Read La Ira De Los Justos Online
Authors: Manel Loureiro
Encabezaba el grupo un individuo alto y delgado, con el pelo negro alborotado y una expresión desconfiada en el rostro. Le seguía un tipo rubio, con un poblado mostacho justo debajo de unos extraños ojos azules, pero lo mejor del trío era sin duda la chica que cerraba el grupo, alta, joven, muy guapa y con un enorme gato naranja dormitando entre sus brazos.
Y lo más importante, los tres eran blancos.
—¡Bienvenidos, hijos míos, a esta Nueva Jerusalén! ¡Bienvenidos a Gulfport, hogar de los Justos, fortaleza del Señor y punto de partida del inminente Segundo Advenimiento de Cristo! —El reverendo se acercó y les impuso las manos. La expresión de los recién llegados era confusa ante aquel recibimiento, pero se dejaron hacer.
—Ha sido un viaje muy largo hasta aquí —replicó el tipo alto y moreno.
—Estoy deseando oír esa historia de vuestros propios labios, pero antes, me gustaría que el oficial Strangärd me contara cómo Dios os puso en el camino de la Salvación. —El reverendo hizo una señal a Strangärd para que se acercara, mientras que con la otra mano indicó discretamente a Grapes que abandonase la habitación.
Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda, dijo el Señor
.
El oficial sueco comenzó a relatar cómo en medio de una tormenta habían visto elevarse unas bengalas de emergencia muy cerca del
Ithaca
, y le contó el subsiguiente rescate. Strangärd narraba las cosas de una manera ordenada, seca y eficiente, de un modo muy profesional. Cuando finalizó su informe se relajó ligeramente y esperó con paciencia a que el reverendo hiciese alguna pregunta.
Para Greene era suficiente. Estaba seguro de que el informe que le facilitaría el capitán Birley más tarde coincidiría plenamente con el del sueco, pero era mejor estar totalmente seguro. Ten ojos en todas partes y oídos en más partes todavía. No era de la Biblia, pero su padre lo decía siempre, y era una de las pocas enseñanzas aprovechables de aquel loco borracho.
—Ya es suficiente, querido Strangärd. —Greene le cogió del brazo y lo acompañó hasta la puerta—. No quiero robarle más tiempo. Estoy seguro de que el capitán Birley necesitará de su inestimable ayuda para la descarga del
Ithaca
.
El sueco protestó, pero Greene fue inflexible. Una vez que estuvieron solos en el despacho, invitó a los tres náufragos a que tomasen asiento.
—Bien, ahora pueden empezar —dijo mientras se reclinaba en su silla.
El tipo alto y moreno, que según decía era abogado antes del Apocalipsis, llevaba la voz cantante. De vez en cuando el rubio bajito añadía algo, y la chica se limitaba a asentir, mientras acariciaba al gato con aire distraído.
—… entonces fue cuando llegamos a Tenerife —estaba diciendo el abogado en aquel momento—. Fue una sorpresa descubrir que la isla estaba llena de refugiados procedentes de toda Europa que…
—¿Llena de refugiados? —Greene saltó como un resorte al oír aquello—. ¿Qué quiere decir con llena? ¿No había No Muertos en la isla?
—No, la isla estaba a salvo, como Gulfport, pero las condiciones eran mucho más penosas. Toda aquella muchedumbre consumía cantidades enormes de recursos, y había una gran carestía, pero aun así se podía vivir con cierta dignidad.
—Y no había nadie aplicando leyes de pureza racial al estilo de Hitler —añadió secamente la chica, con una mirada ofendida en sus ojos.
El abogado lanzó una mirada cargada de advertencia a la muchacha, pero Greene no le prestó atención. Su mente funcionaba a toda velocidad. ¡Una isla llena de refugiados! ¡Había otro lugar aparte de Gulfport que había sobrevivido al Apocalipsis! Un sudor frío recorrió su espalda. Si existían otros puntos donde aún resistían los humanos, entonces eso significaba que Gulfport podría no ser la Nueva Jerusalén. No eran los únicos corderos salvados del sacrificio por el Señor.
