La Ira De Los Justos (18 page)

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Authors: Manel Loureiro

—De acuerdo —asintió, mientras se ponía el sombrero—. Ven conmigo. Su mujer y su amigo pueden dirigirse a su nuevo hogar. La señora Compton les acompañará.

Y sin más, salió de la habitación. El abogado cruzó unas palabras apresuradas con sus acompañantes, repletas de aspavientos y gestos enfurecidos, pero Greene estaba demasiado enfadado como para detenerse en ese detalle.
Que arregle en casa sus propios problemas. Yo tengo que arreglar los míos ahora
.

Grapes les esperaba en la puerta del ayuntamiento, al volante del Hummer con el motor encendido. El reverendo se subió en el asiento trasero, mientras el espigado abogado se sentaba en el delantero. Circularon hacia el norte durante unos minutos, en un silencio total, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Cuando finalmente llegaron, el Hummer se detuvo junto a un puente que cruzaba un ancho canal. Las dos orillas del brazo de agua estaban cercadas por un alto muro de cemento cubierto de alambres de espino. En el puente, junto a una señal oxidada y cubierta de agujeros de bala que decía «¡Bienvenidos a Bluefont!» se levantaba una enorme torre de acero con reflectores en su parte superior, que recordaba a una barbacana medieval. En lo alto de la atalaya, dos Arios, apostados detrás de sendas ametralladoras M60, cubrían la puerta de acero que cerraba el puente. Al otro lado de la puerta un grupo de unos cincuenta ilotas gritaba y gesticulaba, al tiempo que arrojaban cascotes y botellas vacías contra la torre. Ninguno de ellos iba armado, ya que los ilotas tenían restringido el acceso a las armas dentro de los límites de Gulfport.

—Bien, hijo mío —dijo Greene, bajándose del vehículo—. Ésta es tu oportunidad. Demuéstrame qué sabes hacer.

El abogado salió del Hummer y caminó hacia la pesada puerta de acero. Un Ario apostado en la parte baja abrió una portezuela para franquearle el paso. En cuanto atravesó la puerta, se apresuró a cerrarla tras él.

Los ilotas situados al otro lado del puente se fueron quedando en silencio en cuanto vieron la figura inquieta del abogado. Respirando hondo, caminó hacia ellos, aparentando más seguridad de la que realmente tenía.

—Hola a todos —saludó en español—. Vengo en nombre del reverendo Greene. ¿Qué es lo que sucede aquí?

Un tipo alto y moreno, con un uniforme militar en el que ponía «Dobzhansky» en el bolsillo superior derecho, se adelantó desde el grupo.

—Soy Carlos Mendoza —dijo en tono desafiante—. ¿Quién eres tú, y qué quieres?

—Soy la persona que puede evitar que los tipos de ahí detrás —levantó su brazo y señaló a los dos Arios de las ametralladoras— os eliminen a todos en menos de un minuto, a no ser que me digáis qué diablos queréis. Ese Greene tiene pinta de estar lo suficientemente loco como para ordenarles abrir fuego, y le falta muy poco para hacerlo, así que vuelvo a preguntar: ¿qué es lo que sucede aquí?

—¡Nos han engañado! —rugió una voz desde la multitud—. ¡Nos prometieron diez litros por persona, y sólo nos han dado tres!

Un coro de voces comenzó a protestar al unísono, apoyando aquellas palabras. El hombre llamado Carlos Mendoza hizo un gesto para que guardasen silencio. Una vez que lo consiguió se volvió de nuevo hacia el abogado.

—Ya los has oído —dijo—. Nos deben siete litros de Cladoxpan por persona, a todos los que hemos ido en el
Ithaca
. Dile a tu reverendo que mientras no nos dé lo que nos pertenece, no pensamos movernos de aquí.

—¿Cladoxpan? —preguntó el abogado, confundido—. ¿Qué es eso? ¿Un licor?

La cara de Mendoza se transformó de la sorpresa al oír aquello.

