado—. ¡De poder tener un futuro!
—Yo no quiero ese futuro —contestó Lucía, con los ojos brillantes. Estaba a punto de echarse a llorar—. No así.
—Pues no tenemos alternativa. —Me levanté del sofá y abrí los brazos—. ¡Mira a tu alrededor! ¡No tenemos nada! ¡Incluso la ropa que llevamos puesta es un regalo, por el amor de Dios!
—Nos tenemos los tres —replicó Lucía—. Viktor, tú y yo.
—Al parecer tú tienes a alguien más —contesté, irritado y empachado de celos—. Un tal Carlos Mendoza me ha mandado saludos para ti. No has necesitado ni llegar a Gulfport para granjearte admiradores.
Lucía palideció y sus ojos se redujeron a dos ascuas incandescentes. Me arrepentí al instante de haber hecho aquel comentario. Era injusto con Lucía, no venía al caso y era algo cruel, pero estaba cansado e irritable, y además en mi fuero interno me sentía terriblemente sucio por hacerle el juego al reverendo Greene. El problema de las palabras es que una vez lanzadas ya no hay fuerza humana capaz de hacerlas volver.
—Al menos Carlos Mendoza tiene la suficiente dignidad para despreciar a Greene en su cara —dijo muy despacio.
—Él no tiene que preocuparse de mantener a salvo a una mujer, a un gato y a un ruso loco —contesté con acritud.
—Por la mujer no hace falta que te preocupes más —respondió Lucía, altiva—. A partir de ahora cuidaré de mí misma.
Se levantó evitando mirarme, recogió al gato del suelo y tras plantarle un beso enorme entre sus ojos lo apoyó en mi regazo. Después, sin mirar atrás, salió del salón dando un portazo.
Lúculo me miró sorprendido. La cara del gato persa estaba húmeda de las lágrimas de Lucía. Y yo me sentí totalmente desgraciado.
El coronel Hong se desperezó, con un dolor sordo palpitando en su cabeza. El Ilyushin-62 no era precisamente el más cómodo de los aviones diseñados por el hombre, y su versión militar aún menos. El ruido de los motores se filtraba a través del fuselaje, y hacía que fuese recomendable llevar cascos protectores para los oídos durante todo el viaje. La única manera de poder mantener una conversación era a gritos, y aun así, resultaba complicado.
Después de casi trece horas de vuelo, el coronel sentía como si alguien le hubiese metido dos kilos de algodón a presión por las orejas. Se levantó para estirar las piernas, y para despejar un poco la cabeza. Al ponerse de pie, la carpeta que estaba sobre sus rodillas resbaló y cayó al suelo. Hong se inclinó para recogerla y la metió cuidadosamente en un maletín de acero con dos cerraduras. Dentro de aquel maletín iba un sobre que había abierto nada más subir al aparato, con las instrucciones detalladas de la operación y una caja con pastillas de cianuro que debía repartir entre todos sus hombres al tomar tierra.
Además, estaba aquel informe, por supuesto. No le habían permitido llevarse una copia, ya que estaba calificado como Alto Secreto. No podían arriesgarse a que cayese en manos equivocadas, o peor aún, en manos del enemigo imperialista yanqui. Pero Hong no podía apartarlo de su cabeza, mientras caminaba lentamente por el pasillo central del avión, hacia la cabina de los pilotos.
«Los No Muertos se están muriendo», había dicho el ministro de Defensa en la reunión. Sonaba muy raro, y Hong al principio pensó que no había oído bien. Pero el resto de generales sentados a la mesa no se movieron ni un pelo cuando el ministro volvió a repetirlo. O sea, que debía ser cierto.
Al principio pensó que habían descubierto alguna manera de acabar con ellos. «No es eso —había contestado el ministro con aire contrito—. No existe nada en el mundo capaz de matar a algo que ya está muerto. Y todos los intentos que hemos hecho para desarrollar un antídoto o vacuna contra el virus TSJ han sido totalmente inútiles. Es un prodigio de la ingeniería genética. Sin embargo, el propio éxito del virus se ha transformado en su debilidad.» Y entonces le habían puesto aquella carpeta con las palabras «Alto Secreto» debajo de las narices.
Hong se había pasado la siguiente media hora leyendo y aprendiendo más sobre el TSJ. Al parecer, el virus era una mutación de laboratorio del virus Ébola, al que le habían añadido elementos propios de otras cepas. Aunque su velocidad de propagación era enorme y su capacidad de contagio era altísima (tenían documentados algunos casos de personas infectadas incluso por el mero contacto con saliva de un No Muerto) el TSJ tenía un punto débil. Y era que, sencillamente, había sido demasiado bueno haciendo su trabajo.