Entonces… si no eran los únicos… No, eso era imposible. Él era el Profeta. Él era el salvador de los Justos. Todo el mundo en Gulfport creía y respetaba aquella idea, que había repetido una y otra vez a lo largo de sus sermones diarios. Y ese convencimiento era lo que hacía que nadie discutiese su papel como líder de la comunidad. Si la gente de Gulfport se enteraba de que existían más lugares, alguien podría plantearse que su salvación no dependía únicamente de la intervención divina a través del reverendo. Y eso llevaría inevitablemente a que, en algún momento, alguien pusiera en tela de juicio el liderazgo de Greene. Y que a lo mejor sus ideas no eran Revelaciones del Señor.
Eso no era posible.
No podía ser posible
.
El abogado terminó su relato. Greene los miró en silencio, durante unos instantes, y finalmente se inclinó hacia ellos con una sonrisa enorme en su rostro.
—¡Hermanos, hermanos! Sois como el hijo pródigo. Habéis caminado por el largo valle de las sombras, pero finalmente estáis en el lugar de la leche y la miel, donde el ciervo y el león duermen a la misma sombra. Que no os quepa duda que de ahora en adelante la República Cristiana de Gulfport será vuestro nuevo hogar.
—Se lo agradecemos enormemente, reverendo —dijo el abogado con una expresión aliviada en su rostro—. Por supuesto, estamos dispuestos a ayudar en lo que haga falta. Si hay algo que podamos hacer…
—Pues sí, hijo mío —replicó Greene—, tengo que pediros un inmenso favor.
—¿Qué es?
—Tengo que pediros que no le contéis a nadie vuestra historia. Y cuando digo a nadie, me refiero a absolutamente nadie. ¿Se la habéis dicho ya a alguien?
—El capitán Birley lo sabe —replicó el abogado, tras pensar un rato—. Pero tan sólo él. Ahora que lo dice, ninguno de los demás oficiales de a bordo preguntó nada. No había caído hasta ahora.
Bien hecho, Birley
, pensó el reverendo Greene,
sabes lo que te conviene. Y también sabes mantener a raya a tus hombres. Ahora entiendo por qué ese maldito sueco quería quedarse a toda costa
.
—Bien —continuó Greene chasqueando la lengua, mientras hilvanaba una excusa—. Eso es bueno. Necesito que mantengáis el secreto por un sencillo motivo. Si las buenas y piadosas gentes de Gulfport se enterasen de que hay necesitados en Tenerife, o en la otra punta del mundo, insistirían en emprender una expedición para ir hasta allí, hasta que los rescatásemos a todos de la oscuridad y del pecado.
—Comprendo —dijo el abogado. Una luz de alarma se había encendido en sus ojos.
A Greene, acostumbrado a las mentiras y las medias verdades, no se le escapó la leve vacilación del abogado y las miradas nerviosas que se cruzaron entre ellos. Le estaban ocultando algo.
No quieren saber nada de Tanerife, o como diablos se llame ese sitio
, pensó
. Estaban huyendo de allí cuando se cruzaron con el
Ithaca
. Tienen miedo
.
—Los buenos habitantes de Gulfport emprenderían el viaje aun a riesgo de perecer todos en el intento, pues son fieles seguidores de Cristo. —El reverendo abrió los brazos, como abarcando una muchedumbre imaginaria—. Pero son mi rebaño, y he de velar por todos ellos. No puedo permitir que se lancen a una misión suicida, para traer aquí, a la seguridad de Gulfport, a todas esas gentes. Por eso pido su silencio. Lo comprenden, ¿verdad?
—Por supuesto, reverendo —se apresuró a contestar el abogado—. Puede contar con que nuestros labios estarán sellados.