—¿Me tomas el pelo? ¿Cómo es posible que no sepas qué es el Cladoxpan? ¿De dónde has salido? Espera un momento… Tú no serás uno de los náufragos que rescató el
Ithaca
en alta mar, ¿no?

El abogado asintió, inquieto. El otro, al ver el gesto, soltó una risotada lúgubre.

—Esos huevones chingados son tan cobardes que ni siquiera se atreven a venir en persona a este lado de la valla. Mandan a un pobre estúpido que ni siquiera sabe de qué habla.
No mames, wey
.

—Si me cuentas de qué estamos hablando quizá pueda ayudarte —contestó el abogado con calma—. De otro modo, será imposible.

—El Cladoxpan es un medicamento —aclaró el otro pacientemente, como si le hablase a un niño—. Mantiene las concentraciones de TSJ en niveles muy bajos y nos permite seguir viviendo como personas. Todos estamos infectados por ese pinche virus, y si no bebemos al menos medio litro de esa solución al día, entonces estamos chingados. ¿Lo entiendes ahora, chico blanco?

El abogado inspiró aire, pensativo.

—O sea, es como un paliativo ¿no? Es decir, ese Cladoxpan no elimina el TSJ, pero lo debilita lo suficiente como para que no haga efecto.

—Veo que eres listo —dijo Mendoza con voz amarga—. Es algo parecido a la insulina para los diabéticos. Mientras lo consumamos todo irá bien, pero si dejamos de ingerirlo entonces… se acabó. ¡Y ese cabrón nos debe siete litros por persona! ¡Nos prometió diez litros si viajábamos en ese pinche barco y hemos cumplido! ¡Ahora le toca a él!

—¿Cómo os habéis infectado? —preguntó el abogado, curioso, sin prestar atención a las demandas de Mendoza.

—¿Y cómo crees tú que ha sido, pendejo? —replicó Mendoza, subiéndose una de las mangas de su uniforme. En el hombro lucía una enorme cicatriz de algo que no podía ser otra cosa que un mordisco humano. Incluso le faltaba parte de la masa muscular.

—Dile a tu reverendo chingón que si no nos da lo que nos debe, no pensamos movernos de aquí. ¿Entendido?

El abogado asintió y se alejó lentamente hacia el portón de acero sobre el puente. Una vez que estuvo al otro lado caminó hacia Greene, que le esperaba impaciente junto al vehículo. A su lado, Malachy Grapes ladraba órdenes a un grupo de Arios fuertemente armados que se estaban encaramando a la torre.

—¿Y bien? ¿Qué quieren? —preguntó el reverendo.

—Dicen que les debe siete litros por persona de algo llamado Cladoxpan. Dicen que usted se lo prometió a cambio de intervenir en la operación de Luba. Y también dicen que mientras no se los dé, no piensan moverse de ahí.

El reverendo enrojeció súbitamente, preso de la ira. Su labio inferior empezó a temblar, incontrolable.

—Pero ¿qué se han creído que son? ¡Atajo de hispanos sucios y malolientes! ¡Los mataré a todos! ¡Acabaré con ellos! ¡Haré que la ira del Señor los castigue a sangre y fuego! ¡No pienso permitir semejante insolencia!

—Espere, reverendo —le interrumpió el abogado—. No creo que sea buena idea. Matarlos no solucionará el problema, y Gulfport perderá a un montón de hombres valiosos a cambio de nada. Yo vi personalmente cómo peleaban en el puerto de Luba y puedo asegurarle que son auténticos jabatos. Si los mata, tardará un montón en adiestrar a otros hombres que sean tan buenos como éstos y la ciudad se quedará sin un buen grupo de ilotas. —De repente añadió, como si fuera fruto de una inspiración repentina—: Además, sería una ofensa para Dios destruir de forma necia una herramienta tan útil como la que ha puesto en sus manos, reverendo.