Los investigadores que habían redactado el informe estimaban que no quedaban más de treinta millones de habitantes en todo el planeta, veintitrés de los cuales estaban dentro de las fronteras de Corea del Norte. El TSJ había sido capaz de borrar del mundo de los vivos a más de seis mil millones de seres humanos en menos de treinta días de pandemia. Eso, a efectos prácticos para un virus, era un éxito en toda regla.
El problema para el TSJ surgió cuando se le acabaron los humanos, sus agentes portadores naturales. Fuera de un organismo, el TSJ tan sólo sobrevivía unos cuantos minutos antes de quedar reducido a una sopa de proteínas. Ya que el TSJ había colonizado el cuerpo de prácticamente todos sus portadores potenciales, estaba virtualmente atrapado dentro de los No Muertos. No podía salir de ellos, ni saltar a otro portador.
El cuerpo de los No Muertos no tenía circulación sanguínea, ni respiración, y apenas algo de actividad eléctrica y neuronal. El TSJ, de manera hábil, inhibía la acción de las bacterias responsables de la putrefacción, manteniendo los cuerpos muertos en un estado de conservación similar al que tendrían dentro de un congelador. De aquella manera podría permanecer durante años, o siglos, esperando pacientemente el momento para saltar sobre cualquier otro posible huésped.
Pero entonces, la naturaleza, en un giro cruel, le puso las cosas aún más difíciles. Porque aunque el TSJ anulaba la acción de las bacterias, no podía hacer nada contra los hongos. Y los hongos, una de las estructuras pluricelulares más antiguas de la creación, se encontraron de golpe con miles de millones de No Muertos vagando por el mundo, un caldo de cultivo perfecto para ser colonizado. Enormes trozos de carne ambulante preparados para convertirse en su nuevo hogar.
El informe que leyó Hong incluía docenas de fotos de No Muertos en diversos estados de invasión por hongos. Más del 70 por ciento de las infecciones se habían producido en el plazo de las cuatro primeras semanas de la pandemia, así que la mayor parte de los No Muertos tenían más o menos el mismo tiempo. Al principio, las colonias de hongos no eran evidentes, tan sólo unas pequeñas pelusas doradas o verdosas asomando por la comisura de la boca, o en las cuencas de los ojos. Sin embargo, a medida que iban pasando los meses las colonias prosperaban y se expandían. Hong recordaba con horror algunas imágenes de No Muertos tan cubiertos de hongos que parecían seres monstruosos sacados de alguna pesadilla.
El informe calculaba que en el plazo aproximado de dos años, la mayor parte de los No Muertos estarían tan consumidos por los hongos que simplemente se desmoronarían bajo su propio peso. Después, simplemente seguirían pudriéndose allí donde hubiesen caído hasta quedar reducidos a un montón de huesos amarillentos. En menos de cuatro años, seguía el informe, no quedaría ni un No Muerto sobre la tierra.
Y entonces será nuestra oportunidad
, comprendió Hong. Sin No Muertos en el escenario, el mundo entero quedaba a los pies de la República Popular de Corea del Norte. Los seis millones de supervivientes que el informe calculaba que vivían dispersos por el planeta no supondrían un rival serio para el Ejército Popular.
Tan sólo tenían que aguantar cuatro años. Pero sin petróleo, serían incapaces de hacerlo. Sería irónico haber superado a los No Muertos para acabar muriendo de hambre.
Hong pasó al lado de un soldado profundamente dormido al que se le habían escurrido los cascos de protección hasta el cuello. Con cuidado de no despertarlo, volvió a colocárselos en su sitio y siguió avanzando hasta la proa. Sus hombres le temían, por supuesto, pero también sabían apreciar que era el mejor oficial bajo el que podían estar y que cuidaría de ellos con celo. El coronel se había permitido el lujo de escoger personalmente a los casi trescientos soldados que componían su compañía, y por eso tan sólo los mejores y más preparados participaban en aquella expedición. Hong sabía que le seguirían hasta las puertas del infierno, si fuese necesario.
Al llegar a la cabina, abrió la puerta sin llamar y pasó al interior. Cuando cerró la portilla a sus espaldas se encontró sumido en un agradable y placentero silencio. Hong descubrió que la cabina
sí
que estaba convenientemente aislada. Era evidente que los rusos habían tenido claras las prioridades al diseñar el Ilyushin en los años setenta.
—Coronel. —El piloto del avión se dio la vuelta y saludó a Hong, que se colocó en el asiento vacío del navegante. Tan sólo uno de los seis Il-62 que componían la expedición llevaba un navegante. El resto de los aparatos se limitaban a seguir al guía en su camino a la costa Oeste de Estados Unidos.