—¡Pero la gente tiene derecho a saber que hay más supervivientes por el mundo! —protestó la chica, indignada—. ¡Si no lo saben, al fin y al cabo serían como prisioneros de esta ciudad! ¡Toda esa gente, esos ilotas, tienen derecho a poder decidir si quieren vivir en otra parte, y no como vulgares presidiarios!
—Lucía, creo que no es el momento para eso —la cortó el abogado, tajante—. El reverendo nos ha pedido un favor, tan sólo un favor a cambio de su hospitalidad, y creo que se lo debemos.
Lucía abrió la boca para añadir algo más, pero al ver la expresión severa del abogado se lo pensó dos veces y se calló. En vez de eso comenzó a acariciar al gato con tanta fuerza que éste, sorprendido, lanzó un maullido de protesta. La tensión entre ellos era evidente.
—Hija mía, hija mía —los interrumpió Greene, con voz piadosa—. Déjame contarte una historia. Hace mucho tiempo, en la época de los griegos, existía una ciudad llamada Esparta. Por supuesto, eran todos unos idólatras impíos que adoraban a falsos dioses de barro y estaban lejos de la luz de Nuestro Señor, sin embargo, en muchos aspectos eran una sociedad admirable. Los espartanos vivían rodeados de enemigos que pretendían verlos muertos a toda costa, tal como nos ocurre a nosotros hoy en día. Por ello, para sobrevivir, crearon una casta, a los que llamaron ilotas, que se encargaban de cultivar sus campos, cuidar su ganado y facilitarles todas las cosas materiales que necesitaban para que los espartanos pudieran dedicarse única y exclusivamente a defender sus murallas. Eso mismo hacemos nosotros aquí, y por eso precisamente tenemos a nuestros ilotas.
—¿Y quién decide que una persona es ilota o no? —preguntó Lucía, con un hilo de voz.
—Dios nuestro Señor, por supuesto —replicó Greene, auténticamente sorprendido—. Adán y Eva eran blancos, como los Apóstoles, como Moisés y todos los profetas que aparecen en la Biblia. Fue Dios quien lo decidió así. El resto de las razas o bien son mezclas bastardas, como esos sucios chicanos, o bien son fruto directo del pecado, como los negros. Por eso lo llevan marcado en su piel. Al permitirles vivir bajo nuestra santa protección, les estamos haciendo un favor, pues así pueden expiar sus culpas.
Lucía hizo un esfuerzo titánico para controlar la respuesta afilada que se formaba en su boca. El ucraniano, por su parte, se removió incómodo en su silla. Tan sólo el abogado mantenía una expresión impenetrable en su rostro, sin dejar traslucir la más mínima emoción.
—Reverendo —comenzó a decir, tratando de controlar el tono de su voz—. De donde nosotros venimos esa forma de pensar estaría muy mal considerada. Espero que entienda…
—¡No! —cortó Greene, tajante, dando una fuerte palmada sobre la mesa—. ¡Eso es así y no hay nada que discutir! ¡Por culpa de la dejadez, la tolerancia y el hedonismo Dios ha castigado a la raza humana! ¡Llevo años anunciando que esto iba a pasar, y no me hicieron caso! ¡No me hicieron caso! ¿Me entiende? ¡No me hicieron caso hasta que fue demasiado tarde! ¡Yo tengo razón! ¡Yo soy el Profeta! —Greene se había levantado y gesticulaba al hablar, con ojos enfebrecidos. El lazo de su cuello se había deshecho y lanzaba minúsculas partículas de saliva al hablar—. ¡Por convivir con maricones, comunistas, negros, indios y chicanos! ¡Por aceptar a un negro como presidente de este país! ¡Dios ha desatado su ira, y hasta que retomemos la recta senda no se producirá su Segunda Venida! ¡Si no aceptáis esa verdad, entonces no hay sitio en Gulfport para vosotros!