No me des lecciones, muchacho
, fue el primer pensamiento del reverendo Greene. Sin embargo, supo apreciar la validez del razonamiento de aquel hombre. Quizá no fuese mala idea, después de todo.

—De acuerdo —accedió, amenazante—. Pero sólo les daremos cinco litros por persona. Ni uno más. Y no es negociable. O aceptan eso u ordenaré a mi Guardia Verde que los extermine sin contemplación. Seré como el viñador arrancando la mala hierba de entre sus vides. —Diciendo esto, se metió de nuevo en el Hummer, sin mirar a nadie más.

Satisfecho, el abogado corrió de nuevo al otro lado del muro, donde los ilotas le esperaban, expectantes. Al llegar les transmitió la oferta del reverendo Greene en pocas palabras. Los ilotas debatieron durante unos segundos, con gestos hoscos, y finalmente aceptaron.

—De acuerdo —dijo Mendoza—. Dile a tu reverendo Greene que aceptamos. Pero esto no ha acabado.

El abogado asintió, aliviado. Mientras se alejaba, oyó que Mendoza le llamaba a sus espaldas.

—¡Por cierto! —El mexicano aún permanecía en el mismo sitio, con una sonrisa orgullosa en la cara—. Dele recuerdos a Lucía de parte de Carlos Mendoza. Dígale que la recuerdo con mucho cariño y que espero poder verla muy pronto. Su visita será bienvenida.

Y dicho esto se alejó, dejando al abogado con una expresión confundida y un remolino de sentimientos inquietos bailando en su corazón.

17

Cuando uno de los hombres de Grapes me dejó delante de la casa que nos habían asignado, ya casi era noche cerrada sobre Gulfport. Una suave llovizna caía, dibujando extrañas formas sobre los charcos de luz de las farolas. Hacía frío y sentía cómo la lluvia calaba mis huesos, pero una sensación aún más fría inundaba mi interior.

Estaba sucio, cansado y emocionalmente agotado, pero aun así remoloneé un rato, evitando entrar. Trataba de retrasar lo inevitable. Me sentía sin ánimos para el enfrentamiento que me esperaba en el interior. Finalmente, subí los escalones del porche y entré en mi nuevo hogar.

Era la típica casa de suburbio acomodado, de dos plantas, césped delante de la puerta, porche de madera y garaje adosado a un lado. El interior era acogedor y amplio, con un mobiliario elegante, aunque con un punto entre hortera y estrafalario. De una pared colgaba una enorme foto enmarcada de Charlton Heston dirigiéndose a una multitud de la Asociación Nacional del Rifle y sosteniendo un arma sobre su cabeza.

—Por fin has llegado —dijo Viktor Pritchenko, asomándose desde la puerta de la cocina—. Estábamos preocupados por ti. ¿Dónde has estado?

—Es muy largo de explicar, Viktor —contesté—. Sólo sé que he evitado que esta tarde muriesen al menos cincuenta personas a manos de esos lunáticos religiosos.

—Bueno, al menos hoy has hecho algo bien —contestó el ucraniano con una nota de tristeza en su voz—. Deberías hablar con Lucía. Está muy enfadada contigo.

Suspiré, desalentado. Estaba claro que no iba a poder esquivar aquella conversación hasta el día siguiente, como era mi intención.

—Hablaré con ella. —Le di una palmada en el hombro—. No te preocupes, viejo amigo.

Entré en el salón. Lucía estaba sentada en un mullido sofá, con el gato jugueteando con un par de calcetines a sus pies. Tenía un libro sobre el regazo, pero no había leído ni las primeras páginas. Su expresión se endureció al verme.

—Estás aquí —dijo con una voz gélida.

—Pues sí —contesté mientras me dejaba caer sobre otro de los sillones—. He estado en el ayuntamiento con Greene hasta hace apenas media hora.
Cuanto antes se lo sueltes, mejor
. Me ha propuesto entrar a formar parte del equipo de gobierno de Gulfport.

—¿Cómo dices? —Lucía me contempló, atónita.