Aquél era un vuelo de ida, nada más. Ninguno de los aviones de transporte de la Fuerza Aérea de Corea del Norte tenía suficiente autonomía para llevarlos hasta el territorio de Estados Unidos y después volver, así que la presencia de los demás navegantes era superflua. El abastecimiento en el aire también había quedado descartado, por lo que la única posibilidad seria consistía en un vuelo de un solo sentido. Por supuesto, cabía la remota posibilidad de localizar en alguna parte suficiente combustible para repostar los aviones para el viaje de vuelta. Habían estado estudiando aquella opción durante semanas, pero finalmente la habían descartado. La información de la que disponían era muy precaria y fragmentaria y la mayor parte se había obtenido meses o años antes de la pandemia. Aunque sabían dónde estaban los depósitos más cercanos a su objetivo, desconocían por completo en qué estado se encontraban… si es que aún estaban allí.
En definitiva, era demasiado arriesgado confiar el retorno de la expedición a un repostaje incierto, así que los mandos del coronel habían trazado un plan alternativo, mucho más arriesgado.
—¿Cuánto falta para que lleguemos? —preguntó Hong.
—Estaremos sobre nuestro destino primario en menos de una hora. Después, en un lapso de veinte minutos podríamos volar a los destinos dos, tres y cuatro. El destino número cinco…, bueno, mi coronel —El piloto tragó saliva antes de continuar—. Vamos muy justos de combustible.
Hong asintió, mientras realizaba unos cálculos mentales. El Il-62 era el avión de más largo rango que disponía el ejército norcoreano, y tan sólo tenía capacidad para llevarlos hasta la costa Oeste de Estados Unidos. El plan consistía en aterrizar en algún aeropuerto de la zona cuya pista no estuviese obstruida u ocupada por No Muertos, y de ahí en adelante él y sus hombres tendrían que abrirse camino por sus propios medios.
Cuando Hong había escuchado el plan por primera vez había puesto el grito en el cielo. Lo que le estaban pidiendo era, básicamente, que cruzase Estados Unidos de costa a costa sin ningún tipo de apoyo.
—¡Eso es una insensatez, con todos mis respetos! —había exclamado—. Ni siquiera sabemos en qué estado se encuentran las carreteras. Será conducir a ciegas durante miles de kilómetros, por un territorio infestado.
—Lo sabemos, coronel —había respondido pacientemente uno de los generales.
—Hagamos algo más práctico —propuso Hong—. Carguemos de combustible hasta los topes la bodega de un par de aviones y, una vez que aterricemos, podemos trasegar ese combustible a los tanques. Así podríamos volar hasta Gulfport sin tener que arriesgar la vida, y sería mucho más rápido.
—Eso es imposible, coronel —contestó el ministro—. Cuando antes le dije que la situación de nuestras reservas era crítica, creo que no entendió realmente hasta qué punto estamos desesperados. Tenemos tan sólo un dos por ciento del combustible que necesita nuestra Fuerza Aérea en una situación normal. Hemos desviado la mayor parte a la industria y a la población civil, y los depósitos están casi secos. Podemos proporcionarle queroseno para volar hasta la costa Oeste de América, pero ni un litro más.
—¡Pero tan sólo estamos hablando de unos cuantos miles de litros! —imploró Hong.
—No hay nada que hacer. —El ministro fue categórico—. El Amado Líder Kim Jong Il, en su proverbial sabiduría, ha ordenado que guardemos reservas suficientes para poder hacer volar todos nuestros cazas durante al menos dos días consecutivos, en caso de ataque. Necesitamos hasta la última gota de combustible, coronel. No insista.
Hong sacudió la cabeza, como si no hubiese oído bien.
¿Hacer volar todos nuestros cazas? Pero ¿contra quién? ¡Es la cosa más estúpida que he oído en mi vida!
, pensó desesperado, pero se abstuvo de abrir la boca. Sabía que una orden directa del paranoico Kim Jong Il, aunque fuese totalmente absurda, no podía ser discutida bajo ningún concepto.
—Tardaremos semanas en llegar hasta Gulfport si vamos por tierra —intentó, como último recurso—. Será extremadamente difícil.
—Por eso le hemos escogido a usted, coronel —replicó el ministro, satisfecho—. Culmine su misión con éxito y espíritu Juche, y le prometo que a su vuelta será recompensado de una forma que no puede ni imaginar.
Y por todo aquello, el coronel Hong y doscientos ochenta y nueve hombres escogidos estaban volando en seis Il-62 con los depósitos casi secos cuando los aparatos comenzaron a sobrevolar el territorio estadounidense.