Greene se desplomó en su silla, jadeando. Cogió una jarra de agua y se sirvió un vaso con mano temblorosa. Al beber, derramó unas cuantas gotas sobre su pechera.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Cuál es vuestra respuesta? ¿Cuál es vuestro lado del Muro?
—Nosotros… —comenzó a decir el ucraniano.
—Nosotros aceptamos su hospitalidad y sus normas, reverendo Greene —le interrumpió rápidamente el abogado—. Seremos buenos habitantes de Gulfport, se lo prometemos.
—Pero esto es… —intervino Lucía, aunque se calló de inmediato. El abogado la miraba con un elocuente
cállate de una vez
escrito en sus ojos.
—¿Es su mujer? —preguntó el reverendo.
—Es mi pareja, sí, pero no veo que…
—Será mejor que aprenda a meterla en cintura cuanto antes, querido amigo. «Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino que debe estar en silencio», Timoteo, dos, once —recitó de memoria el reverendo Greene acariciando su Biblia—. El propio Señor nos indica cuál es el sitio de las mujeres. Son madres y esposas, pero no tienen capacidad para opinar, ni para tomar decisiones. Su cerebro no está hecho para pensar, como es evidente.
—No se preocupe, reverendo, aprenderá a controlar su lengua —contestó el abogado, mirando expresivamente a Lucía. Ésta, roja de furia y humillada, mantenía la cabeza gacha y acariciaba con fuerza al gato, que maullaba incómodo.
—Bien, en ese caso, creo que ya hemos acabado. La señora Compton les indicará cuál es su nueva casa cuando salgan. Hay un montón de espacio libre en Gulfport y creo que cuando vean dónde van a vivir estarán…
La puerta se abrió de golpe, interrumpiendo al reverendo.
Y ahora qué pasa
, rumió Greene. Aquélla estaba siendo una reunión mucho más difícil de lo que había pensado.
Malachy Grapes permanecía de pie en la puerta, con aspecto nervioso. El Ario se balanceaba inquieto sobre sus pies, como si le hubiesen entrado unas ganas urgentes de orinar.
—¿Qué sucede, Malachy? —preguntó Greene, sin molestarse en ocultar el tono molesto de su voz. Todo el mundo sabía que nadie debía interrumpir al reverendo salvo por causa de fuerza mayor.
—Son los ilotas del
Ithaca
, reverendo. Hay problemas. Un grupo de chicanos se niega a aceptar el pago convenido. Están reclamando algo, pero no tengo ni idea de lo que dicen. No hablan inglés, sólo esa jerga de mierda de español. —Grapes se llevó la mano a la boca—. Disculpe mi lenguaje, reverendo.
—¡Cómo se atreven! —El reverendo se levantó y apuntó con su dedo calloso a Grapes—. ¡Dales una lección! ¡Diézmalos! ¡Mata a la mitad de ellos para que aprendan cuál es su lugar!
—¡No! —gritó Lucía de golpe. El abogado y el ucraniano se volvieron hacia ella, sorprendidos por la nota de pasión que temblaba en su voz—. ¡No los mate, reverendo, se lo ruego!
—¡Cállate, niña! —atajó el reverendo—. Grapes, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Como usted ordene, reverendo.
El Ario se dio la vuelta y se dispuso a salir de la habitación, pero en ese momento el abogado se levantó.
Y tú qué quieres ahora
, pensó Greene.
—Espere un momento, reverendo —terció—. Yo hablo español perfectamente. De hecho es mi lengua nativa. Si me permite hablar con ellos, quizá pueda saber qué es lo que reclaman y así evitaríamos un derramamiento innecesario de sangre.
Greene se sentó, meditando las palabras del abogado. Tenían cientos de ilotas y eran fácilmente sustituibles, pero la situación entre ellos ya era muy explosiva. Una purga no ayudaría a calmar los ánimos, y no podía correr el riesgo de enfrentarse a una rebelión abierta. No en aquel momento.