—Necesita a alguien que pueda hacer de intermediario con los ilotas que viven en Bluefont. Es en un barrio residencial separado por alambradas, al otro lado del río, aunque se encuentra dentro del perímetro del Muro. Más de la mitad de esa gente es de origen hispano, pero no hay nadie a este lado de Gulfport que hable castellano, así que cree que soy el hombre indicado.

—Le habrás dicho que no, por supuesto.

Respiré hondo.
Ahí va
.

—He aceptado el cargo. Empiezo mañana.

—Pero ¿se puede saber qué coño te pasa? ¿Cómo has podido?

—Lucía, hoy he salvado la vida de un montón de gente —dije—.
Aunque a uno de ellos no me habría importado que le pegasen un tiro allí mismo
. Y lo he hecho precisamente por lo que te he dicho. Si ocupo ese cargo, tendré la oportunidad de velar por los intereses de los ilotas, de mejorar sus condiciones de vida.

—¿Velar por ellos, dices? ¿Y en qué condiciones? ¿Vas a conseguir que ese predicador pirado te escuche y dejen de ser ciudadanos de segunda? ¿Que dejen de ser los únicos que arriesguen el pellejo?

—Aún no lo sé —contesté tercamente—. Pero estoy seguro de que se me ocurrirá la manera.

Era incapaz de confesarle que esa tarde, mientras evitaba una masacre en el puente que conducía al gueto de Bluefont, una vieja sensación de euforia que no disfrutaba desde hacía años había vuelto a recorrer mi cuerpo. Antes del Apocalipsis, yo era un abogado de prestigio, capaz de cerrar acuerdos imposibles y de negociar condiciones extremas. Aquel sentimiento de invencibilidad, de poder lograr casi cualquier cosa simplemente argumentando… suponía una droga tan fuerte y poderosa que había sido mi principal motor anímico durante años.

Pero un día llegaron los No Muertos y todo aquello desapareció de golpe. Llevaba desde entonces arrastrándome por medio mundo, sobreviviendo de milagro y descubriendo, de forma amarga, que todos mis conocimientos y habilidades dialécticas no valían absolutamente para nada en aquella nueva sociedad en ruinas.

Y de repente, esa tarde, la vieja magia había vuelto a fluir. Lo había vuelto a hacer. Por primera vez en mucho tiempo me sentí realmente útil, en medio de toda aquella devastación.

Pero sabía que Lucía no entendería nada de aquello, o por lo menos no sería capaz de aceptarlo en aquel momento. Estaba demasiado enfadada, con el reverendo Greene, con la odiosa sociedad racista de Gulfport y, sobre todo, conmigo. Tenía que intentar razonar con ella.

—Lucía, para bien o para mal estamos aquí. Tenemos que intentar encajar lo mejor que podamos en este sitio.

—¿Por qué?

—Porque no sé si Gulfport va a ser nuestro hogar definitivo o no, pero de lo que estoy seguro es de que vamos a pasar al menos una temporada en esta ciudad. Y también sé que si tuviésemos que irnos lo pasaríamos muy mal ahí fuera.

—Puede ser. —Lucía me cogió las manos y me miró a los ojos, suplicante—. Pero saldríamos adelante, como siempre hemos hecho. Este sitio está enfermo, esta gente está enferma, y tú lo sabes. Gulfport no es nuestro lugar, nosotros no somos como ellos. Vámonos de aquí, hoy mismo, los tres.

—¿Y adónde iríamos? —pregunté—. No podemos salir de aquí y simplemente empezar a caminar sin rumbo. Estamos en América, maldita sea, y esto es enorme. Hay millones de No Muertos ahí fuera. No tenemos más remedio que quedarnos aquí.

—¡Pues si nos quedamos, enfrentémonos a Greene y sus desvaríos!

—¿Y cómo quieres que nos enfrentemos a él? ¡Nos ha ofrecido su hospitalidad! ¡Nos ha salvado la vida! ¡Se lo debemos!

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